jueves, 15 de diciembre de 2016

Cafres sobre ruedas

– ¡Hijo de puta!

Claro, conciso, directo. Por su apariencia, se ve que ha vivido mucho. Sin embargo, superar los 70 de largo no evita que ciertas cosas quiebren su paciencia cincelada a base de años. Como contemplar esa ecuación que siempre repite el mismo resultado: semáforo en ámbar, paso de cebra y peatón a la vista acaban en un inexorable acelerón del vehículo de turno.

Ocurrió hace una semana en Madrid, pero el caso del hombre que pronunció estas palabras se repite a diario en las calles de cualquier ciudad del mundo. La llamada transformación digital dicen que ha cambiado muchas cosas, aunque no ha evitado algo: la desconsideración absoluta hacia la parte más indefensa de la seguridad vial.

Sumo 12 años de carné y 11 desde la última vez que me puse al volante de un coche. No se trata de torpeza (teórico y práctico a la primera) y quiero pensar que es cuestión de ahorrar recursos y cuidar del medio ambiente. Pero, en el fondo, siento que hay algo más: una repulsa freudiana que me imposibilita sumarme a ese club.

Tengo amigos y familiares, a quienes quiero y admiro, que son conductores habituales. Por desgracia, estoy convencido de que hasta ellos, en alguna ocasión, se han arrancado la capa externa de piel para dejar salir a ese monstruo interior del asfalto, como aquellos visitantes de V

Y no es sólo que muchos ignoren por completo los pasos de cebra, al igual que un futbolista la declaración de la renta. Lo más indignante es que, como si se tratara de un salvoconducto, levanten la mano, mirando al frente, para saltarse con total impunidad la señal que les obliga a ceder el tránsito a los viandantes. Seguro que quienes lo hacen acaban sus interpelaciones rutinarias con un "campeón" o "amigo". 

La cosa tendría hasta gracia si no se produjeran miles de accidentes por esta razón. El año pasado,14.522 peatones fueron víctimas de atropello, según la Dirección General de Tráfico. Una cifra que se ha incrementado desde 2012 casi un 40%. Sólo en 2015, 367 murieron asesinados por una máquina en la que se encontraba un cafre a los mandos. Prácticamente, un muerto por cada día del año.

No sacrificar dos minutos de espera en un semáforo puede costar la vida de un ser humano. Aunque eso, en un país donde ciertas personalidades siguen manteniendo su carrera a buen recaudo, parece demasiado coherente como para comprenderse.

jueves, 1 de diciembre de 2016

Higiene mental

Feli barre los egos caídos en la moqueta. Y eso, en un lugar como una redacción, da muchísimo trabajo. Durante horas, recorre kilómetros en un circuito de pasillos trillados. Sube y baja peldaños por las tripas de un edificio inteligente. Vacía de forma mecánica unas papeleras que se reproducen por esporas. Recoge centenares de colillas no embocadas en los ceniceros. E intenta poner orden en los baños que algunos cerdos con pantalones convierten en cuadras.

El salario medio de un empleado de limpieza ronda los 11.000 euros anuales. Por eso no es extraño que, como Feli, muchas profesionales se vean obligadas a desarrollar su labor en varias empresas en turnos dobles. Algo que desde el Estado se penaliza: contar con dos pagadores obliga a presentar declaración de la renta.

Ante esta realidad, la primera respuesta de la mente burguesa es automática: "Haber estudiao". Una afirmación que, además de despreciable, resulta totalmente estúpida, vista la suerte de los jóvenes españoles durante los últimos años.

Otro segmento vituperado es el de los barrenderos. Pese a que cuentan con un sueldo sensiblemente mayor al de sus colegas, no son pocos quienes les tachan de vagos y critican sus huelgas con dureza. Antes de entrar en una redacción, tuve la ocasión de pasar unos meses con un cepillo de raíces en las manos. Además de comprobar que uno puede encontrar más desechos en pasillos enmoquetados que entre bolsas de basura, escuché un lenguaje esclavista: el que fuera mi jefe se denominaba, oficialmente, capataz. Un concepto que me retrotraía a las plantaciones de algodón de la América del siglo XVIII.

En esta escala de marginalidad dentro de los trabajadores de limpieza, el personal del hogar es, posiblemente, el más desfavorecido: la ausencia de contrato es la norma en este gremio. Como en tantos otros ámbitos de la vida, ellas reciben la peor parte; así, este sector en España está sostenido por mujeres en el 95% de los casos. 

El pasado octubre se celebró el primer congreso sobre Empleo de Hogar y Cuidados. Una buena oportunidad para que los trabajadores puedan organizarse y ganar en derechos. Pero su lucha contra los empleadores que intentan abusar de ellos no tendrá ninguna fuerza mientras que, desde el resto de la sociedad, se les mire con una soberbia propia del Antiguo Régimen. 

martes, 15 de noviembre de 2016

Loterías

Euromillones –martes y viernes–, cinco euros. Primitiva –jueves y sábado–, dos euros. Bonoloto –lunes a sábado–, tres euros. Gordo de la Primitiva –domingo–, un euro con cincuenta. Quiniela –domingo–, un euro con cincuenta. Ahí van 13 euros. Sin contar Lotería Nacional, Quíntuple Plus, Lototurf o el celebérrimo cupón de la ONCE (los ciegos, para los nostálgicos de un léxico ya muerto que no conocía de correcciones políticas).

Fuera por sentirse ofendida o por simple sadismo, esta organización castigó a varias generaciones enteras con una sintonía que resuena en todas las cabezas de los mayores de 30 años. De hecho, mientras escribo estas líneas, la percibo nítida al comprobar que he vuelto a "contribuir con una gran labor social" en su sorteo del pasado día 11 de noviembre. Para ello, me ha tocado lo de siempre: perder. 

Como ocurre desde la noche de los tiempos, siempre que unos pierden, otros ganan. Y en materia de juego, el Estado (más allá de jugar con la vida de jubilados, dependientes, trabajadores, estudiantes...) sabe bastante. De hecho, por las ventas de todas las modalidades de su marca Loterías y Apuestas, en 2015 se embolsó 8.779,71 millones de euros. Y, una vez entregados los premios (de los que también se lleva un generoso 20%), se quedó 3.287,01 millones de euros limpios, un 4,9% más que en 2014.

Estos datos, publicados por la Dirección General de Ordenación del Juego del Ministerio de Hacienda, dejan claro que, como a Serrat, al español –además del vino– le gusta el juego. Y mucho. Tanto que, si se tiene en cuenta todo el repertorio de azares legales –bingos, casinos, tragaperras, apuestas deportivas, rifas, loterías, concursos...–, el año pasado nos gastamos 33.396,17 millones de euros, un 11,6% más que el anterior. 

Ya sea la maldita ilusión de todos los días, la suerte que acompaña o ese calvo que mira de reojo, el caso es que nos lanzamos de manera irracional a cambiar papel moneda por ese otro con números impresos. Aunque, casi siempre, éste no sirve de nada para hacer frente a esos otros papeles en forma de factura. 

La cercanía de la Navidad abre la carrera hasta el 22 de diciembre. Una fecha que nadie necesita que le expliquen (antes olvidarían su aniversario de bodas que el Sorteo de Navidad). Las colas infinitas en la administración de Doña Manolita aproximan al ser humano a sus ancestros homínidos. "Es que allí siempre toca", responde el paisano de turno después de aguardar dos horas para comprar un décimo. Obvia, sin embargo, los más de 67 millones de décimos que vende el establecimiento, mientras que la diosa Estadística se carcajea sin piedad.

El tráfico de ilusiones es el más rentable: se nutre de las miserias de la gente y su estancamiento social. La mera hipótesis de poder comprar un sueño (en forma de casa, viaje, coche, negocio) conecta con las más bajas pasiones. Nos convierte en niños ante un escaparate repleto de juguetes y dulces. Pero por desgracia, salvo que uno se llame Carlos Fabra, el día del sorteo transcurre como un lunes cualquiera.

martes, 1 de noviembre de 2016

Veinte años de silencio

Hace apenas un mes se cumplieron 20 años del anuncio de la separación de Héroes del Silencio. Ninguna de las secciones de Cultura de los grandes medios ha dedicado una triste mención sobre la efeméride de un grupo que vendió más de tres millones de discos en 40 países y ofreció unos 1.000 conciertos por Europa, Latinoamérica y EEUU. Una desconsideración también hacia unos fans que, en una labor digna de estudio, han puesto en circulación más de 300 álbumes piratas de la banda (algunos con una calidad propia de sellos profesionales).

A través de un potente directo, unas letras crípticas y una imagen desafiante, Héroes del Silencio se convirtió en fenómeno social desde que naciera en los ochenta. En 1984, el edificio de Radio Zaragoza albergó el origen de la denominación que les daría fortuna: camino al programa del experto musical Julián Torres, Cachi, los componentes (por entonces, del grupo definitivo, sólo Juan Valdivia y Enrique Bunbury, a los que se sumarían meses después Joaquín Cardiel y Pedro Andreu) decidieron el nombre que les mitificaría, robando el título a su primera canción, que pasó a llamarse Héroe de Leyenda

Desde entonces, cuatro discos de estudio, giras interminables, pasión desbordada de sus seguidores, desencuentros con la prensa, excesos y fricciones internas que descarrilaron un 3 de octubre de 1996: el cuarteto (quinteto desde que la guitarra de Alan Boguslavsky se añadiera en la gira de El Espíritu del Vino) anuncia un paréntesis tras su último concierto en Los Angeles del 6 de octubre, donde Bunbury sufrió el lanzamiento de objetos por parte del público debido a unas supuestas declaraciones acerca de la beldad de las mujeres mexicanas.

Los problemas en la mano izquierda de Valdivia, la voluntad de caminar en solitario de Bunbury... Todo sumó en ese frenazo en seco "para no devorarnos a nosotros mismos", como declararían después. "Aparte de las pulsiones o inquietudes artísticas de cada uno, que tiraban hacia lados diferentes, la relación personal estaba muy tocada", según contaba el vocalista en la edición que El País hizo en 2007 de su discografía. Una historia largamente narrada por expertos como Matías Uribe, Pep Blay o Michel Royo.

El fin de Héroes llevó al póquer de artistas en direcciones opuestas: Bunbury, quien alcanzó mayor reconocimiento, lleva editados ocho discos de estudio y varios directos; Juan Valdivia lanzó Trigonometralla en 2001; Joaquín Cardiel colaboró con Bunbury en su primer álbum y presentó en 2014 Palabras; mientras que Pedro Andreu disfrutó de sus propias bandas: Puravida, DAB y, en la actualidad, La Red.


Tras la despedida, la discográfica EMI siguió parasitando el legado del grupo. Así, desde su desaparición en 1996, no han pasado más de tres años sin que aparezca algún recopilatorio o rareza, sumando más de una veintena (el último, el año pasado, fue la reedición conmemorativa del 25º aniversario de Senderos de traición, el LP que les catapultó definitivamente). 

En 2007, a través de un comunicado bomba, los cuatro héroes (a los que se sumó Gonzalo Valdivia, hermano de Juan, como segunda guitarra) anunciaron una gira de 10 conciertos por América Latina, Estados Unidos y España. Buena muestra de la pasión latente por la banda fue el colapso que sufrieron los cajeros y la web de Ibercaja, puntos virtuales de venta de entradas, así como la avalancha de personas (sacos de dormir incluidos) en los aledaños de las tiendas Tipo y El Corte Inglés en busca de billetes para un tour que no defraudó a nadie.

Esa gira para "cerrar heridas", según los músicos, se concibió como única, sin posibilidad de que cristalizara en un regreso. Pero los rumores sobre el posible retorno no se evaporaron tras el último concierto y, con el lanzamiento de Live at Germany (2011), todos los miembros (excepto Bunbury) dejaron la puerta abierta. Las elucubraciones crecieron tanto que, en julio de 2013, un comunicado firmado por "el grupo" aparcó la posible reunificación. Aunque la reedición de Senderos de traición en octubre de 2015 volvió a abrir el debate.

Pese al silencio, Las Líneas del Kaos sigue en activo como club de fans oficial; Warner (que adquirió el sello EMI) aún mantiene una web autorizada; proyectos como Tierras del Silencio continúan proporcionando material inédito; y más de una veintena de grupos (sólo contando los de España) les tributa prácticamente cada fin de semana. Además, el Día H, creado tras la gira de 2007 por los seguidores como homenaje mundial a la banda, sigue sumando apoyos: el pasado 22 de octubre celebró la novena edición con la participación récord de 11 países de Europa y Latinoamérica en numerosos eventos. Incluso el propio Juan Valdivia, poco dado a los actos públicos, envió un mensaje de agradecimiento. 

A comienzos de este año, tuve la ocasión de entrevistar a Pedro Andreu, quien aseguró sobre un futuro regreso que "el grupo mantiene conversaciones". La continuidad de uso del término grupo, además de otras afirmaciones a favor del retorno ("considero que no debe quedarse ahí", "procuro poner mi granito de arena para que no se pierda""lo dejo en un 'ojalá' y ya se verá"), denotan las ganas del batería, que incluso se ha subido al escenario en varias ocasiones con músicos que tributan a la banda aragonesa. Su esperanza, compartida por generaciones de heroinómanos, se mantiene tan viva que, en cualquier momento, podría romper el estruendoso silencio que envuelve a los Héroes.

sábado, 15 de octubre de 2016

Invertir en la muerte

Las mañanas de sábado de mi infancia se veían interrumpidas de cuando en cuando por un timbrazo, que dejaba la siguiente respuesta de mi padre al inquirirle por la visita: "El de los muertos". Cuatro palabras que me descargaban un escalofrío en el cuerpo al imaginarme a un señor oscuro, sin rostro y con una pila de cadáveres a sus espaldas arrastrándose por las escaleras del portal hasta llegar a nuestra puerta. 

En una de esas mañanas perturbadas por el telefonillo, ya próxima a mi adolescencia, me cargué de valor para asomarme a la puerta y poner cara a ese siniestro personaje. Una simpática sonrisa acompañada de una pronunciada barriga rompieron mis esquemas mentales (del montón de cuerpos sin vida, ni rastro). En ese momento quedó resuelto el enigma: "El de los muertos" no era más que el empleado de la compañía aseguradora que venía a cobrar el recibo. 

La dialéctica ha cambiado tanto en los últimos años que "los muertos" de ayer son hoy "seguros de decesos". La estética también ha hecho lo suyo: ahora se publicitan con señoras sonrientes de avanzada edad que corren por una playa en compañía de sus familiares. Bajo esa denominación, estas pólizas realizan un servicio repetido miles de veces a diario: traslado en féretro al tanatorio, flores, desplazamiento al camposanto e inhumación o incineración del finado.

En España, según la OCU, morirse cuesta, de media, 3.545 euros. Algunos prefieren pagar a plazos su propia muerte (y así no dejar el pufo a sus descendientes), lo que podría estimarse como una especie de plan de pensiones con ataúd acolchado. Toda una consideración, por otra parte, que no ha llegado a mi generación: el síndrome de Peter Pan, azuzado por esos contratos postmileuristas, convierten en un lujo este tipo de seguros.  

La visión de la muerte también ha mutado con el paso del tiempo. En nuestros días, los edulcorantes que nos colocan desde el Gobierno y la factoría Disney hacen que pensar en la caída del telón sea un tabú en Occidente, tan preocupado de la eterna juventud. En cambio, las generaciones más veteranas ven cerca el final sin ningún tipo de drama. Se muestran más humanos que nosotros, atendiendo a una de las principales características que nos diferencia de los animales: la conciencia de nuestro fin. 

Desde que salí del vientre de mi madre comencé a pagar por mi muerte, gracias a la previsión paterna. Una suerte de oxímoron macabro si se piensa con frialdad. Aunque reconozco que, cada vez que sale el tema, no puedo evitar sonreír cuando mi padre me suelta muy sereno: "Cuando te mueras, te va a salir casi gratis". 

sábado, 1 de octubre de 2016

Cerveza sin gas

Si reposa demasiado, la espuma se evapora, las burbujas desaparecen. Se calienta, poco a poco malogra sus propiedades. De lata o de barril, aunque esté bien tirada y se incline el vaso 45 grados para servirla, la cerveza pierde fuerza. Una realidad incontestable que conocen tanto los bebedores de rubia como los que esperan en exceso.

La espera, al igual que la cerveza, puede convertirse en un arte, como sabe muy bien cierto político gallego. Para Camus, era una de las razones para que los tristes lo estuvieran (la otra era que ignoraran; de hecho, en muchos casos, esperar es una forma de ignorar la ausencia de efectividad de la propia espera). 

"(...) Aquí, los afortunados, con dinero, influencias o suerte, obtenían visados para Lisboa, la antesala del Nuevo Mundo. Pero los otros, esperaban en Casablanca. Esperaban... esperaban... esperaban...".

El arranque del clásico de Michael Curtiz, donde resume el destino de los que huían de una Alemania nazi en pleno apogeo, sigue siendo válido para explicar la sociedad actual. Cámbiese Lisboa por una una meta al azar (grande, mediana, pequeña) y resultará la ecuación que nos golpea. Un ascenso laboral, Justicia con mayúsculas, resolver un trámite burocrático, concertar una cita con el especialista, la posibilidad de un cambio social o una palabra de gratitud. Objetivos, ilusiones, deseos, sueños, aspiraciones. Vanos como la espera que los alberga.

Todos aguardamos en Casablanca: ese limbo en el que el tiempo se detiene, nada ocurre, o todo cambia para quedarse igual, con giros continuos de 360 grados. Esa estación donde los trenes pasan y nunca se detienen. Como aquellas nubes de Azorín, "siempre varias y siempre las mismas", que ya miraron otros antes que nosotros, bajo las que el escritor se pregunta: 


"¿Habrá sensación más trágica que aquella de quien sienta el tiempo, la de quien vea ya en el presente el pasado y en el pasado el porvenir?".

La propia RAE entiende que des-esperar ya es quitarse la vida, o al menos intentarlo, cuando se sabe que nada llegará. No se trata de una falta de optimismo patológico, sólo de evidencias, de acceso a la realidad que se cuela por cada grieta, empapando todo de certezas que no dejan resquicio a la esperanza.

No esperen más y apuren su cerveza.

jueves, 15 de septiembre de 2016

¡Qué buenos somos!

Qué buenos somos cuando decimos que sí. Cuando prestamos dinero, cuando apuramos el plato, cuando sonreímos al jefe. Cuando no respondemos a las salidas de tono de los mayores. Cuando no tenemos en cuenta las burlas de los niños. Cuando perdonamos al hermano incluso antes de que nos pida disculpas.

Qué buenos somos cuando no protestamos. Cuando damos un cigarro al extraño que nos para en la calle. Cuando callamos por no discutir. Cuando cedemos nuestro asiento de ventanilla al novio de nuestra compañera de al lado. Cuando devolvemos la sonrisa al dueño del perro que nos ladra. Cuando pagamos la cuenta. 

Sí, qué buenos somos. Cuando guardamos la calma con el camarero que equivoca la comanda. Cuando respondemos a todo lo que se nos pregunta. Cuando tachamos la casilla de la Iglesia en la declaración de la Renta. Cuando felicitamos el cumpleaños por Facebook a los que se han convertido en completos desconocidos.

Qué buenos somos. Cuando aceptamos el gesto de disculpa del conductor que acelera en el paso de peatones. Cuando encajamos con resignación los 10 minutos de cortesía en una cita. Cuando dejamos nuestro disco favorito sin fecha de retorno a la vista. Cuando escuchamos a la vecina que nos retiene en el rellano.

Tan buenos somos... Cuando saludamos primero. Cuando cogemos publicidad a la salida del Metro. Cuando contestamos a las encuestas telefónicas. Cuando retardamos cinco minutos la salida de la oficina. Cuando reímos el chiste malo. Cuando ponemos la otra mejilla.

Qué buenos somos. Cuando no decimos toda la verdad. Cuando escuchamos sin replicar. Cuando hacemos de la paciencia virtud. Cuando damos la razón. Cuando matamos la voluntad. Cuando siempre soy yo y nunca eres tú.  

Dios, qué buenos somos.

jueves, 1 de septiembre de 2016

Un verano en Rusia

La última puesta de sol que prologa septiembre es un agujero de gusano que nos lleva sin remedio a una palabra, verano, que mañana ya no tendrá sentido. Me transporto así al Este, a la tierra donde un águila bicéfala abarca con cuatro ojos el perímetro terráqueo. Contradictoria, como ese lugar denominado a la vez capital zarista y cuna de la revolución: San Petersburgo.

La ciudad de los tres nombres late a lo ancho, exige 10 minutos para recorrer una manzana y esconde tras cada esquina un meandro del Neva. En las fachadas conviven escudos comunistas con tiendas de Gucci en caracteres cirílicos sobre edificios seccionados por el bisturí de las bombas de la Segunda Guerra Mundial. 

Allí donde el 70% de los días llueve, las floristerías abren las 24 horas y los árboles ponen el contrapunto vertical, creciendo en bosques eternos a las afueras. Las palomas, osadas, no levantan el vuelo fácilmente; las arañas adornan con sus telas trenzadas puentes y paredes y los gatos, que hasta cuentan con su propia república, se pasean imperiales, sabiéndose símbolo de una urbe donde los semáforos fabrican atletas olímpicos: 10 segundos en verde para salvar 100 metros de infinita avenida.

La pintura descascarillada del frontis de los bloques de viviendas amaga derrumbe en contraste con unas puertas metálicas, como sacadas de las planchas del Aurora, que siempre abren hacia el exterior. Dentro (fuera zapatos) los altos techos decimonónicos y los amplios ventanales sin persianas marcan el guion, con la bañera y el retrete viviendo en estancias separadas. ¿Quiere un piso con vistas al golfo de Finlandia por un millón de rublos? Observe los anuncios en los vagones de metro, que al país del té y el vodka las burbujas no han llegado.  

El suburbano más profundo del mundo, con escaleras kilométricas, guarda un museo de columnas, mosaicos, estatuas y relieves en estaciones que en nada envidian a las salas de los palacios de Peterhof. Vagones pre-zaristas chirrían a velocidades supersónicas bajo tierra y, en la superficie, viejos Lada se confunden con Audi importados y camiones de riego de los 50. Los autobuses privados, con la palanca de cambios sujeta por celofán, son conducidos por uzbecos y tayikos que compiten con los buses públicos, donde las mujeres-revisoras son ley.

La mayoría femenina llega a todos los estratos sociales, dando lugar a una heterogénea mezcla en las calles entre pintoras de brocha gorda y recias abuelas capaces de descabezar a posibles ladrones. Y más aún que la nieve recién caída resplandece la belleza fría de esas mujeres con piernas infinitas y rostros cincelados que con una mirada desarman.

Sus esbeltas figuras proceden de una dieta al ralentí: desayunos abundantes y comidas mesuradas (esa sopa Borsh...) preceden a cenas frugales o, en ocasiones, inexistentes. Ya lo dicen ellas: "Desayuna para ti, comparte el almuerzo con tu amigo y da la cena a tu enemigo". Y aunque recomienden no beber agua del grifo, en San Peterburgo se bebe. De hecho, el tamaño mínimo de la cerveza descarga medio litro de alcohol en vena, que siempre puede acompañarse de un pitillo, con el Marlboro a 1,5 euros.

En el país de donde siempre vienen los malos de las películas, mi único miedo fue quedar encerrado en el ascensor y tener que pedir ayuda en el idioma nativo. Ni rastro de esa preocupación tan española por tener la fachada impecable, disponer de una tele de 40 pulgadas o hallar un enchufe para recargar el móvil. Incluso una gotera no es una catástrofe. La vida es otra cosa: disfrutar de una conversación animada, la lectura sobre un colchón en el suelo o compartir unos blini con smetana. Ver los rayos del sol ya es un buen motivo para sonreír.

viernes, 15 de julio de 2016

Próxima estación: Itaca

La cuenta atrás hacia agosto, ese mes en el que el país olvida su actividad, marca el comienzo del verano. La Ruta 66 a la española, entre Madrid y Valencia, derrite su asfalto ante los millones de desplazamientos. En todo el Estado, la Dirección General de Tráfico prevé, entre julio y agosto, 84 millones de traslados.

Estamos en la época en la que el espíritu dominguero se extiende a los siete días de la semana, con piscinas, parques, terrazas y parajes serranos atestados de personas. Pero aunque para algunos resulte increíble, quedan seres que deben desplazarse a su trabajo e, incluso, sin disponer de transporte privado. Para ellos, este será un verano especial: la principal arteria del suburbano madrileño sufre una cornada por la que se desangran horas de esperas, kilómetros de ascensos y descensos de escaleras y mala hostia a espuertas.

La Línea 1 de Metro de Madrid, inaugurada en 1919, arrancó el 3 de julio unas obras que paralizarán por completo el tránsito entre Sierra de Guadalupe y Plaza de Castilla hasta el 12 de noviembre. En total, 23 estaciones y 13,5 kilómetros de recorrido. Pese a que la Comunidad ha dispuesto servicios sustitutorios con autobuses de la EMT en tres trayectos, ha obviado el servicio de conexión entre Atocha Renfe y Cuatro Caminos: 10 paradas entre la estación del AVE y una de las zonas más transitadas de la ciudad. Sabina ya no se podrá bajar en Atocha.

El Gobierno regional afirma que las 14  intervenciones se ejecutarán a la vez porque "asegura  una menor afección a los usuarios, que es nuestro principal objetivo" (sic). Desde enero y hasta el mes de mayo (último dato disponible), el metropolitano tuvo más de 255 millones de desplazamientos. La Línea 1, con 38,3 millones, fue la segunda más utilizada, sólo por detrás de la Línea 6, un anillo que recorre toda la ciudad y que contó con 42,6 millones. Ahora, ambas han perdido sus dos puntos de confluencia, en las estaciones de Pacífico y Cuatro Caminos.

Para que los no iniciados en este ferrocarril subterráneo se hagan una idea, el trayecto entre Congosto y Plaza de Castilla en línea directa puede llevar en torno a los 45 minutos. Así, la persona que ahora deba hacer ese camino tendrá el siguiente itinerario:
  1. Dos paradas en Línea 1 hasta Sierra de Guadalupe;
  2. Salida a la superficie, con una temperatura media de 37 grados, para intentar entrar en uno de los autobuses sustitutorios que le lleve a Conde de Casal;
  3. Descenso al centro de la Tierra para desplazarse en la Línea 6 una estación hasta Sainz de Baranda;
  4. Trasbordo a la Línea 9, por la que deberá viajar 10 paradas hasta alcanzar su destino.

Esta odisea a través de tres líneas de metro, un autobús y varios minutos a pie puede suponer para el viajero del caso expuesto entre un 50% y un 90% más del tiempo habitual que emplea en dicho desplazamiento. Y sólo es una de las miles de peripecias que vivirán los usuarios en los próximos cuatro meses.

Los gestores de Metro de Madrid, una empresa pública con más de 1.000 millones de euros de presupuestoun patrimonio neto superior a los 480 millones y una cifra de negocio de 783 millones, puede que no utilicen mucho el transporte con el que juegan al Scalextric con los madrileños. Aunque bastante tienen con diseñar un plan para afrontar la deuda de 659,4 millones de euros con una docena de bancos acreedores que expirará, según sus estimaciones más optimistas, no antes del año 2035. Una deuda que, por cierto, pagamos todos.

No sabemos si para entonces se habrán satisfecho esos préstamos, si el servicio en Línea 1 estará restablecido o si España seguirá jugando a la ruleta rusa con el voto. Sea como sea, nosotros volvemos en septiembre.

viernes, 1 de julio de 2016

Tiempo y libertad

En  su epílogo a Guerra y Paz, Tolstoi reflexiona entre otras muchas cosas acerca de la relación entre la libertad y la necesidad en los actos humanos. La conclusión a la que llega es que esa relación es inversamente proporcional: cuanto más pesa la necesidad, menos cabida tiene la libertad, y viceversa. A su vez, indica tres factores para medir el peso de una variable sobre otra: la interacción del autor del acto con el mundo exterior, el tiempo transcurrido entre el desarrollo de la acción y su estudio y, por último, el conocimiento de las causas que provocan dicho acto.
De esta forma, y según su razonamiento, cuanta mayor relación tengamos con el medio externo, más influencia tendrá en nosotros, y seremos menos libres; cuanto más tiempo haya sucedido entre el hecho que estudiemos y el momento de su observación, menos autónomo nos parecerá; y cuanto mayor sea el conocimiento que tengamos de las causas que lo han desencadenado, menor libertad apreciaremos en él.
"Si me traslado en la memoria a un acto más lejano, de hace diez años o incluso más, entonces sus consecuencias me resultarán aún más evidentes y me será difícil representarme cualquier cosa si aquel hecho remoto no hubiera existido. Cuanto más retroceda en la memoria o, lo que es lo mismo, cuanto más proyecte hacia el futuro mi juicio, tanto más dudosos me parecerán mis razonamientos acerca de la libertad del acto realizado".
El autor ruso presenta así el tiempo como el hilo que hilvana el discurso de nuestra existencia, con el que construirnos el relato de nuestra realidad. El trabajo que elegimos, la novia a la que dejamos marchar o el resultado de las últimas elecciones generales parecen acontecimientos incomprensibles en el momento en que se producen, pero adquieren sentido vistos a través del tamiz de los años.

Nuestro pasado funcionaría así como un puzle, donde cada hecho, cada circunstancia, cada decisión tomada ocupa su lugar para dibujar un paisaje claro de nuestra existencia pasado equis tiempo, hasta arrojar la luz definitiva sobre nuestro presente. Un hoy que a la vez es difuso cuando se observa en el momento en que transcurre.

Esta idea es harto generosa con los hombres, a los que atribuye capacidad de síntesis y una finalidad en cada uno de sus actos. Sin embargo, obvia algo importante, más allá del libre albedrío: la infinitud de la estupidez humana. Sólo así pueden explicarse algunos de los acontecimientos que observamos casi a diario.

Sin hacer mención de esta realidad, el propio autor, ya al final de su exposición, concede que sólo podemos hacernos "impresiones" acerca de la libertad y de la necesidad:

"(...) por mucho que cambiemos nuestro punto de vista, por más esfuerzos que hagamos para explicarnos la relación en que se encuentra el hombre con el mundo exterior, por más comprensible que nos resulte, por más que tratemos de alargar o acortar el período de tiempo, por más que nos parezcan comprensibles o incomprensibles las causas, nunca podremos representarnos la necesidad completa ni la libertad absoluta".

Quedamos así ante una balanza formada por el platillo de los condicionantes (sociales, culturales, biológicos) y el de la capacidad de elección: en ocasiones, ésta se desequilibrará de un lado, para hacerlo del segundo en otras tantas. Pero con independencia de las veces que pese más la necesidad o la libertad, la parte más importante del artilugio se sitúa en el fiel: la pieza que marca la igualdad de los pesos comparados queda en manos de un tiempo que acaba por desequilibrarnos a todos.

miércoles, 15 de junio de 2016

La vida de los otros

No hace falta encender la televisión y conectar con uno de los muchísimos programas de telerrealidad que inundan la parrilla para conocer los entresijos de la existencia ajena. Ni siquiera los que huimos de ese estilo de vida, el de husmear en las miserias del otro, podemos escapar de conocer qué hacen y dejan de hacer nuestros compañeros de comunidad.

La edificación de vivienda en España, un país cuyos gobernantes presumían de construir más casas que en Alemania y Francia juntas, ha facilitado que todos nos convirtamos en oyentes forzados del otro. La cifra de propiedades promovidas por las autoridades ha ocultado el tipo de hogar que estaban levantando para sus ciudadanos (por no hablar del precio). Así, nos encontramos con que el 80% de los domicilios está mal aislado. Si a esto le sumamos que el nuestro es uno de los estados más ruidosos del mundo, la ecuación conduce de manera inexorable a un voyerismo involuntario.

Esta realidad, además de agotar la paciencia del sufriente vecino, abre una puerta a conocer qué tipo de personas nos rodean. En mi caso, los ruidos del vecino de arriba me han dado las líneas maestras de su privacidad: aficionado del Atlético, seguidor de Leiva, gusta de alzar la voz con sus amigos, aunque cuando comparte espacio con su pareja (la misma que calza tacones desde que sale de la cama) encaja los gritos sin respuesta. Para los más morbosos, sobre su vida sexual sólo puedo atisbar que es escasa, o al menos la única actividad que realizan en silencio. 

Todo esto quizás tenga un lado positivo: en caso de que algún día se descubra a un asesino en potencia viviendo encima de mí, podré aportar a la prensa algo más del ya clásico "era un buen chico, siempre saludaba en el portal". Eso y encontrar material para escribir un mal relato acerca del prototipo de urbanita europeo del siglo XXI.

Más allá del resto de sonidos provenientes del interior del edificio (puertas, ventanas, ascensores, perros, aspiradoras, televisores, radios, muebles...), el vaivén de coches se ha convertido en algo así como el incesante oleaje de una playa. Pero en lugar de agua contra las rocas de una costa en calma, son motores grasientos los que rugen. Y cada fin de semana de verano, la discoteca situada a cuarenta metros del balcón ofrece música gratis a todo aquel que no sufra de sordera aguda, con una variedad que no suele desviarse mucho del reguetón.

Así nos vemos, convertidos en inconscientes agentes de la Stasi con el único afán de disfrutar de una calma que se nos niega. Sólo una petición a Gobierno, comunidades autónomas, ayuntamientos, promotoras, concejales de urbanismo, constructoras: cuando decidan volver a hinchar la burbuja inmobiliaria, por favor, utilicen materiales aislantes de calidad. Aunque nos incrementen el precio otro 50%. Una precariedad en silencio siempre se sobrellevará mejor.

miércoles, 1 de junio de 2016

El equipo del pueblo

En los últimos años, una sentencia ha calado entre los aficionados al fútbol como un verdadero mantra: el Atleti es el equipo del pueblo. Incluso, muchos seguidores de otros clubes han comprado la frase que lanzara Simeone por primera vez allá por septiembre de 2014. "El pueblo normalmente toma como referencia a la gente que más necesita esforzarse para tener logros. Nosotros somos un equipo de pueblo y por eso la gente se nos acerca", decía. 

No se puede poner en duda ese sacrificio, demostrado desde entonces en numerosas ocasiones. La última, en una final algo confusa y cruel para sus intereses. Aunque generalizar esa "gente que más necesita esforzarse" a una entidad que maneja el tercer presupuesto de la Liga para convertirla en "el equipo del pueblo" parece algo demagógico osado.

Entre la resaca de la final de Champions, el 92º aniversario que el Rayo Vallecano cumplió el pasado domingo fue ignorado incluso por los medios deportivos de primer nivel. Sólo Mundo Deportivo, a través de un teletipo de la agencia Efe, se hizo eco de la efeméride. Ni una triste mención en los dos grandes diarios del sector, volcados en la cobertura de la final continental.

Casi un siglo de vida para un equipo que comparte ciudad con los últimos finalistas de la Copa de Europa es mucho. Muchísimo. Más cuando el 44% de españoles se declara aficionado del Real Madrid o del Atlético. Quizás por ello muchos suelen definirlo con un adjetivo, "simpático", que siempre lleva asociado un punto de paternalismo y superioridad por parte del hablante sobre el objeto de conversación.

El Rayo arrastra una masa social de más de 11.000 personas en una barriada compuesta por dos distritos con 325.000 habitantes que concentra el 15% del paro de la capital. Estamos ante un histórico que ha devuelto con propuestas futbolísticas valientes el apoyo de los aficionados. Y que además se ha implicado en proyectos sociales tangibles, lejos de las declaraciones grandilocuentes. El más conocido, el del pago del alquiler de la vivienda a una vecina de 85 años para evitar su desahucio.

Su descenso a Segunda, con una despedida a los jugadores digna de héroes clásicos, conduce al equipo de Vallecas a una nueva travesía por el anonimato. Ahora habrá que rebuscar en los breves de la prensa deportiva para conocer sus andanzas. Como ocurrió en su paso por la Segunda B, cuando apenas medio millar de devotos arropaba a la plantilla en tardes soporíferas ante desconocidos como el Raqui San Isidro. O en la etapa posterior en Segunda, en la que un escaso centenar de locos acudía al campo de La Torre a ver al conjunto femenino, campeón en tres ocasiones de una Superliga sin ninguna cobertura mediática.

Para Simeone, el suyo es el equipo del pueblo. Michel, ex capitán franjirrojo, prefiere definir a su club con estas palabras: "El Rayo para Vallecas es una identidad. Una identificación para que la gente sepa lo que es Vallecas a través de un club de fútbol: humildad, trabajo, compañerismo y, sobre todo, orgullo". Ni más ni menos.

domingo, 15 de mayo de 2016

El progreso

Pasa otra tarde sin que Skynet se haya levantado contra los humanos. Parece que John Connor aún no ha regresado del futuro para prevenirnos de las consecuencias de nuestros actos. Aunque a algunos ya nos miran como si estuviéramos tan desequilibrados como Sarah Connor. La revolución digital no trae rayos láser ni robots asesinos, pero plantea un trueque perverso: unas cuantas comodidades más por unos miles de nóminas menos.

No hace tanto (se confirma: no nacimos con un móvil en la mano), hubo un tiempo en que la gente se miraba a la cara en los vagones de metro. Y en que ciertas cosas que hoy son tan corrientes como cortarse las uñas no pasaban del mundo de los sueños. Pagar con el teléfono sin llevar un euro encima, comunicarse con la otra punta del mundo gratis, comprar en el súper desde el ordenador de casa, viajar en un taxi sin licencia a mitad de tarifa o volar en avión a precios irrisorios no se consideraban ni como hipótesis.

Estos actos nos facilitan la vida, además de ahorrarnos un buen pico. Y el que esté dispuesto a renunciar a ellos, que saque el smartphone del bolsillo y lo arroje al retrete. Pero como casi siempre, la cara B no suele sonar tan bien. La llamada transformación digital, que parece se llevará todo lo que huela a humano por delante, supone para las empresas asentarse en un nuevo modelo de negocio con una ecuación clara: aumento de la facturación a través de la disminución de plantilla. Menos es más.

Bancos; compañías textiles, papeleras, envasadoras, ganaderas, de automoción, logísticas, hoteleras, medios de comunicación... El digital first abre un horizonte, cuanto menos, incierto. De hecho, los grandes gurús en Recursos Humanos afirman que el 80% de los jóvenes de hoy trabajará mañana en empleos que aún no existen. Es decir: fórmate a ciegas con la conciencia tranquila, porque todo el tiempo y esfuerzo que inviertas en tu futuro puede que no sirva absolutamente para nada. 

Mientras tanto, nuestros gobernantes salen al paso buscando nuevos acuerdos comerciales en cualquier parte del mundo, que nos facilitarán, por ejemplo, comer carne transgénica por un módico precio. Un avance más que te permitirá sustituir ese filete mohoso de la nevera por otro con buen aspecto que te acompañará durante semanas.

Cuando la recesión económica (que dicen los técnicos) aún no se ha ido, se otea otro meneo considerable. Todo serán facilidades, pero sin importar quién quede en el camino. Al ritmo que vamos, la crisis será haber nacido.

domingo, 1 de mayo de 2016

Promoción del 97

A veces me despierto con la sensación de que el mundo ha avanzado mucho más rápido que la escasa capacidad de asimilación de mi cerebro. Como si por mis 33 años hubieran pasado, al cambio, dos siglos en mi entorno. Me da la sensación de que todo lo que aprendimos en el colegio o en casa se ha quedado tan obsoleto como la implantación del Trivium y el Quadrivium en una escuela de ingeniería bioquímica.

Será la consecuencia de ser un subproducto de la EGB y un experimento de los primeros planes de la LOGSE (conclusión: dos diplomas para la misma educación obligatoria firmados por un rey jubilado). O de haber creído ese discurso machacón que decía: "si estudias, llegarás a algo en la vida; si no, serás un desgraciado". Mirando a los concursantes de cualquier reality me pregunto dónde estarán los que me asesoraron.

Cuando veo a esos críos que apenas levantan tres palmos del suelo jugar con un móvil o una tablet, recuerdo que mi primer teléfono llegó junto a mi derecho al voto. Entonces éramos unos adolescentes raros, que para volver a ver a aquella chica repetían local el fin de semana siguiente. También los últimos que bebimos con 16 años en los bares, cuando el garrafón era el mismo que ahora, pero a la mitad de precio.

Aquel era un tiempo en el que el fútbol se escuchaba más que se veía: sólo había un partido televisado a la semana y siempre en abierto (el pay per view era todavía un esbozo de alguna mente maquiavélica). Seguíamos las polémicas radiofónicas entre García y De la Morena y veíamos los goles de la jornada mientras nos cachondeábamos de las orejas de Reyero en el primer Fútbol es Fútbol.

Para nosotros, las start up no pasaban de dos conceptos que siempre aparecían en las máquinas recreativas cuando echabas cinco duros (el emprendimiento  era algo que ni sabíamos separar por sílabas). Y es que sólo había dos tipos de personas: empresarios y trabajadores. Si nacías con dinero, podías pertenecer al primer grupo; si no tenías tanta suerte, la fuerza de tu trabajo era lo único que hablaba por ti.

Después crecimos, metimos con respeto un pie en el universo digital y nos encostramos en casa de papá hasta que la burbuja del ladrillo nos dio una tregua. El problema es que, cuando llegamos a las empresas, los últimos contratos indefinidos ya se habían repartido y tuvimos que vivir como precarios de saldo

Hoy a lo único que aspiramos es a conservar un mileurismo que se descojona cuando le hablas de la futura pensión. A cambio, las palabras de amor más bonitas que nos dedican es que somos el mejor nicho de mercado.

viernes, 15 de abril de 2016

Principio de incertidumbre

Estos tiempos nuestros parecen impregnados por una constante indefinición vital. El futuro se escribe prácticamente cada hora, con cambios sustanciales que modifican lo planificado una y otra vez, como un mal guion de cine. El enunciado de Heisenberg, reservado a la física cuántica, lo ratificamos a diario desde que abrimos los ojos.

Al final, uno acaba definido por sus amigos, sus ex novias y sus empleos. Los primeros se pierden al convertirse en desconocidos, las segundas escapan cuando te conocen y los últimos te queman sin obtener ningún reconocimiento a cambio. Y esas tres variables sólo devuelven una única certeza: tarde o temprano, se evaporarán como si jamás hubieran existido.

Algo que debería resultar sencillo, como es concertar una simple cita con nuestros seres queridos, se vuelve una misión imposible. ¿Quién no tiene pendiente aún esas cervezas con aquel amigo desde hace meses? La facilidad de comunicarse vía móvil da también paso a las cancelaciones de última hora, un convencionalismo social tan aceptado ya como el de ceder el asiento a una anciana en el autobús.

Las cosas no tienen un cariz más estable en las relaciones sentimentales. Hace décadas, los mismos ojos que intuías detrás del velo eran aquellos que te lloraban junto a tu mortaja. Hoy, permanecer seis meses continuados con la misma pareja tendría que convalidarse por un título de experto matrimonial. Por no hablar de ser padre, toda una heroicidad sólo al alcance de unos pocos incautos valientes.

En lo laboral, la amenaza del paro siempre sigue ahí, como el dinosaurio de Monterroso. Hacer números a, pongamos, 20 años vista se transforma en una osadía equiparable a la conquista del espacio a bordo de un globo aerostático. Pedir una hipoteca con la pretensión de pagarla resulta tan temerario como creer en la palabra de un político.

No sabemos qué suelo pisaremos mañana, quién dormirá a nuestro lado o cómo nos llevaremos el pan a la boca. Sólo manejamos simples esbozos, trazos gruesos que no sirven para dibujar una estampa identificable, quedando condenados a vivir en un perpetuo día a día

viernes, 1 de abril de 2016

De bodas

Tengo tres invitaciones de boda para lo que resta de año (de la cuarta y el funeral aún estoy pendiente). Pese a esto, parece que en España hemos dejado de casarnos. Lejos quedan los 271.347 enlaces celebrados en 1975, según el INE. Antes de que llegara la desaceleración económica uniformemente acelerada (perdón, crisis), en 2007 se casaron 201.579 parejas. A partir de ese año, el dato siempre ha estado por debajo de las 200.000. 

Va a ser cierto eso de que cuando la pobreza entra por la puerta, el amor salta por la ventanaDe hecho, en 2013 llegó el drama, cuando se dieron el sí, quiero menos que nunca: 153.375 parejas. Y los pocos que aún se acercan a los juzgados y los altares, lo hacen más viejos. En 2007, por ejemplo, ellos se casaron, de media, con 29 años y ellas con 28. En 2014, ellos se pusieron la alianza con 32 y ellas con 30.

Las bodas, como todo en esta vida, son cuestión de gustos. Algunos las definen como la demostración de amor más bonita; otros, prefieren el más castizo "te casaste, la cagaste". Según ese oráculo moderno que es Google, las bodas son (en sus tres primeras búsquedas): "un negocio", "tradiciones" y "horteras". En lo que sí hay mayor consenso es en que la protagonista va de blanco y al lado lleva a un señor de negro con el que al final se besa. Para el resto de invitados, el color va entre el rosa pastel y el marrón de la pasta que se dejan.

Y hasta en eso han cambiado las cosas. Antes, el clásico sobre no podía faltar en el momento en que el padrino repartía los puros. (Nota: mis padres cuentan cómo en su boda se encontraron varios sobres vacíos, y es que la sinvergonzonería del mundo nunca cambiará). Ahora, algunas invitaciones vienen con un número de cuenta bancaria, para que no haya dudas. Y por supuesto ya no se puede fumar en la mesa, no vaya a ser que a la abuela le entre tos.

Lo que permanece es el negocio que supone para los que rodean a los tórtolos. Según un estudio de 2012, el coste medio del enlace es de 23.262,34 euros (más caro por la Iglesia, por aquello de roncar como un sochantre, imagino). Al año, las bodas mueven 3.615,7 millones de euros (un 0,34% del PIB de 2011). Los gastos de hostelería (57,8% del pastel), viajes de novios (12,39%) y listas de bodas (5,59%) son los que más consumen. Y la boda tipo se programa en la segunda mitad del año (81% del total); se celebra en hoteles, salones o restaurantes (53%); tiene entre 100 y 200 invitados (57%) y un precio por cubierto de entre 100 y 150 euros (50%).

Entre tanta cifra, algo de amor quedará para los cónyuges. Al menos, antes de que la SGAE irrumpa en el baile nupcial factura en mano a demandarles 129,04 euros (incrementables en 0,5166 euros a partir de 76 invitados) por usar música. Al final, acabarán cobrándonos por cantar a capela el Paquito el chocolatero.

Y que vivan los novios.

martes, 15 de marzo de 2016

Teoría de la relatividad

Mi amigo Pedro fue despedido hace unos días. Algunos prefieren usar la expresión "perder el trabajo", como si el empleo fuera una moneda que se lleva en el bolsillo y se extravía por un descuido. Como él, 4.152.986 personas cogieron la puerta de salida de la empresa en la que se dejaron la piel con invitación exclusiva al antiguo Inem.

Su caso ya no es noticia. El discurso oficial, ese que dice que hay que acostumbrarse a los recortes, que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, que es insostenible el sistema de pensiones, ha calado tan hondo que un desempleado más tiene el mismo valor que una miga de pan sobre el mantel. 

Ya dijimos hace algunas tardes que la frase "hay que dar gracias de tener trabajo" resumirá a una generación entera. Y ahí es cuando vienen los relativistas con sus comparaciones de éxito: en ciertos países están mucho peor, hay mucha gente que no tiene qué comer, otros viven con un euro al día, etcétera. La demagogia hace que estos comparadores, que suelen ocupar posiciones acomodadas, obliguen al resto a dar gracias por su suerte.

Es curioso que esa teoría de la relatividad se base siempre en que el sujeto perjudicado es confrontado con personas que viven situaciones dramáticas. La comparación va, así, de arriba abajo: mira los que viven mucho peor y consuélate con tu situación. Nunca va de abajo arriba, esto es: para que algunos vivan muy bien, tú tienes que ser un peón útil a bajo coste. O, directamente, salir del tablero. 

Cuando piensan por nosotros, resulta mucho más cómodo. Una idea dada, avalada por decenas, centenares, miles de mentes pensantes, que se instala de forma sencilla en cerebros ajenos. El problema llega al detenerse para analizar esas palabras. Al ver las costuras de esos argumentos. 

Lástima que, para cuando se desvelen sus falacias, ellos ya estarán lejos y con los bolsillos llenos. Y sus hijos no necesitarán recurrir a una ETT para pagar recibos. 

Mucho ánimo Pedro.

martes, 1 de marzo de 2016

Silencio

Hay gente que maltrata el silencio. Lo perciben como un enemigo. Sufren ante él. Les da pánico. Consecuencia: intentan abatirlo a base de palabras huecas. El estado del tiempo, el último partido del Madrid, lo cara que está la vida... Cualquier tema de conversación es válido para ahuyentar ese fantasma invisible que atrona en su mente. 

Conozco a personas capaces de disparar quinientas palabras por segundo con tal de huir del silencio. Golpean tan duro que, cuando callan, no recuerdas nada de tu vida anterior a sus palabras. Te acorralan en un círculo de sentencias sin más sentido que su pavor a escuchar el ruido del Universo. Son capaces de afirmar y negar en una misma frase la existencia del demonio. O la paternidad de sus hijos.

Esas palabras, paradojas, están más vacías que el silencio del que pretenden escapar. Para dar más énfasis a su discurso (lo llamaremos así en un acto de generosidad), suelen acompañarlo con gritos. Para que todos sean conscientes de que están allí, ellos, valerosos guerreros del ejército contra el silencio.  

Dicen que hay silencios incómodos. Quienes así los llaman, no piensan en la incomodidad de sus palabras. Me imagino a esas personas en sus casas, solas, hablando delante del espejo, charlando con sus zapatos, dando réplica a los tertulianos televisivos o indagando sobre el estado de salud de su retrete.

Es más fácil matar al silencio que valorarlo. Clasificarlo, enjaularlo, ponerle un corsé para que no respire. Quienes lo hacen, cuentan con la ventaja de que su enemigo no usará sus mismas armas. No mutará su estado para declarar sus intenciones. Y es que un silencio que necesita de explicación tiene el mismo sentido que un chiste que debe ser aclarado

Igual que se encarcela a los asesinos, ciertas gentes deberían ser condenadas a penas de silencio. Delito: aburrir sin medida. Pena: doscientas tardes de silencio. Sin recurso posible. El Medio Ambiente agradecería esta rebaja de la contaminación acústica. El resto de la humanidad lloraría emocionada ante el corte del suministro de estupideces. En silencio. 

Y bueno, ya me callo. 

lunes, 15 de febrero de 2016

Muertos de tercera

El egoísmo es uno de los compañeros de viaje más fieles del hombre durante toda su vida. Le empuja a anteponer su interés por delante de todo, a pensar que su esfuerzo siempre es el mayor, que su opinión es la más acertada o que su hijo es el más inteligente. El problema no pasaría de una simple actitud infantil si no le llevara a despreciar al de enfrente con unas maneras tan burdas que insultan a la inteligencia.   

El caso de los titiriteros es un buen ejemplo de ese "mirarse el ombligo" tan fieramente humano. La detención de dos miembros de una compañía de marionetas por supuesta apología del terrorismo ha sido defendida desde un sector muy definido de la sociedad por "faltar al respeto a las víctimas y a sus familiares". Bien.

Lo que chirría es que muchos de esos que se llevan las manos a la cabeza desprecian de forma sistemática a otras víctimas: las que fueron ejecutadas por el Gobierno español a partir de 1939. Esto es, en el período inmediatamente posterior a la guerra, ya sin trincheras de por medio, en el que miles de personas fueron asesinadas hasta una década después del final del conflicto.

De entre todas las excusas que emplean estos tipos para despreciar a esos damnificados, la de reabrir las heridas es la más recurrente. Como si dar digna sepultura a un ciudadano que murió por un tiro en la espalda pudiera provocar un levantamiento popular. ¿Acaso tiene la dignidad humana fecha de caducidad? Igual que los derechos de autor, ¿pierde vigencia el respeto a los muertos una vez pasado cierto tiempo? Entonces, ¿el menosprecio a las víctimas de ETA podrá ejercerse impunemente a partir de, pongamos, el año 2085? 

Casualmente, estas personas suelen ser las mismas que se indignan cuando un ayuntamiento pretende cambiar el nombre de las calles con connotaciones franquistas. No estaría de más recordar a estos defensores del imperio de la Ley, capaces de sostener la aplicación de un régimen FIES a dos comediantes por apología del terrorismo, que la Ley 52/2007, en su artículo 15, dice lo siguiente: "Las Administraciones públicas, en el ejercicio de sus competencias, tomarán las medidas oportunas para la retirada de escudos, insignias, placas y otros objetos o menciones conmemorativas de exaltación, personal o colectiva, de la sublevación militar, de la Guerra Civil y de la represión de la Dictadura".

En este país, donde a la justicia se le llama revancha, a la memoria se la equipara con la ira y al recuerdo con el odio, mientras siga existiendo una categorización de los muertos, nunca despertaremos de nuestras pesadillas. No cuesta tanto: basta una lápida y un poco de respeto.

lunes, 1 de febrero de 2016

Mañana

La ignorante felicidad de la infancia suele durar hasta que tomamos conciencia del tiempo. En ese estado pre-adulto, no sabemos cuándo es nuestro cumpleaños, qué día vienen los Reyes Magos o si vivimos en lunes o viernes. Es un tiempo detenido, en el que sólo cuenta lo que los mayores llaman el ahora.

No recuerdo cuando tomé por primera vez conciencia del tiempo. Quizás fuera en la Primaria, en esos minutos previos a las 16.30 horas; esperaba el rugido de la campana para salir de clase y regresar al colegio, fuera del horario lectivo, con varios amigos y una pelota. Saltábamos la valla para jugar en unas pistas de asfalto, donde una caída suponía un buen costurón.

Desde ese momento, el tiempo manda en mi vida, muy a mi pesar. Tanto que hasta me hace perder la noción del propio tiempo. Esto es: pensar en un instante que no existe aún y del que no tengo una certeza absoluta de que vaya a existir jamás. Creo que no soy el único al que le ocurre, aunque no me sirve de consuelo.

En la época estudiantil, los colegiales sueñan con el verano. Ven el período de exámenes como una pasión católica que debe sufrirse antes del paraíso de sol y playa. Esa etapa, más o menos, va desde los 5 años hasta los 23. O por lo menos, en el pasado era así; antes de que la cola del paro devolviera a los jóvenes a las aulas para formarse en un empleo que no existe (otra vez la espera de una época futura...).

Cerrado el ciclo de libros y apuntes, llega el turno de pagar impuestos y facturas. Cambia el objetivo: ya no miramos al verano. Nos basta con llegar al fin de semana para romper la rutina. Y en esas, deambulamos por trabajos sin futuro, con la fecha de vencimiento que marcan los contratos. (Los políticos nos resuelven la caducidad de los yogures; de los contratos prefieren no hablar). Y los que no los tienen, esperan un futuro en el que poder gritar "vivan las caenas".

El año que viene... El próximo verano... En el puente... El fin de semana... Mañana... Categorías temporales vaciadas de contenido. Vamos postergando la felicidad a un futuro que no existe. El deseo de lo que pensamos que vendrá nos mantiene atados a la vida. Como el apostante que se consuela con su resguardo de la Primitiva recién sellado dentro de la cartera.

¿Y si ese tiempo deseado no llega nunca? ¿O no se parece tanto a lo imaginado? Muchos prefieren no pensarlo por miedo a detenerse. Por temor a frenar su inercia. Por no atreverse a romper el tiempo. Quizás no estaría de más recordar a ese niño que fuimos, que sin saber que los meses tienen 30 días o el día 24 horas, se limitaba a exprimir cada segundo, sin ni siquiera tener conciencia de su ser.