domingo, 1 de julio de 2018

Espíritus trocados

"Tomo cuatro pinchos en el bar, porque si me trae mi mujer algo, no puedo ni comer tranquilo: los clientes te piden hasta la Constitución, no te dejan en paz, les da igual si te ven comiendo. Estás de espaldas a la barra y te gritan 'ponme un café': ni buenos días, ni por favor, ni gracias. ¿Cuando van a la carnicería hacen lo mismo? Seguro que no. Yo hace diez años no era así. ¿Y cómo no te va a cambiar el carácter?".

Mario sostiene en solitario su bar, con la ayuda puntual de su padre, ya jubilado. Exhibe una ostensible cojera fruto de una fascitis plantar crónica, mal curada por su imposibilidad de cerrar el negocio para tratarse. Pero el pie parece ser lo que menos le duele a un hombre que atisba el medio siglo de vida hastiado por su trabajo. Una apatía que traslada al cliente y que muta en cólera cuando una de ellas le espeta a bocajarro magdalena en mano: "Haber estudiao".

No muy lejos de su local, Luis regenta un kiosco de prensa, situado de cara a un edificio del que apenas le separan un par de metros. Esquiva la mirada a los vecinos y elude el buenos días de rigor desde su habitáculo de dos metros cuadrados. En soledad. Es la imagen de un negocio, el de la prensa, en franca decadencia, ensimismado y nostálgico de tiempos mejores.

En ese mismo bloque donde el kiosquero arroja sus modales, las planchas de pladur dejan pasar cada golpe, corrimiento de sillas, grito, nota musical o centrifugado en cualquier dirección. Bien lo sabe Carla, para quien conciliar el sueño cada noche se convierte en un reto: sus vecinos del tercero infringen a diario las normas más básicas de la convivencia vecinal, para perjuicio de sus nervios y los de su perro. El animal gestiona la tensión a golpe de ladrido, por lo que Santiago y Ana, en el piso inferior, son daños colaterales de un mal precedente.

Pero, ¿dónde arranca esa cadena de quebrantos? ¿Quién comienza esa bola de nieve de ira que arrasa con todo lo que se cruza? 

Abrir la puerta y no recibir un gracias, frenar a medio paso de peatones ante un acelerón de coche, toparse con un infiltrado en la cola de la panadería, ser víctima de una mentira interesada... Son acciones aparentemente nimias, que suceden a diario. Pero hilvanadas conforman un lienzo propicio para el pincel de la irritación. 

Un trabajo ingrato, un vecino desconsiderado, un familiar molesto o un cónyuge resentido pueden ser focos de hartazgo. Administrados en pequeñas dosis, vía espíritu, elaboran un cóctel tóxico que envenena lentamente el carácter del más templado, como la enfermedad más virulenta, hasta mutarlo en una figura donde no se reconoce.

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