Euromillones –martes y viernes–, cinco euros. Primitiva –jueves y sábado–, dos euros.
Bonoloto –lunes a sábado–, tres euros. Gordo de la Primitiva –domingo–, un euro con cincuenta. Quiniela –domingo–, un euro con cincuenta. Ahí van 13 euros. Sin contar Lotería
Nacional, Quíntuple Plus, Lototurf o el celebérrimo cupón de la ONCE (los
ciegos, para los nostálgicos de un léxico ya muerto que no conocía de
correcciones políticas).
Fuera
por sentirse ofendida o por simple sadismo, esta organización castigó a varias
generaciones enteras con una sintonía que resuena en todas las cabezas de
los mayores de 30 años. De hecho, mientras escribo estas líneas, la percibo nítida al comprobar que he vuelto a "contribuir
con una gran labor social" en
su sorteo del pasado día 11 de noviembre. Para ello, me ha tocado lo de
siempre: perder.
Como
ocurre desde la noche de los tiempos, siempre que unos pierden, otros ganan. Y
en materia de juego, el Estado (más allá de jugar con la vida de jubilados,
dependientes, trabajadores, estudiantes...) sabe bastante. De hecho, por las
ventas de todas las modalidades de su marca Loterías
y Apuestas, en 2015 se embolsó 8.779,71 millones de euros. Y, una vez entregados los premios (de los que también se lleva
un generoso 20%), se quedó 3.287,01 millones de euros limpios, un 4,9% más que
en 2014.
Estos
datos, publicados por la Dirección General de Ordenación del Juego del Ministerio de Hacienda, dejan claro que, como a Serrat, al español –además del vino– le gusta el juego.
Y mucho. Tanto que, si se tiene en cuenta todo el repertorio de azares
legales –bingos, casinos,
tragaperras, apuestas deportivas, rifas, loterías, concursos...–, el año pasado nos gastamos 33.396,17
millones de euros, un 11,6% más que el anterior.
Ya
sea la maldita ilusión de
todos los días, la suerte
que acompaña o ese calvo que
mira de reojo, el caso es que nos lanzamos de manera irracional a cambiar papel
moneda por ese otro con números impresos. Aunque, casi siempre, éste no sirve
de nada para hacer frente a esos otros papeles en forma de factura.
La
cercanía de la Navidad abre
la carrera hasta el 22 de diciembre. Una fecha que nadie necesita que le
expliquen (antes olvidarían su aniversario de bodas que el Sorteo de Navidad).
Las colas infinitas en la administración de Doña Manolita aproximan al ser humano
a sus ancestros homínidos. "Es
que allí siempre toca", responde el paisano de turno después de
aguardar dos horas para comprar un décimo. Obvia, sin embargo, los más de 67
millones de décimos que vende el establecimiento, mientras que la diosa
Estadística se carcajea sin piedad.
El tráfico de ilusiones es el más rentable: se nutre de las miserias de la gente y su estancamiento social. La mera hipótesis de poder comprar un sueño (en forma de casa, viaje, coche, negocio) conecta con las más bajas pasiones. Nos convierte en niños ante un escaparate repleto de juguetes y dulces. Pero por desgracia, salvo que uno se llame Carlos Fabra, el día del sorteo transcurre como un lunes cualquiera.
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