martes, 15 de noviembre de 2016

Loterías

Euromillones –martes y viernes–, cinco euros. Primitiva –jueves y sábado–, dos euros. Bonoloto –lunes a sábado–, tres euros. Gordo de la Primitiva –domingo–, un euro con cincuenta. Quiniela –domingo–, un euro con cincuenta. Ahí van 13 euros. Sin contar Lotería Nacional, Quíntuple Plus, Lototurf o el celebérrimo cupón de la ONCE (los ciegos, para los nostálgicos de un léxico ya muerto que no conocía de correcciones políticas).

Fuera por sentirse ofendida o por simple sadismo, esta organización castigó a varias generaciones enteras con una sintonía que resuena en todas las cabezas de los mayores de 30 años. De hecho, mientras escribo estas líneas, la percibo nítida al comprobar que he vuelto a "contribuir con una gran labor social" en su sorteo del pasado día 11 de noviembre. Para ello, me ha tocado lo de siempre: perder. 

Como ocurre desde la noche de los tiempos, siempre que unos pierden, otros ganan. Y en materia de juego, el Estado (más allá de jugar con la vida de jubilados, dependientes, trabajadores, estudiantes...) sabe bastante. De hecho, por las ventas de todas las modalidades de su marca Loterías y Apuestas, en 2015 se embolsó 8.779,71 millones de euros. Y, una vez entregados los premios (de los que también se lleva un generoso 20%), se quedó 3.287,01 millones de euros limpios, un 4,9% más que en 2014.

Estos datos, publicados por la Dirección General de Ordenación del Juego del Ministerio de Hacienda, dejan claro que, como a Serrat, al español –además del vino– le gusta el juego. Y mucho. Tanto que, si se tiene en cuenta todo el repertorio de azares legales –bingos, casinos, tragaperras, apuestas deportivas, rifas, loterías, concursos...–, el año pasado nos gastamos 33.396,17 millones de euros, un 11,6% más que el anterior. 

Ya sea la maldita ilusión de todos los días, la suerte que acompaña o ese calvo que mira de reojo, el caso es que nos lanzamos de manera irracional a cambiar papel moneda por ese otro con números impresos. Aunque, casi siempre, éste no sirve de nada para hacer frente a esos otros papeles en forma de factura. 

La cercanía de la Navidad abre la carrera hasta el 22 de diciembre. Una fecha que nadie necesita que le expliquen (antes olvidarían su aniversario de bodas que el Sorteo de Navidad). Las colas infinitas en la administración de Doña Manolita aproximan al ser humano a sus ancestros homínidos. "Es que allí siempre toca", responde el paisano de turno después de aguardar dos horas para comprar un décimo. Obvia, sin embargo, los más de 67 millones de décimos que vende el establecimiento, mientras que la diosa Estadística se carcajea sin piedad.

El tráfico de ilusiones es el más rentable: se nutre de las miserias de la gente y su estancamiento social. La mera hipótesis de poder comprar un sueño (en forma de casa, viaje, coche, negocio) conecta con las más bajas pasiones. Nos convierte en niños ante un escaparate repleto de juguetes y dulces. Pero por desgracia, salvo que uno se llame Carlos Fabra, el día del sorteo transcurre como un lunes cualquiera.

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