jueves, 15 de febrero de 2018

Un invierno en Rusia

El frío, como la belleza, es relativo. Lo que en España hace unos días se consideró la mayor nevada en años, en Rusia supone un día de invierno más. Algo que pude comprobar en la tierra del frío, el corazón de Siberia, donde los -20 grados permiten vender pescado fresco en la calle, los carámbanos de las cornisas son peligro de muerte durante el deshielo, prescindir de guantes a la hora de fumar resulta una temeridad y el alcohol se vuelve un arma de destrucción para quien pierde la conciencia sobre la nieve.

Novosibirsk es una ciudad de contrastes, como los de sus temperaturas: si en verano puede alcanzar los 40 grados, no es extraño que el invierno deje el termómetro con 40 negativos. El hielo toma el río Obi, un espejo en el que se reflejan los anhelos de un pueblo. Y la nieve, donde destella un sol descomunal cuando las nubes le dejan paso, cubre mobiliario urbano, automóviles y unos edificios que parecen soportar todos los siglos de la Historia.

La población se ha adaptado a esas condiciones; de hecho, los carros de bebé llevan incorporado el modo trineo, con esquíes metálicos en lugar de ruedas. En ausencia de playa, los niños salen al parque palas en mano, con las que escavar la nieve, y se lanzan en colchones hinchables ladera abajo. Mientras, los hombres utilizan esas mismas palas a gran escala para afanarse en retirar un manto blanco que siempre regresa a su estado original. 

Las palomas y los carboneros (синицы), los pájaros característicos de la zona, sobreviven en casas fabricadas con cartones de leche pendientes de las ramas y se alimentan del pan arrojado por los habitantes, en torno al cual se arremolinan por decenas. Los abedules son los únicos que aguantan estoicos ese aire que se mete en los huesos. 

El asfalto, con una pasta mezcla de barro y nieve, sostiene las heladas con arena. Sobre él esperan los autobuses hasta estar completos, con revisores que venden el billete en mano pasillo arriba, pasillo abajo. El volante a la derecha distingue a los coches japoneses de los autóctonos, todos siempre de un color indefinido fruto del cieno. Nutridos por gasolina a 0,50 euros el litro, forman atascos interminables, dejando tras de sí largas columnas de humo. Como las de esas centrales exorbitantes, en constante combustión para hacer los hogares habitables.  

Ponerse a cubierto es la opción más oportuna. Ya sea bajo tierra, en un suburbano donde es posible oír el silencio pese a la multitud; en las tiendas de helados -que hacen su agosto en diciembre-; en el mayor teatro del mundo -frente a la estatua imponente de Lenin- o visitando un museo, como el de la URSScapaz de teletransportar al pasado que nunca será. Concurridos también están los pabellones deportivos, donde el hockey eclipsa al fútbol, y los centros comerciales, enfrentados a eternas cúpulas doradas. 

El único fuego resistente a la intemperie es la llama en memoria del soldado siberiano desconocido, a los pies de la Madre Patria. Desprende un calor intenso, sólo comparable al que emana de una mesa bien repleta de guisos en el interior de una casa rusa. Cuando se franquea el umbral, la estereotipada frialdad eslava se derrite: tener la oportunidad de compartir la preparación de unos sabrosos пельмени junto a personas -spoiler: no son bots- que te abren su corazón te reconcilia con el ser humano.

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