domingo, 1 de mayo de 2016

Promoción del 97

A veces me despierto con la sensación de que el mundo ha avanzado mucho más rápido que la escasa capacidad de asimilación de mi cerebro. Como si por mis 33 años hubieran pasado, al cambio, dos siglos en mi entorno. Me da la sensación de que todo lo que aprendimos en el colegio o en casa se ha quedado tan obsoleto como la implantación del Trivium y el Quadrivium en una escuela de ingeniería bioquímica.

Será la consecuencia de ser un subproducto de la EGB y un experimento de los primeros planes de la LOGSE (conclusión: dos diplomas para la misma educación obligatoria firmados por un rey jubilado). O de haber creído ese discurso machacón que decía: "si estudias, llegarás a algo en la vida; si no, serás un desgraciado". Mirando a los concursantes de cualquier reality me pregunto dónde estarán los que me asesoraron.

Cuando veo a esos críos que apenas levantan tres palmos del suelo jugar con un móvil o una tablet, recuerdo que mi primer teléfono llegó junto a mi derecho al voto. Entonces éramos unos adolescentes raros, que para volver a ver a aquella chica repetían local el fin de semana siguiente. También los últimos que bebimos con 16 años en los bares, cuando el garrafón era el mismo que ahora, pero a la mitad de precio.

Aquel era un tiempo en el que el fútbol se escuchaba más que se veía: sólo había un partido televisado a la semana y siempre en abierto (el pay per view era todavía un esbozo de alguna mente maquiavélica). Seguíamos las polémicas radiofónicas entre García y De la Morena y veíamos los goles de la jornada mientras nos cachondeábamos de las orejas de Reyero en el primer Fútbol es Fútbol.

Para nosotros, las start up no pasaban de dos conceptos que siempre aparecían en las máquinas recreativas cuando echabas cinco duros (el emprendimiento  era algo que ni sabíamos separar por sílabas). Y es que sólo había dos tipos de personas: empresarios y trabajadores. Si nacías con dinero, podías pertenecer al primer grupo; si no tenías tanta suerte, la fuerza de tu trabajo era lo único que hablaba por ti.

Después crecimos, metimos con respeto un pie en el universo digital y nos encostramos en casa de papá hasta que la burbuja del ladrillo nos dio una tregua. El problema es que, cuando llegamos a las empresas, los últimos contratos indefinidos ya se habían repartido y tuvimos que vivir como precarios de saldo

Hoy a lo único que aspiramos es a conservar un mileurismo que se descojona cuando le hablas de la futura pensión. A cambio, las palabras de amor más bonitas que nos dedican es que somos el mejor nicho de mercado.

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