Despertador. Café. Ducha. Atasco. Trabajo. Comida. Conversaciones insulsas. Trabajo. Atasco. Cena. Tele. Cama. Hay días que se pueden predecir con precisión milimétrica. Como al personaje de Bill Murray en Atrapado en el tiempo, la sucesión de acontecimientos (en su mayoría, anodinos) nos abducen durante largas fases sin apenas advertirlo. Y el único riesgo que se afronta es el de exponerse a una profunda caída en el precipicio del tedio.
La Física reconoce a la inercia como la propiedad de los cuerpos de permanecer en un estado de reposo o movimiento relativos. En una definición más prosaica, podría referirse como esa capacidad del ser humano para continuar imbuido en sus hábitos durante un prolongado periodo (de hecho, la RAE, en la segunda de sus acepciones, la describe como "rutina" y "desidia").
La Física reconoce a la inercia como la propiedad de los cuerpos de permanecer en un estado de reposo o movimiento relativos. En una definición más prosaica, podría referirse como esa capacidad del ser humano para continuar imbuido en sus hábitos durante un prolongado periodo (de hecho, la RAE, en la segunda de sus acepciones, la describe como "rutina" y "desidia").
Septiembre es un mes de inercias. El retorno a la jornada laboral o la renovación de los buenos propósitos (ya sea volver al gimnasio, sufrir menos estrés o retomar el contacto con las viejas amistades) marcan la agenda de millones de personas. Objetivos que, también por inercia, se suelen aparcar en la primera cuneta con forma de excusa.
La magnitud de los proyectos, en ocasiones, acaba hundiéndolos antes de echar a rodar. El tamaño de las aspiraciones va en función de la persona: si el cambio de vida para un sujeto pasa por mudarse de vivienda, para otro puede resolverse con probar una nueva marca de papel higiénico. Sin entrar en las hazañas particulares, quebrar la inercia parece, en cualquiera de los casos, un ejercicio saludable.
Para ello, no es necesario realizar grandes gestas, como enrolarse en una expedición humanitaria o peregrinar a un lugar recóndito en busca de paz espiritual. Basta con mínimas alteraciones en una existencia empapada por la costumbre. Pequeñas huidas de uno mismo, engaños en apariencia insignificantes a esa trampa que el hábito nos coloca enfrente a diario.
Por ejemplo, regresar a casa por calles distintas a las del itinerario habitual, en una suerte de microviaje a zonas tan cercanas como desconocidas. O entrar a una iglesia sin ánimo devoto, sólo para sentarse en un banco a escuchar el silencio. O, por qué no, cambiar los horarios de las prácticas sexuales, perfumando de orgasmo una jornada corriente. Incluso, elegir el secador de manos en lugar de las toallas de papel, aprovechando su zumbido para canturrear en voz alta en cualquier baño público.
Éstas u otras excentricidades, ejecutadas sin caer en la rutina, sirven para escapar de la inercia, frenarla en seco y hacerle un corte de mangas al aburrimiento. Los grandes cambios, dicen, comienzan por modificaciones nimias. Quizás después de un tiempo, cuando queramos darnos cuenta, todo a nuestro alrededor se habrá desprendido de esa capa gris para adquirir un nuevo matiz que ponga luz a nuestros días.
Éstas u otras excentricidades, ejecutadas sin caer en la rutina, sirven para escapar de la inercia, frenarla en seco y hacerle un corte de mangas al aburrimiento. Los grandes cambios, dicen, comienzan por modificaciones nimias. Quizás después de un tiempo, cuando queramos darnos cuenta, todo a nuestro alrededor se habrá desprendido de esa capa gris para adquirir un nuevo matiz que ponga luz a nuestros días.
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