lunes, 1 de febrero de 2016

Mañana

La ignorante felicidad de la infancia suele durar hasta que tomamos conciencia del tiempo. En ese estado pre-adulto, no sabemos cuándo es nuestro cumpleaños, qué día vienen los Reyes Magos o si vivimos en lunes o viernes. Es un tiempo detenido, en el que sólo cuenta lo que los mayores llaman el ahora.

No recuerdo cuando tomé por primera vez conciencia del tiempo. Quizás fuera en la Primaria, en esos minutos previos a las 16.30 horas; esperaba el rugido de la campana para salir de clase y regresar al colegio, fuera del horario lectivo, con varios amigos y una pelota. Saltábamos la valla para jugar en unas pistas de asfalto, donde una caída suponía un buen costurón.

Desde ese momento, el tiempo manda en mi vida, muy a mi pesar. Tanto que hasta me hace perder la noción del propio tiempo. Esto es: pensar en un instante que no existe aún y del que no tengo una certeza absoluta de que vaya a existir jamás. Creo que no soy el único al que le ocurre, aunque no me sirve de consuelo.

En la época estudiantil, los colegiales sueñan con el verano. Ven el período de exámenes como una pasión católica que debe sufrirse antes del paraíso de sol y playa. Esa etapa, más o menos, va desde los 5 años hasta los 23. O por lo menos, en el pasado era así; antes de que la cola del paro devolviera a los jóvenes a las aulas para formarse en un empleo que no existe (otra vez la espera de una época futura...).

Cerrado el ciclo de libros y apuntes, llega el turno de pagar impuestos y facturas. Cambia el objetivo: ya no miramos al verano. Nos basta con llegar al fin de semana para romper la rutina. Y en esas, deambulamos por trabajos sin futuro, con la fecha de vencimiento que marcan los contratos. (Los políticos nos resuelven la caducidad de los yogures; de los contratos prefieren no hablar). Y los que no los tienen, esperan un futuro en el que poder gritar "vivan las caenas".

El año que viene... El próximo verano... En el puente... El fin de semana... Mañana... Categorías temporales vaciadas de contenido. Vamos postergando la felicidad a un futuro que no existe. El deseo de lo que pensamos que vendrá nos mantiene atados a la vida. Como el apostante que se consuela con su resguardo de la Primitiva recién sellado dentro de la cartera.

¿Y si ese tiempo deseado no llega nunca? ¿O no se parece tanto a lo imaginado? Muchos prefieren no pensarlo por miedo a detenerse. Por temor a frenar su inercia. Por no atreverse a romper el tiempo. Quizás no estaría de más recordar a ese niño que fuimos, que sin saber que los meses tienen 30 días o el día 24 horas, se limitaba a exprimir cada segundo, sin ni siquiera tener conciencia de su ser. 

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