lunes, 15 de octubre de 2018

Rostros conocidos

Nuestro círculo social se compone de tres tipos de sujetos: amigos, familiares y compañeros. A los primeros (donde podría incluirse la pareja) los elegimos a conciencia; los segundos son impuestos y de vínculo indisoluble (el contacto puede perderse, pero no quiebra el parentesco); mientras que los terceros, si bien son igualmente forzosos, desaparecen una vez abandonado el espacio común (trabajo, centro de estudios, vivienda, etc.).  

Cualquiera de los individuos descritos puede cambiar de categoría (por ejemplo, un compañero puede convertirse en amigo en un momento dado) o formar parte de varios grupos a la vez (el ejemplo paradigmático sería el de un pariente enchufado en la empresa por otro familiar con quien, a su vez, mantiene una estrecha amistad).    

Paralela a las anteriores, existe una cuarta clase: tipos con los que nos cruzamos a diario pero de los que no sabemos absolutamente nada. O, en el mejor de los supuestos, únicamente el oficio. Su rutina se entrelaza con la nuestra en un momento dado. Puede ser cuestión de segundos o, a lo sumo, desplazamientos circunstanciales. Y de esa repetición del encuentro surge una complicidad invisible.

Durante la jornada, cada persona acumula un grupo más o menos nutrido por esta variedad de personajes. Una vez puesto el pie en el asfalto, mi mañana comienza topándome con el doble de Benzema. En su caso, en lugar del Real Madrid, regenta una frutería de barrio. Me gusta pensar que realmente se trata del jugador de fútbol, en un intento de emular a Simone Weil y ocupar el lugar del trabajador para conocer su modo de vida. 

Unos pasos más adelante, llega el turno del heavy: un hombre de mediana edad con camiseta de AC/DC, coleta cana deshilachada y paso ligero aferrado a un cigarro eterno. Podría pensarse que vive esclavizado por el tabaco, que en su caminar brioso intenta alcanzar al mismo humo que exhala. O que simplemente huye de esa mujer en patinete eléctrico, siempre con ropas coloridas, que pasa por el mismo punto unos minutos más tarde.

En el 49, entre la terna de buseros que se suceden, el más inquietante es aquél de mediana edad, barbilla afilada, barba rasurada y sonrisa perenne. Una mueca inquietante, que parece esconder un gran secreto (¿oculta un cadáver en el motor?). En ese mismo autobús, entre todas las caras conocidas, destaca la del jubilado con raya a la izquierda, orejas grandes y aspecto de viejo galán de telenovela, que mantiene un vivo debate silente consigo mismo: mueve los labios, cabecea, gesticula, se encoge de hombros, rebatiendo mil veces sus propios argumentos. 

El kioskero furioso, la anciana que ha firmado un pacto con el diablo, el albañil sentado en el poyete del local frente al cierre echado, la peluquera vestida de rosa y negro que friega la acera... Todos ellos, vosotros, yo mismo, conformamos una congregación de rostros conocidos para otros. Quizás nunca se rompa el silencio entre nosotros, pero un simple cruce de miradas basta para fijar el recuerdo en la mente del prójimo. Y con esa sencilla evocación, aunque jamás lleguemos a conocernos, siempre permaneceremos vivos. 

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