sábado, 15 de diciembre de 2018

Si España fuera

Si España fuera una aldea en la que vivieran 10 habitantes, 5 serían mujeres y 5 hombres. Respecto a su nacionalidad, 9 serían ciudadanos españoles y 1 extranjero. Aproximadamente 2 tendrían menos de 18 años, prácticamente el mismo número que aquellos con 65 o más años. La edad de los 6 restantes estaría comprendida entre los 18 y los 64.

Si España fuera una aldea en la que vivieran 10 habitantes, 5 formarían parte de la población activa, estando en edad y en condiciones de encontrar un trabajo. De ellos, 4 dispondrían de un empleo, mientras que 1 se encontrarían en paro. Las otras 5 personas formarían parte de la población inactiva, siendo 2 de ellas pensionistas y 2 estudiantes. 

De las 4 personas con empleo, 2 contarían con un horario inferior a las 40 horas semanales, cosa que sí tendrían las otras 2 personas ocupadas. De este póquer de trabajadores, 3 estarían empleados en el sector servicios. Y del total de empleados, 3 serían asalariados, mientras que uno de ellos trabajaría por cuenta propia.

Si España fuera una aldea en la que vivieran 10 habitantes, el salario mediano de los 4 empleados se situaría en 19.433 euros. Los 2 hombres con trabajo cobrarían un 28,5% más que sus 2 colegas mujeres. En cuanto a los 2 jubilados, la pensión más cobrada por el único hombre se situaría entre los 600 y los 650 euros; en el caso de la mujer, se colocaría alrededor de un 33,3% por debajo de esa cifra.

Si España fuera una aldea en la que vivieran 10 habitantes, 4 estarían casados, 3 serían solteros, 1 viudo y 1 separado o divorciado (el décimo residente en la aldea tendría menos de 16 años). 8 de ellos residirían en una vivienda en propiedad, mientras que los otros 2 tendrían su domicilio en un inmueble de alquiler. Al menos 4 vivirían en grandes ciudades (más de 100.000 habitantes), mientras que 2 lo harían en pueblos (hasta 10.000 habitantes) y el resto en municipios de entre 10.000 y 100.000 personas.

Si España fuera una aldea en la que vivieran 10 habitantes, de entre los mayores de 25 años (aproximadamente, 8 de los 10 paisanos), 3 tendrían finalizada la educación infantil o la primaria, pero no habrían concluido la secundaria; 2 sí habrían finalizado la secundaria y 3 contarían con estudios universitarios.

Si España fuera una aldea en la que vivieran 10 habitantes, de los 8 llamados a las urnas en las Elecciones Generales, 2 no ejercerían su derecho al voto. Entre los que sí optaran por elegir a sus representantes, 3 votarían al PP, 2 se decantarían por el PSOE, 2 confiarían en Unidos Podemos y 1 apoyaría a Ciudadanos.


* Fuentes empleadas:

sábado, 1 de diciembre de 2018

El milagro del dormir

Dormir es posiblemente la no-actividad que mayor placer aporta. Nos permite, como si fuéramos máquinas, desconectar de este mundo donde todo lo que no trae aparejado un sesgo de productividad es despreciado. Es una forma de penetrar en un espacio inmaterial, escondido en algún lugar de la mente, en el que podemos viajar a miles de kilómetros sin salir de la cama, conquistar todos nuestros anhelos y comunicarnos, incluso, con las personas que nos dejaron.

En el dormir se halla una belleza infinita. Hay encanto en los rostros que han sido atrapados por la fuerza del sueño, como hay atractivo en el mito de Morfeo. Hasta en la propia definición que usa la RAE para definir el concepto: "Hallarse en el estado de reposo que consiste en la inacción o suspensión de los sentidos y de todo movimiento voluntario".

Claro que a veces los sueños se transforman en pesadillas, donde se aprecian con nitidez los temores propios de las formas más desgarradoras. El dolor, el miedo o la desesperación se sienten vívidas, tan reales como las del tiempo consciente. Pero la ventaja del sueño es que, al despertar, todas esas emociones quedan en el subconsciente más profundo. Y, pese a ello, tal es su intensidad que nos alertan de cara a la vida que llaman real. 

El dormir es justo: no entiende de clases sociales ni de hombres virtuosos o malvados. Ya duerme el mendigo en el banco a la intemperie, ya lo hace el banquero en sábanas de satén. Si cada uno, antes y después del sueño, experimenta su dicotómica realidad, esos instantes donde permanecen en estado de letargo son los únicos donde su libertad se equipara.   

Aunque el dormir es ecuánime, no todos tienen la misma facilidad para concederse esa tregua. Ya sea por estados de estrés o ansiedad, obligaciones laborales o conciudadanos irresponsables, miles de personas padecen de insomnio: un mal que destruye, por atentar contra una de las mayores necesidades fisiológicas. La ley castiga al que roba o mata; en cambio, no es tan implacable con quien aniquila la calma ajena.

La noche es el elemento natural para el sueño, pero los momentos posteriores (o, por qué no, anteriores) a la comida ofrecen un descanso casi tan reparador como el nocturno. Descabezar una siesta una tarde corriente dominical, en esas horas en que el mundo se detiene, es una forma de reconciliarse con uno mismo. Una manera de acunarse ya de adulto, mientras la puesta de sol va encendido las farolas y aproxima la noche eterna. 

jueves, 15 de noviembre de 2018

Coleccionismo

Hace no tanto, el otoño marcaba el inicio de los coleccionables en los kioscos. Editoriales y periódicos se lanzaban al asalto del ciudadano medio con todo tipo de objetos: libros, cromos, maquetas, vajillas, juguetes, películas, discos compactos, bisutería y demás bagatelas. La prensa acabó por diversificar su negocio, pasándose a la venta directa con robots de cocina y aspiradoras, mientras que las editoriales ampliaron su catálogo hasta ser aplastadas por ellos. 

Coleccionar es algo inherente al ser humano. Según los expertos, la dopamina que actúa en el cerebro cuando vamos completando la compilación de turno es la responsable de ello. Es decir: en el fondo, el coleccionista es un yonqui que necesita su dosis en forma de nueva pieza coleccionada para superar el mono.

Desde la más tierna infancia, los niños se lanzan a este mundo con el deseo de recopilar cosas. Ya sea en forma de cromos, juguetes, aplicaciones, pulseras o cualquier otra suerte de cachivaches, comienzan a andar un camino con la complicidad de sus padres. Una senda que les conduce, ya de adultos, a acumular innumerables utensilios de una forma patológicamente autojustificada (siempre hay un pertinente "lo necesito para...").

En esa edad madura, el poder adquisitivo marca la forma y el fondo de esas colecciones. Si hay quien apuesta por reunir coches de alta gama en su garaje, otros deben conformarse con introducir bolsos de imitación en el cajón de la cómoda o insignias de equipos de fútbol en la vidriera del mueble-bar, entre la botella de Dyc y la de Soberano. 

En mi adolescencia, este trastorno transitorio me llevó a recolectar libros, parafernalia de Héroes del Silencio, películas y, sobre todo, periódicos: empecé por aquellos con los éxitos de mis deportistas favoritos y acabé por recopilar los primeros artículos que llevaban mi firma (ego de juventud). Hoy, bajo mi antigua cama de la casa materna, una decena de cajas llenas de papel ya amarillento acumula incontables capas de polvo (metáfora de mi carrera profesional).

Algunas veces, despierto en mitad de la noche y pienso en esa masa inerte, de la que algún día tendré que ocuparme. Visualizo esos cajones, estanterías y armarios atestados. Aguardan allí, en silencio, sin moverse. Todos esos objetos saben que su legítimo propietario tendrá que volver algún día a recogerlos. Ya sea para venderlos (en el caso de los más aprovechables) o deshacerse de ellos sin piedad. 

Ellos juegan con ventaja: saben, también, que cada vez que los encaro, la nostalgia se rebela y me siento incapaz de arrojarlos al contenedor (sea del color que sea). Pero la realidad que afronta la inmensa mayoría de individuos es más tozuda que cualquier sentimiento: en las casas pequeñas no hay sitio para los recuerdos.

jueves, 1 de noviembre de 2018

El alma de las cosas

Durante siglos, la religión utilizó el concepto de alma para atemorizar a sus fieles. La amenaza del pecado y la noción de condena eterna sirvieron para perpetuar su poder sobre la sociedad. Ya en el siglo XX, la ciencia retomó lo que parecía una abstracción propia de la fe para elucubrar con teorías cuánticas sobre su existencia.

Ambos campos coinciden en que ese alma, forrada de vida, es particular del ser humano. Los actos, pensamientos o emociones de cada uno de nosotros componen, en cierta manera, una fuerza, un ánimo, que aparenta acompañarnos en cada uno de nuestros movimientos o decisiones. Como si una energía fluyera en cada obra de la que tomáramos parte.

Pero determinados objetos o lugares se impregnan, de una forma inexplicable, de la energía que el sujeto imprime sobre ellos. Es común que los utensilios de los difuntos, una vez desprendidos de sus ex propietarios, sean observados por los vivos como una parte cuasi animada que el muerto dejó antes de la partida. Ropas, relojes, herramientas, joyas, menaje de cocina o útiles de escritorio rememoran con su sola presencia la del finado. 

Entre los cuerpos inanimados con cualidades chamánicas destacan las casas. Los espacios donde las personas desarrollan su cotidianidad, estrellan sus frustraciones, construyen sus sueños, desatan su ira o cultivan el amor se empapan de sentimientos. Desgarrando las cortinas, en cada desconchón de los muebles, por cada poro de la pared o entre la juntas de las baldosas se filtra la personalidad del habitante, ya sea circunstancial o perenne. 

Lo más inquietante en toda esta labor de transposición de pasiones se produce cuando esos objetos adquieren la capacidad de influir en sus portadores venideros: de alguna forma, cobran vida propia y acaban por intervenir en la de los otros. Si dentro de una familia sus consecuencias se manifiestan con objetos que pasan de padres a hijos o de abuelos a nietos, más turbador resulta cuando este proceso de transmisión se da entre completos desconocidos. 

No es extraño el caso de inquilinos que han acabado compartiendo la misma suerte del anterior arrendatario: divorcios, cambios de empleo, traslados, constitución de familias... Como si el alquilado dejara retazos de su propia ventura en el interior del hogar, el inmueble se embebiera de ello y lo trasladara al siguiente morador. 

Por eso, nunca está de más interesarse, aunque sea a grandes rasgos, por la vida del anterior inquilino. De la actual casa donde habito, partió hace un año y medio un ítalo-argentino que voló al extranjero dejando una chaqueta en el armario y una convocatoria electoral en el buzón. Este bulín fue su última estancia antes de dejar España. ¿Y cómo ocurrió con vos?

lunes, 15 de octubre de 2018

Rostros conocidos

Nuestro círculo social se compone de tres tipos de sujetos: amigos, familiares y compañeros. A los primeros (donde podría incluirse la pareja) los elegimos a conciencia; los segundos son impuestos y de vínculo indisoluble (el contacto puede perderse, pero no quiebra el parentesco); mientras que los terceros, si bien son igualmente forzosos, desaparecen una vez abandonado el espacio común (trabajo, centro de estudios, vivienda, etc.).  

Cualquiera de los individuos descritos puede cambiar de categoría (por ejemplo, un compañero puede convertirse en amigo en un momento dado) o formar parte de varios grupos a la vez (el ejemplo paradigmático sería el de un pariente enchufado en la empresa por otro familiar con quien, a su vez, mantiene una estrecha amistad).    

Paralela a las anteriores, existe una cuarta clase: tipos con los que nos cruzamos a diario pero de los que no sabemos absolutamente nada. O, en el mejor de los supuestos, únicamente el oficio. Su rutina se entrelaza con la nuestra en un momento dado. Puede ser cuestión de segundos o, a lo sumo, desplazamientos circunstanciales. Y de esa repetición del encuentro surge una complicidad invisible.

Durante la jornada, cada persona acumula un grupo más o menos nutrido por esta variedad de personajes. Una vez puesto el pie en el asfalto, mi mañana comienza topándome con el doble de Benzema. En su caso, en lugar del Real Madrid, regenta una frutería de barrio. Me gusta pensar que realmente se trata del jugador de fútbol, en un intento de emular a Simone Weil y ocupar el lugar del trabajador para conocer su modo de vida. 

Unos pasos más adelante, llega el turno del heavy: un hombre de mediana edad con camiseta de AC/DC, coleta cana deshilachada y paso ligero aferrado a un cigarro eterno. Podría pensarse que vive esclavizado por el tabaco, que en su caminar brioso intenta alcanzar al mismo humo que exhala. O que simplemente huye de esa mujer en patinete eléctrico, siempre con ropas coloridas, que pasa por el mismo punto unos minutos más tarde.

En el 49, entre la terna de buseros que se suceden, el más inquietante es aquél de mediana edad, barbilla afilada, barba rasurada y sonrisa perenne. Una mueca inquietante, que parece esconder un gran secreto (¿oculta un cadáver en el motor?). En ese mismo autobús, entre todas las caras conocidas, destaca la del jubilado con raya a la izquierda, orejas grandes y aspecto de viejo galán de telenovela, que mantiene un vivo debate silente consigo mismo: mueve los labios, cabecea, gesticula, se encoge de hombros, rebatiendo mil veces sus propios argumentos. 

El kioskero furioso, la anciana que ha firmado un pacto con el diablo, el albañil sentado en el poyete del local frente al cierre echado, la peluquera vestida de rosa y negro que friega la acera... Todos ellos, vosotros, yo mismo, conformamos una congregación de rostros conocidos para otros. Quizás nunca se rompa el silencio entre nosotros, pero un simple cruce de miradas basta para fijar el recuerdo en la mente del prójimo. Y con esa sencilla evocación, aunque jamás lleguemos a conocernos, siempre permaneceremos vivos. 

lunes, 1 de octubre de 2018

Murciélagos

Ya hace más de una semana que, oficialmente, el verano recogió sus bártulos. Los rayos de sol, como las añoranzas de cambio, se consumen cada vez más temprano en el juego de sístole-diástole de los días al través del calendario. Pero en este octubre instalado en los 30 grados (constatación de la idiocia humana sobre el planeta), ellos todavía serpentean en vuelo aparentemente errático al caer la tarde.  

Los murciélagos ondulan entre los postes de la luz al ponerse el sol, calle arriba, calle abajo, en torno a las farolas que comienzan a iluminarse. Como las oscuras golondrinas del poema de Bécquer, siempre regresan a los balcones. Aunque ellos lo hacen cuando el calor de las tardes empieza a espesar, para absorber así la claridad de unos días plomizos. 

Esa consistencia vespertina flota en el ambiente y atrapa los anhelos en una gran red de pescador, por donde solo escapan pequeños fragmentos de deseo. En una siesta interrumpida, donde caben todos los sueños del mundo, el cabeceo dominical entre imágenes vaporosas expira cuando un murciélago zigzaguea al otro lado de la ventana al inicio del crepúsculo.

Su imagen despierta un miedo ancestral entre gran parte de la población. En cierta medida, debido a la asociación de este animal a determinados estereotipos mitológicos con carga simbólica negativa (oscuridad, muerte, sangre). Los ataques esporádicos de este último verano han servido para demonizar un poco más esa supuesta naturaleza peligrosa. 

Sin embargo, su labor es más que digna de agradecer, al acabar con molestas plagas de insectos y realizar funciones polinizadoras. De hecho, el 70% de estas especies son insectívoras. Y como asegura la Secemu (Asociación Española para la Conservación y el Estudio de los Murciélagos), además de estar protegidos por ley, sólo se ha reconocido una muerte en Europa por transmisión de rabia en las últimas tres décadas. 

Con la llegada del frío, desaparecerán del paisaje sin que reparemos en su adiós. Como las letanías del devoto en el templo, flotarán en el ambiente hasta extinguirse por los tejados. Y una vez ausentes, aguardaremos a que el bochorno estival perfile su regreso y remonten el vuelo, en un juego de sombras chinescas sobre el azul de un cielo de estío que hoy ya es pasado.

sábado, 15 de septiembre de 2018

Del pan al circo

A finales de los 90, los beneficios de la globalización aparecieron en las aulas. La erradicación de la pobreza, la equiparación de los estados, el acercamiento entre los pueblos o la democratización de la cultura eran argumentos que utilizaba una creciente mayoría de profesores, tanto en la escuela como en el instituto o la universidad. 

Hoy, después de habernos instalado en una crisis perpetua, comprendemos que las supuestas bondades de ese proceso, lejos de ser un fenómeno transversal, se cincunscribieron a ciertas capas sociales. Así, facilitó el traslado de multinacionales en busca de mano de obra barata, la imposición de criterios económicos sobre las decisiones de los parlamentos o la aparición de aplicaciones que convirtieron en producto al ser humano. En definitiva: la victoria del mercado sobre los Derechos Humanos.

Tomando la máxima latina panem et circenses (pan y circo), las consecuencias de la globalización alcanzaron primero al pan: despidos, temporalidad, salarios irrisorios, supresión de coberturas sociales... Luego, llegaron al circo en su grado máximo: el fútbol profesional. En esta línea, la última ocurrencia de LaLiga (la asociación que engloba a todos los clubes profesionales en España) es celebrar un partido de Primera División (el Girona-FC Barcelona) en EEUU. En su último comunicado, habla de la "internacionalización" para seguir "creciendo".

La AFE, el sindicato de futbolistas, amenazó en un primer momento con la huelga... hasta que la patronal se comprometió a mejorar las condiciones de sus afiliados y estos rebajaron su postura. Una vez que clubes y jugadores estén de acuerdo, sólo faltaría el consentimiento de la Federación Española (como organizadora del torneo), de la estadounidense (como anfitriona) y de las asociaciones supranacionales de cada continente: UEFA (Europa) y Concacaf (Norteamérica). Nada que no se logre con unos generosos beneficios a repartir.

Resueltas las diferencias, cabe preguntarse por los aficionados del Girona que, después de pagar su abono de temporada, verán cómo uno de los partidos estrella del año se celebra a más de 7.500 kilómetros de sus butacas. LaLiga responde, en un ejercicio de funambulismo léxico-gramatical, ampliando el término aficionado "no sólo a quien paga la entrada en un estadio", sino a quien hace "esfuerzos económicos" para seguir el fútbol "por televisión, comprando una camiseta de su ídolo o viajando a España (..) a vivir un partido". Ahora que el estadio del Rayo amenaza derribo, no descarten que el Gobierno aproveche sus corbetas para trasladar a plantilla y socios rayistas desde Vallecas hasta La Meca para los encuentros como local.

LaLiga proclama una supuesta transmisión de los "valores del fútbol y de España". Habla de una "industria" (sic) que contribuye con "1.300 millones de euros en el pago de impuestos" (no menciona los casi 3.700 millones que ingresa ni la subida salarial a su presidente, Javier Tebas, del 245% en un lustro) y de la que "dependen" (en el término va su cosmovisión) "más de 230.000 familias". De momento, la única asociación de hinchas que se ha mostrado partidaria de la exportación ha sido Afepea: un entramado que dice representar a 1,3 millones de simpatizantes de 14.000 peñas y cuya web oficial, curiosamente, se subsume en LaLiga.

En 1995 (cuando la globalización aún no había tomado las aulas), las protestas reiteradas de los seguidores de Celta y Sevilla lograron que LaLiga readmitiera a esos dos clubes en Primera, después de haber sido descendidos a 2ªB por no afrontar pagos en tiempo y forma. En este caso, la voz del aficionado sí se tuvo en cuenta, y no hubo inconveniente en ampliar de forma artificial la competición a 22 equipos, con los consiguientes perjuicios a todos los niveles.

El mercado, una vez arrebatado el pan, acaba por hacerse con el circo. Es consciente de la sencillez de la empresa: vista la facilidad para robar dócilmente el sustento al ciudadano (en forma de salarios, prestaciones sociales, Sanidad, Educación, derechos...), le sustrae también el juguete en forma de fútbol que aún atesora. La operación le es rentable y sabe que no encontrará una resistencia excesiva. Sólo queda ver si, en esta cuestión, el pueblo tiene ganas de jugar y traslada de nuevo el partido a las calles.

sábado, 1 de septiembre de 2018

Romper la inercia

Despertador. Café. Ducha. Atasco. Trabajo. Comida. Conversaciones insulsas. Trabajo. Atasco. Cena. Tele. Cama. Hay días que se pueden predecir con precisión milimétrica. Como al personaje de Bill Murray en Atrapado en el tiempo, la sucesión de acontecimientos (en su mayoría, anodinos) nos abducen durante largas fases sin apenas advertirlo. Y el único riesgo que se afronta es el de exponerse a una profunda caída en el precipicio del tedio. 

La Física reconoce a la inercia como la propiedad de los cuerpos de permanecer en un estado de reposo o movimiento relativos. En una definición más prosaica, podría referirse como esa capacidad del ser humano para continuar imbuido en sus hábitos durante un prolongado periodo (de hecho, la RAE, en la segunda de sus acepciones, la describe como "rutina" y "desidia").

Septiembre es un mes de inercias. El retorno a la jornada laboral o la renovación de los buenos propósitos (ya sea volver al gimnasio, sufrir menos estrés o retomar el contacto con las viejas amistades) marcan la agenda de millones de personas. Objetivos que, también por inercia, se suelen aparcar en la primera cuneta con forma de excusa.

La magnitud de los proyectos, en ocasiones, acaba hundiéndolos antes de echar a rodar. El tamaño de las aspiraciones va en función de la persona: si el cambio de vida para un sujeto pasa por mudarse de vivienda, para otro puede resolverse con probar una nueva marca de papel higiénico. Sin entrar en las hazañas particulares, quebrar la inercia parece, en cualquiera de los casos, un ejercicio saludable.

Para ello, no es necesario realizar grandes gestas, como enrolarse en una expedición humanitaria o peregrinar a un lugar recóndito en busca de paz espiritual. Basta con mínimas alteraciones en una existencia empapada por la costumbre. Pequeñas huidas de uno mismo, engaños en apariencia insignificantes a esa trampa que el hábito nos coloca enfrente a diario.

Por ejemplo, regresar a casa por calles distintas a las del itinerario habitual, en una suerte de microviaje a zonas tan cercanas como desconocidas. O entrar a una iglesia sin ánimo devoto, sólo para sentarse en un banco a escuchar el silencio. O, por qué no, cambiar los horarios de las prácticas sexuales, perfumando de orgasmo una jornada corriente. Incluso, elegir el secador de manos en lugar de las toallas de papel, aprovechando su zumbido para canturrear en voz alta en cualquier baño público.

Éstas u otras excentricidades, ejecutadas sin caer en la rutina, sirven para escapar de la inercia, frenarla en seco y hacerle un corte de mangas al aburrimiento. Los grandes cambios, dicen, comienzan por modificaciones nimias. Quizás después de un tiempo, cuando queramos darnos cuenta, todo a nuestro alrededor se habrá desprendido de esa capa gris para adquirir un nuevo matiz que ponga luz a nuestros días. 

domingo, 15 de julio de 2018

Esperas

"Los tristes tienen dos motivos para estarlo: ignoran o esperan". La cita recurrente de Albert Camus que acompaña a esta bitácora señala dos males que azotan al ser humano desde la noche de los tiempos: el desconocimiento y la espera. Si el primero, en determinadas situaciones, es considerado una dicha, el segundo conduce a la desesperanza más absoluta.

La espera y el tiempo cabalgan juntos. En una relación directamente proporcional, la noción del paso de los segundos se acentúa cuando se acrecenta la espera. Pero ésta, como el tiempo, resulta relativa: nunca es igual para dos sujetos. Lo que para uno supone una lenta tortura, para otro no pasa de un mero tránsito entre dos instantes. 

Ese relativismo temporal implica que no todas las esperas sean iguales. Convengamos en que no resulta equiparable la impaciencia del telespectador ante la pausa publicitaria que el transcurrir de los días para el opositor que aguarda la nota de su última convocatoria. O, en los casos más extremos, la vigilia del paciente ante los resultados de unas pruebas médicas.

Sea como fuere, la espera está insertada en nuestras venas, se respira a diario. En esta era de frenesí, dominada por la prisa, aún se vuelve más tangible por la impaciencia que nos empapa. Ya sea en la parada del autobús, frente a la puerta de un baño público, en la terminal de un aeropuerto o en la butaca de la sala del dentista, a diario acapara centenares de momentos.

El mayor drama de la espera es que, en ocasiones, nunca termina. En ese escenario crítico, se convierte en un continuo, donde cada minuto del día, cada día del mes y cada mes del año son una concatenación de esperas. Lo sabe el pretendiente que nunca halló el amor verdadero, el oficinista que jamás atrapó su ascenso o el idealista que pereció engullido por un mundo infame.

Ante la incertidumbre de la espera, el manto de la esperanza es la salvaguarda para todos los que viven expectantes de cambio. La promesa de la venida de un algo que quizás sólo exista en su imaginación, como un paraíso perdido que anhela recobrarse. Ese sentimiento vehemente es lo único que los mantiene erguidos en proa, ansiosos por avistar tierra, combatiendo la sentencia de André Giroux: "El infierno es esperar sin esperanza".

Ahí precisamente radicaría el secreto: en esperar sin desesperar, con la conciencia de que todo lo bueno retarda su llegada... Y aunque este no sea el caso, habrá que aguardar hasta septiembre para volver a leer Tardes Corrientes.

domingo, 1 de julio de 2018

Espíritus trocados

"Tomo cuatro pinchos en el bar, porque si me trae mi mujer algo, no puedo ni comer tranquilo: los clientes te piden hasta la Constitución, no te dejan en paz, les da igual si te ven comiendo. Estás de espaldas a la barra y te gritan 'ponme un café': ni buenos días, ni por favor, ni gracias. ¿Cuando van a la carnicería hacen lo mismo? Seguro que no. Yo hace diez años no era así. ¿Y cómo no te va a cambiar el carácter?".

Mario sostiene en solitario su bar, con la ayuda puntual de su padre, ya jubilado. Exhibe una ostensible cojera fruto de una fascitis plantar crónica, mal curada por su imposibilidad de cerrar el negocio para tratarse. Pero el pie parece ser lo que menos le duele a un hombre que atisba el medio siglo de vida hastiado por su trabajo. Una apatía que traslada al cliente y que muta en cólera cuando una de ellas le espeta a bocajarro magdalena en mano: "Haber estudiao".

No muy lejos de su local, Luis regenta un kiosco de prensa, situado de cara a un edificio del que apenas le separan un par de metros. Esquiva la mirada a los vecinos y elude el buenos días de rigor desde su habitáculo de dos metros cuadrados. En soledad. Es la imagen de un negocio, el de la prensa, en franca decadencia, ensimismado y nostálgico de tiempos mejores.

En ese mismo bloque donde el kiosquero arroja sus modales, las planchas de pladur dejan pasar cada golpe, corrimiento de sillas, grito, nota musical o centrifugado en cualquier dirección. Bien lo sabe Carla, para quien conciliar el sueño cada noche se convierte en un reto: sus vecinos del tercero infringen a diario las normas más básicas de la convivencia vecinal, para perjuicio de sus nervios y los de su perro. El animal gestiona la tensión a golpe de ladrido, por lo que Santiago y Ana, en el piso inferior, son daños colaterales de un mal precedente.

Pero, ¿dónde arranca esa cadena de quebrantos? ¿Quién comienza esa bola de nieve de ira que arrasa con todo lo que se cruza? 

Abrir la puerta y no recibir un gracias, frenar a medio paso de peatones ante un acelerón de coche, toparse con un infiltrado en la cola de la panadería, ser víctima de una mentira interesada... Son acciones aparentemente nimias, que suceden a diario. Pero hilvanadas conforman un lienzo propicio para el pincel de la irritación. 

Un trabajo ingrato, un vecino desconsiderado, un familiar molesto o un cónyuge resentido pueden ser focos de hartazgo. Administrados en pequeñas dosis, vía espíritu, elaboran un cóctel tóxico que envenena lentamente el carácter del más templado, como la enfermedad más virulenta, hasta mutarlo en una figura donde no se reconoce.

viernes, 15 de junio de 2018

Mundiales

Enhorabuena a los que gustan de los paseos en soledad por los centros urbanos: otra vez tenemos encima un Mundial. Cada cuatro años, como esa alergia que creíamos olvidada, regresa la tormenta balompédica que empapa, incluso, a los no seguidores de este deporte (por favor, multa de un euro por cada "a mí no me gusta el fútbol, pero el Mundial sí").

Uno de mis primeros recuerdos deportivos más nítidos coincide con un Mundial. Una tarde calurosa, allá por el mes de julio de 1994, mis padres y un servidor contemplábamos desde un sofá de escay el España-Italia en una televisión descolorida con nombre alemán. El botón de encendido, sujeto por medio mondadientes, era reflejo de la I+D española de una época en la que, en determinados hogares, el mando a distancia era cosa de brujería. 

A esa edad preadolescente, todo giraba en torno al fútbol. Una amalgama que unía a los imberbes de barrio: bastaba un balón para conectar a la salida del colegio con un grupo de desconocidos y competir sobre una pista de asfalto, donde cada caída suponía un desgarrón de chándal y la consiguiente bronca familiar. 

En esa Copa del Mundo de EEUU, Bakero, Hierro, Luis Enrique, Guerrero o Caminero eran los ídolos de turno. Como internet aún no aparecía ni en nuestros sueños más profundos, la única forma de seguirles era a través de los póster que regalaban en las panaderías con los chicles o los cromos de los bollycaosEn el banquillo, asomaba un sempiterno Javier Clemente, de quien lo único que nos interesaba era escucharle a medianoche intercambiar insultos con De la Morena a través de una radio a pilas

Un gol de rebote tras disparo de Caminero desató la euforia en el país y las primeras lágrimas futboleras para algunos de nosotros. Aunque sirvió para poco, después de que Roberto Baggio diera la victoria a Italia en la ronda maldita de cuartos. Un jugador odiado y admirado por los niños de una generación que creció con estrellas como Romario, Del Piero, Laudrup, Batistuta, Cantona o Raúl, cuando el fútbol no era cosa de guapos. 

Después de seis sinsabores más en los grandes torneos (traducido en tiempo, 14 años), la Selección, ya bautizada como La Rojarevertió la situación y cambió las goleadas en las fases de clasificación a equipos menores por títulos. Algo insólito para unos niños que hoy rozan la cuarentena y cuya mayor satisfacción patriótica adolescente fue celebrar un 9-0 ante Austria. Pero esas gestas llegaron tarde, muy tarde; al menos, para disfrutarlas a esa edad en la que fútbol y vida son equivalentes. 

Hoy debuta España en Rusia: para muchos, supone el evento del año; para otros, será una tarde corriente de televisor y cerveza. Algunos lo afrontamos con una mezcla de desgana y nostalgia por descubrirnos saltando de nuevo del sofá, hoy ya sintético. Así estamos a estas alturas del partido, tras comprobar que más codazos que Tassotti da la vida y cuando, por fin, comprendimos a Julio Salinas a fuerza de acostumbrarnos a nuestros propios errores.

viernes, 1 de junio de 2018

Buseros

Ciertos colectivos arrastran atributos en forma de estereotipo que no siempre les hacen justicia. Si se realizara una encuesta rápida, podría recopilarse un ramillete de calificativos sobre una serie de profesiones para las que muchas respuestas serían coincidentes. Así, seguramente el adjetivo "corrupto" acompañaría al trabajo de político igual que el término "usurero" rima inexorablemente con banquero. 

En otros empleos, en cambio, los arquetipos son más abiertos. Por ejemplo, los conductores de autobús. Aunque denostado por miles de automovilistas y otros tantos usuarios de este medio de transporte, el rol del busero, como son conocidos por nuestros hermanos de El Salvador, Nicaragua y Panamá, muestra una tipología variada de sujetos entre sus filas. Especialmente apreciable en las líneas urbanas de las grandes urbes.

Un espécimen de los más abundantes, el más valorado por los impuntuales y temido por los ancianos, es el fitipaldi. No importa la edad: ya sea joven o viejo, la velocidad es su pasión, como si tras cada curva se escondiera el final de su jornada. La dicotomía para el pasajero cuando topa con él al volante es agarrarse al asiento o dejarse los dientes en el siguiente cruce.

El perfil amable responde al de aquel individuo a quien las abuelitas llaman por su nombre, le preguntan por el último examen de su hija y, de cuando en cuando, le traen patatas de su huerto. Se le identifica fácilmente porque siempre se adelanta al viajero y saluda en primer lugar, le mira a los ojos y sonríe. Como si, en una suerte de utopía laboral, disfrutara con lo que hace.

Por contra, el huraño sólo responde si le hablan previamente (y no siempre). Contesta de mala gana a las mismas preguntas que lleva escuchando durante los últimos 20 años: "¿Éste para en Plaza de Castilla?", "¿cuánto tarda hasta el centro?", "¿dan cambio de 10 euros?". Suele ser el más honrado de todos los perfiles: su cara y su verbo no dejan resquicio a la imaginación.

El desencantado sobrepasa la cincuentena, gusta de hablar a voces con sus colegas, a los que se queja del último cambio de turno o de la baja calidad del vehículo. No duda en regañar a los usuarios si no levantan la mano de forma ostensible para detener su paso en la parada o si considera que no han apretado el botón con suficiente energía para frenar su marcha en la siguiente estación.

Independientemente del carácter, la profesión de conductor de autobús comparte un factor común con otras muchas: la fuerte masculinización del puesto. Por ejemplo, en Madrid, y según datos de la EMT, de los 7.586 trabajadores dedicados al transporte urbano que componían su plantilla en 2016, un 6,2% eran mujeres. Una contribución más al exceso de testosterona que desborda las carreteras estatales, donde cada acelerón destila un trastorno mal diagnosticado.

martes, 15 de mayo de 2018

La verdad del baño

Encerrarse en el aseo es el supremo acto de intimidad. Darse una tregua en ese pequeño habitáculo, ajeno a las miradas del mundo, es quizás el mayor menester humano. Ya sea para cumplir las necesidades fisiológicas, lavarse o, simplemente, escapar de la sociedad a un lugar que no puede ser violentado. Como esas capillas donde los prófugos de la justicia encontraban cobijo en mitad del camino. 

La grandeza de este espacio queda patente en la gran cantidad de calificativos que dedica el léxico para designarlo: baño, aseo, váter, retrete, excusado, tocador, lavabo, servicio, inodoro, urinario, evacuatorio, tigre... Y si en cuanto a su denominación acapara multitud de sinónimos, la tipología que ofrece es aún mayor, aunque no todos del mismo gusto

En algunos países, como Rusia, suelen dividir las diversas funcionalidades que ofrece en dos estancias diferenciadas del hogar: por un lado, el trono, y por otro, la ducha y el lavabo. De esta forma práctica, no existen dudas sobre qué se dispone a hacer el sujeto una vez accede a cada una de las habitaciones quebrando, en parte, su cuota de privacidad.

Los baños públicos son algo más que el lugar donde desahogarse. Centros para practicar sexo, realizar llamadas telefónicas, consumir drogas, huir de algún personaje indeseable o, simplemente, dejar correr el tiempo deleitándose con la rica prosa castellana impresa en el interior de la puerta... hasta que el paisano de turno la aporrea desde fuera con insistencia.

La cultura va de la mano del retrete; así, un paseo por los inodoros de los bares españoles resulta, además de un ejercicio de valentía, todo un tratado de arquitectura. Desde el ya clásico agujero en el suelo con un apéndice de goma a modo de cisterna hasta las letrinas tamaño maxi o mini, pasando por aquellos servicios que disponen de lavabo junto al retrete. Un canto al art decó de los recintos íntimos. 

El inodoro favorece los Derechos Humanos. La creciente apuesta por los baños mixtos es una suerte de igualdad de género que evita las, en ocasiones, inevitables incursiones de las adolescentes (y no tanto) a los aseos de sus coetáneos varones en las discotecas para eludir la larga espera en su territorio. Incluso, es un arcaico generador de empleo, como el de limpiaculos real, figura instaurada por Enrique VIII allá por el siglo XVI. 

En la gran mayoría de baños (aquí no hay distingo por países ni clases sociales), casi siempre se echa de menos a una invitada: la limpieza. En la época universitaria, como antaño en la cuartelaria, se tiende a pensar que jamás se hallarán recintos más sucios donde aliviar necesidades. Pero la situación de los urinarios en determinados centros de trabajo (desde las casetas de obra hasta los instalados en las grandes empresas del Ibex) confirman que el estado puerquil no es, ni mucho menos, exclusivo del estudiante, sino que se extiende a todas las etapas de la evolución.

martes, 1 de mayo de 2018

Cartas

¿Recuerda la última vez que redactó una carta? Haga un esfuerzo. Quizás fuera a su ser amado de adolescencia, cuando en cada trazo dejaba un suspiro y en cada adjetivo condensaba un sentimiento. O quizás fuera un momento más prosaico, como la participación en un concurso, una carta al director de un diario o un Chrismas de Navidad.  

Cuando leemos un libro en cuya trama aparece una misiva, detectamos de forma automática que la obra no se editó en este siglo. La cuestión adquiere dramatismo en las nuevas generaciones, para quienes el papel como medio de correspondencia se identifica con épocas propias de los manuales de Historia: pueden asumir que Julio César, Carlos V o Napoleón utilizaran este soporte, pero no que lo hicieran sus padres.    

La víctima silenciosa de esta era de las máquinas ha sido la carta. Sin protestar, ha visto cómo el correo electrónico se ha convertido en la forma predilecta para comunicarse. La instantaneidad que ofrece lo convierte en un rival imbatible en esta época donde parece sobrar todo menos el tiempo. Un Ctrl+Z sustituye la redacción de varios borradores, el esfuerzo por una caligrafía legible, la compra de un sobre y un sello en el estanco más cercano y la búsqueda de un buzón. La paciencia ya no se lleva.

Pero estamos ante una forma de comunicación tan respetable que, incluso, ha dado nombre a un género narrativo: la literatura epistolar. Ha servido para bautizar obras ya clásicas de autores dispares, como Cartas desde mi celda, de Gustavo Adolfo Bécquer, Cartas a su madre, de Antoine Saint-Exupéry, o Carta al padre, de Franz Kafka. Y ha titulado canciones convertidas en himnos, como La Carta, de Héroes del Silencio, o Cartas amarillas, de Nino Bravo. 

Bastante antes de que llegara el e-mail, el mal llamado cartero comercial (lo que hoy vendría a ser un correo spam personificado) comenzó el desprestigio de una profesión notable, quebrantando la siesta sin miramientos con un prolongado timbrazo al telefonillo. (Nota: Confieso que en mi época de estudiante tomé parte de este ejército de propagandistas; espero que algún día pueda perdonármelo una familia con tres carteros de carrera).

Como en tantas otras cuestiones, más que los avatares de la vida son los gestores de lo público quienes más se esfuerzan por acabar con aquello que no deberían. En este caso, se trata de un servicio con más de tres siglos de presencia en España. La situación es tal que, en el último lustro, Correos ha visto menguar su plantilla en más de 9.000 empleados, el 15,5% del total. 

Cada noche, a la vuelta del trabajo, muchos conservamos una manía heredada de nuestros antepasados, cuasi biológica: abrir el buzón, esperando hallar una carta manuscrita. Sin embargo, en estos días, ya ni recibos se encuentran. Junto al polvo instalado en el compartimento postal, sólo asoman panfletos de restaurantes chinos, folletos de inmobiliarias o extractos de puntos de tarjetas promocionales. Ni rastro de la más mínima presencia humana.

domingo, 15 de abril de 2018

Cárcel de humo

"Las personas frustradas fuman demasiado y la causa de la frustración es la soledad". Mediante esta declaración de intenciones, Gilda conoce a Tío Pío, encargado de mantenimiento del casino donde se desarrolla la intensa peripecia dirigida por Charles Vidor. Un argumentario ontológico tan válido como cualquiera de los usados por los que permanecen encadenados a la nicotina. 

Todo fumador recuerda su primer pitillo y las circunstancias que lo envolvieron. En el caso del que esto escribe, el ofrecimiento vino en 6º de Primaria de un compañero un par de años mayor. Resultado: un Ducados negro, extraído sin permiso del bolso materno, directo al pulmón a la salida de la escuela. La consecuente tos y un fuerte olor (maquillado por decenas de chicles de menta para ocultar el delito) fueron el balance de aquella jornada.

En esa relación de esclavitud entre el tabaco y la persona, la cajetilla acompaña los días del cautivo y envuelve en humo sus recuerdos. Cada cigarro tiene su propio significado, con connotaciones asociadas a la adicción: el de la espera del autobús, el poscoital, el que aplaca el estrés, el que se empapa en el café, el de la pausa en el trabajo...

La propia historia de España podría escribirse a través del tabaquismo, con andenes de Metro asfaltados por colillas, padres primerizos amarrados a la boquilla frente al paritorio, bares encapotados por fumaradas o patios de instituto con novicios de la dependencia. Hasta la llegada del Apocalipsis con la extensión del vapeo, una moda tan efímera como arriesgada para los que apostaron por este negocio.

El reciente comunicado de Philip Morris, emblema del universo alquitranado a través de Marlboro, sobre su inminente cese en la producción de cigarrillos proclama el fin de una era. Si una compañía con unos ingresos anuales de 11.800 millones de dólares decide virar su modelo de negocio, parece el momento adecuado para que los músicos comiencen a tocar. 

Entre las escasas enseñanzas universitarias, recuerdo la frase lapidaria de aquel profesor de Redacción Periodística una mañana de otoño: "De lo único que me arrepiento en mi vida es de haber fumado durante 30 años. ¿Cómo pude ser tan estúpido?". En su momento, la sentencia despertó la risa de un foro repleto de imberbes que creían saberlo todo sobre todo, pero con el paso del tiempo adquirió la trascendencia que merecía. 

El tabaco mata a más de siete millones de personas al año en todo el mundo. Una realidad que no acabamos de interiorizar los necios que aún vivimos asidos al paquete de rubio. Mientras llega el día en que nos despidamos de esta autodestrucción ilógica, sólo queda acodarse en el balcón, dar una profunda calada, exhalar y contemplar cómo el humo se eleva, como esas aspiraciones que van a no se sabe dónde.

domingo, 1 de abril de 2018

Títulos a granel

Si hace no mucho hablábamos en este mismo foro sobre la meritocracia en el mercado laboral, el máster interruptus de la presidenta de la Comunidad de Madrid ha vuelto a poner el foco en la importancia del esfuerzo a la hora de lograr, en este caso, unos estudios superiores. Situación que en España conoce el 40,8% de la población (en esto, como en la tasa de paro, la Vieja Iberia sí está por encima de la media de la Unión Europea).

Todos los que pasamos por la escuela pública siempre contemplamos con pasmo cómo cualquier estudiante que no desee (o cuya capacidad intelectual no le sea suficiente para) pasar la criba de la Selectividad tiene la opción de recurrir a la universidad privada y conseguir un certificado que le permitirá competir por un empleo de igual a igual. Una alternativa que, en el curso 2015/2016, eligieron un 13,6% de los alumnos de grado. 

El "prestigio" de la enseñanza pública parecía bastar para acoger a los centros privados en el sistema. "Vale, ellos no tienen que preparar Selectividad y van a titularse como tú, pero la estatal tiene más nombre que la privada", repetían los antiguos compañeros de instituto sobre algún afortunado que dio el salto a la carrera sin examen previo. Es decir: aunque el dinero podía equipararse al esfuerzo requerido por la Prueba de Acceso a la Universidad, el bien siempre estaría del lado de la pública, por su reputación labrada a base de décadas de historia. 

El caso de Cristina Cifuentes contiene un agravante: hace saltar por los aires la premisa anterior. En su estrambótica peripecia, ha sido una universidad pública la que se ha encargado de falsificar las notas para beneficiar con un título a una persona de reconocida influencia. Aquí ya no sólo se trata de un problema de desigualdad social (cuando el dinero y la red de influencias pasan por encima de cualquier principio ético y legal), sino que, además, mancha el nombre de una institución que, supuestamente, contaba con su prestigio como mejor arma para contrarrestar la violación de la meritocracia provocada por la universidad de pago. 

Los que pensaban que los centros privados expedían los títulos a sus alumnos a cambio de un buen fajo de billetes, ahora también manejan argumentos para sostener que en la enseñanza pública ocurre lo mismo. La falta de confianza en las instituciones democráticas (poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial) llega ya hasta el mismo epicentro de toda sociedad que se precie: su sistema educativo.

Y, como en toda cuestión sospechosa de corruptela donde un español se vea implicado, el negacionismo, junto al laissez faire, laissez passer tan liberal, es la estrategia a seguir por los responsables de este descrédito. El ejemplo alemán traído por algunos a la hora de hablar de flexibilidad laboral o de reducir la tasa de sustitución de las pensiones no se utiliza, en cambio, para tomar el camino de la dimisión por falseamiento de currículum

jueves, 15 de marzo de 2018

177

Sube la cuesta de Pinos Baja con trabajo, como si quisiera prolongar el viaje eternamente. Es tan modesto que hasta la propia Empresa Municipal de Transportes (EMT) lo califica de "subruta". Técnicamente, se trata de un modelo BredaMenarinibus Vivacity+ C (la EMT cuenta con 29, el 1,5% de su flota), propulsado a gas natural comprimido con 8 metros de longitud, frente al estándar de 12. Pero todos lo conocen por el número que luce en la frente: el 177.

Este sencillo midibús conecta la calle Marqués de Viana con Plaza de Castilla, allí donde Álex de la Iglesia vaticinó el nacimiento del Anticristo en El día de la bestiaSus 11 paradas de ida y 14 de retorno hacen de este uno de los itinerarios más breves de Madrid. Pese a ello (y quizás por compensación), su ritmo cansino, no superior a los 20 km/h, provoca que necesite alrededor de una hora para completarlo.

Según relatan las crónicas, fue inaugurado el 17 de mayo de 2012 para atender una "demanda vecinal" de una barriada que conjuga un 26% de población de más de 65 años y unas pendientes con dos dígitos de desnivel. Mala combinación. Así, no es extraño que la inmensa mayoría de sus usuarios (un máximo de 13 personas pueden ocupar asiento) haya traspasado hondamente la edad de jubilación.

Las últimas cifras recopiladas hablan de 1.200 viajeros diarios. Pasajeros que, en su gran mayoría, llaman al conductor por el nombre de pila, charlan animadamente con sus convecinos de cualquier asunto ocurrido en el barrio y se despiden de forma generosa al apearse. Más de un millar de conversaciones entrecruzaudas en otros tantos recorridos pausados a través de curvas infinitas y estrechas calles con nombres de santos y militares. 

Carros de la compra, de bebé, garrotas, muletas, bolsas del mercadillo... Los aperos acarreados por los consumidores de este medio de transporte son comunes y comparten un origen humilde y práctico. No esperen encontrar en esta ruta teléfonos móviles de última generación, auriculares estridentes, bolsos de marca o cualquier otra señal de superficialidad.    

Las líneas de bus más afamadas tienen su propio apelativo. Como el 130 (de Villaverde a Vicálvaro y paso por Vallecas), conocido hace lustros como el yonquibús por la alta presencia de adictos a la heroína. De hecho, cuenta la leyenda que los toxicómanos se pinchaban el dedo antes de subir y vertían su sangre sobre las monedas, buscando que el chófer de turno las rechazara y poder viajar gratis. Para el 177, tal vez el apelativo de yayobús le haría justicia.  

Si Miguel Ríos compuso El blues del autobús, a este le iría más bien un pasodoble o una copla. O, por qué no, una oda a esos valientes que, después de una vida de trabajo, ven menguar su pensión año a año a manos de trileros de los números gruesos. Y aún así, siguen dando lecciones a una juventud abotargada, que mira cómo lentamente sus derechos se alejan de ellos. Como ese 177 por la cuesta de Pinos Baja.

jueves, 1 de marzo de 2018

Alta tensión

Las consecuencias de la corriente eléctrica sobre el cuerpo humano, según el Ministerio de Trabajo, "pueden ocasionar desde lesiones físicas secundarias (golpes, caídas, etc.) hasta la muerte por fibrilación ventricular". En cambio, otro tipo de corriente, como es la que mana del enchufismo, parece altamente beneficiosa en España para conseguir un empleo.

Así, más del 70% de las vacantes laborales se cubre con "conocidos", según un reciente estudio. Ya sea para el hijo del concejal, el compañero de estudios universitarios o la bailarina de striptease favoritos, el llamado mercado oculto guarda puestos donde el único requisito es ser un aliado fiel del responsable de turno.

Esta realidad, sin prender en los grandes titulares, conforma una divisa de la Marca España. Tal es la aceptación de este método que, lejos de provocar escándalo, se justifica con las explicaciones más variopintas: "es una persona válida, la conozco desde hace tiempo", "se lo merece, ha tenido muy mala suerte en su vida" o "no le queda nada por demostrar". El autoengaño como herramienta para justificar aquello que carece de defensa. 

El virus del enchufismo está dentro de cada empresa, corroe cada organismo público o privado. Convocatorias para funcionarios diseñadas a la carta, cargos creados ad hoc para ubicar a determinados sujetos, reestructuraciones de departamentos enteros con el objeto de hacer un hueco al protegido, movimientos ilógicos de personal para encajar la pieza deseada... Estas prácticas subrepticias, que no responden a ningún razonamiento económico, se anteponen a la sacrosanta productividad y a la lógica del mercado.  

La genuina reconversión industrial se vive a diario, en el momento en que las compañías se transforman en agencias de colocación e, incluso, en ONG, dando un puntapié a cualquier ética o escrúpulo. Los criterios de idoneidad para el puesto pierden todo valor cuando el argumentario del mando en cuestión mana del corazón o directamente de la bragueta.

Como complemento al enchufismo, existe un deporte de masas practicado a diario en la inmensa mayoría de las grandes empresas patrias: despachear. Este término, aún no admitido por la RAE (tomen nota, académicos), podría definirse como la "acción y efecto de conseguir en los despachos de los superiores ascensos u otras prebendas en beneficio del interviniente". De hecho, hay quien suma tantos kilómetros recorridos sobre las moquetas entre despacho y despacho que podría retar al mismísimo Mo Farah. 

En los casos más tragicómicos, la corrupción humana provoca que quienes en su juventud fueron adalides del concepto de meritocracia lo usen de manera arbitraria al quedarse calvos. Señores: hacerse trampas al solitario queda feo con uno mismo, pero si se realizan a ojos del público sin ningún rubor, negando la evidencia, resulta algo francamente patético. 

jueves, 15 de febrero de 2018

Un invierno en Rusia

El frío, como la belleza, es relativo. Lo que en España hace unos días se consideró la mayor nevada en años, en Rusia supone un día de invierno más. Algo que pude comprobar en la tierra del frío, el corazón de Siberia, donde los -20 grados permiten vender pescado fresco en la calle, los carámbanos de las cornisas son peligro de muerte durante el deshielo, prescindir de guantes a la hora de fumar resulta una temeridad y el alcohol se vuelve un arma de destrucción para quien pierde la conciencia sobre la nieve.

Novosibirsk es una ciudad de contrastes, como los de sus temperaturas: si en verano puede alcanzar los 40 grados, no es extraño que el invierno deje el termómetro con 40 negativos. El hielo toma el río Obi, un espejo en el que se reflejan los anhelos de un pueblo. Y la nieve, donde destella un sol descomunal cuando las nubes le dejan paso, cubre mobiliario urbano, automóviles y unos edificios que parecen soportar todos los siglos de la Historia.

La población se ha adaptado a esas condiciones; de hecho, los carros de bebé llevan incorporado el modo trineo, con esquíes metálicos en lugar de ruedas. En ausencia de playa, los niños salen al parque palas en mano, con las que escavar la nieve, y se lanzan en colchones hinchables ladera abajo. Mientras, los hombres utilizan esas mismas palas a gran escala para afanarse en retirar un manto blanco que siempre regresa a su estado original. 

Las palomas y los carboneros (синицы), los pájaros característicos de la zona, sobreviven en casas fabricadas con cartones de leche pendientes de las ramas y se alimentan del pan arrojado por los habitantes, en torno al cual se arremolinan por decenas. Los abedules son los únicos que aguantan estoicos ese aire que se mete en los huesos. 

El asfalto, con una pasta mezcla de barro y nieve, sostiene las heladas con arena. Sobre él esperan los autobuses hasta estar completos, con revisores que venden el billete en mano pasillo arriba, pasillo abajo. El volante a la derecha distingue a los coches japoneses de los autóctonos, todos siempre de un color indefinido fruto del cieno. Nutridos por gasolina a 0,50 euros el litro, forman atascos interminables, dejando tras de sí largas columnas de humo. Como las de esas centrales exorbitantes, en constante combustión para hacer los hogares habitables.  

Ponerse a cubierto es la opción más oportuna. Ya sea bajo tierra, en un suburbano donde es posible oír el silencio pese a la multitud; en las tiendas de helados -que hacen su agosto en diciembre-; en el mayor teatro del mundo -frente a la estatua imponente de Lenin- o visitando un museo, como el de la URSScapaz de teletransportar al pasado que nunca será. Concurridos también están los pabellones deportivos, donde el hockey eclipsa al fútbol, y los centros comerciales, enfrentados a eternas cúpulas doradas. 

El único fuego resistente a la intemperie es la llama en memoria del soldado siberiano desconocido, a los pies de la Madre Patria. Desprende un calor intenso, sólo comparable al que emana de una mesa bien repleta de guisos en el interior de una casa rusa. Cuando se franquea el umbral, la estereotipada frialdad eslava se derrite: tener la oportunidad de compartir la preparación de unos sabrosos пельмени junto a personas -spoiler: no son bots- que te abren su corazón te reconcilia con el ser humano.