miércoles, 15 de junio de 2016

La vida de los otros

No hace falta encender la televisión y conectar con uno de los muchísimos programas de telerrealidad que inundan la parrilla para conocer los entresijos de la existencia ajena. Ni siquiera los que huimos de ese estilo de vida, el de husmear en las miserias del otro, podemos escapar de conocer qué hacen y dejan de hacer nuestros compañeros de comunidad.

La edificación de vivienda en España, un país cuyos gobernantes presumían de construir más casas que en Alemania y Francia juntas, ha facilitado que todos nos convirtamos en oyentes forzados del otro. La cifra de propiedades promovidas por las autoridades ha ocultado el tipo de hogar que estaban levantando para sus ciudadanos (por no hablar del precio). Así, nos encontramos con que el 80% de los domicilios está mal aislado. Si a esto le sumamos que el nuestro es uno de los estados más ruidosos del mundo, la ecuación conduce de manera inexorable a un voyerismo involuntario.

Esta realidad, además de agotar la paciencia del sufriente vecino, abre una puerta a conocer qué tipo de personas nos rodean. En mi caso, los ruidos del vecino de arriba me han dado las líneas maestras de su privacidad: aficionado del Atlético, seguidor de Leiva, gusta de alzar la voz con sus amigos, aunque cuando comparte espacio con su pareja (la misma que calza tacones desde que sale de la cama) encaja los gritos sin respuesta. Para los más morbosos, sobre su vida sexual sólo puedo atisbar que es escasa, o al menos la única actividad que realizan en silencio. 

Todo esto quizás tenga un lado positivo: en caso de que algún día se descubra a un asesino en potencia viviendo encima de mí, podré aportar a la prensa algo más del ya clásico "era un buen chico, siempre saludaba en el portal". Eso y encontrar material para escribir un mal relato acerca del prototipo de urbanita europeo del siglo XXI.

Más allá del resto de sonidos provenientes del interior del edificio (puertas, ventanas, ascensores, perros, aspiradoras, televisores, radios, muebles...), el vaivén de coches se ha convertido en algo así como el incesante oleaje de una playa. Pero en lugar de agua contra las rocas de una costa en calma, son motores grasientos los que rugen. Y cada fin de semana de verano, la discoteca situada a cuarenta metros del balcón ofrece música gratis a todo aquel que no sufra de sordera aguda, con una variedad que no suele desviarse mucho del reguetón.

Así nos vemos, convertidos en inconscientes agentes de la Stasi con el único afán de disfrutar de una calma que se nos niega. Sólo una petición a Gobierno, comunidades autónomas, ayuntamientos, promotoras, concejales de urbanismo, constructoras: cuando decidan volver a hinchar la burbuja inmobiliaria, por favor, utilicen materiales aislantes de calidad. Aunque nos incrementen el precio otro 50%. Una precariedad en silencio siempre se sobrellevará mejor.

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