jueves, 1 de noviembre de 2018

El alma de las cosas

Durante siglos, la religión utilizó el concepto de alma para atemorizar a sus fieles. La amenaza del pecado y la noción de condena eterna sirvieron para perpetuar su poder sobre la sociedad. Ya en el siglo XX, la ciencia retomó lo que parecía una abstracción propia de la fe para elucubrar con teorías cuánticas sobre su existencia.

Ambos campos coinciden en que ese alma, forrada de vida, es particular del ser humano. Los actos, pensamientos o emociones de cada uno de nosotros componen, en cierta manera, una fuerza, un ánimo, que aparenta acompañarnos en cada uno de nuestros movimientos o decisiones. Como si una energía fluyera en cada obra de la que tomáramos parte.

Pero determinados objetos o lugares se impregnan, de una forma inexplicable, de la energía que el sujeto imprime sobre ellos. Es común que los utensilios de los difuntos, una vez desprendidos de sus ex propietarios, sean observados por los vivos como una parte cuasi animada que el muerto dejó antes de la partida. Ropas, relojes, herramientas, joyas, menaje de cocina o útiles de escritorio rememoran con su sola presencia la del finado. 

Entre los cuerpos inanimados con cualidades chamánicas destacan las casas. Los espacios donde las personas desarrollan su cotidianidad, estrellan sus frustraciones, construyen sus sueños, desatan su ira o cultivan el amor se empapan de sentimientos. Desgarrando las cortinas, en cada desconchón de los muebles, por cada poro de la pared o entre la juntas de las baldosas se filtra la personalidad del habitante, ya sea circunstancial o perenne. 

Lo más inquietante en toda esta labor de transposición de pasiones se produce cuando esos objetos adquieren la capacidad de influir en sus portadores venideros: de alguna forma, cobran vida propia y acaban por intervenir en la de los otros. Si dentro de una familia sus consecuencias se manifiestan con objetos que pasan de padres a hijos o de abuelos a nietos, más turbador resulta cuando este proceso de transmisión se da entre completos desconocidos. 

No es extraño el caso de inquilinos que han acabado compartiendo la misma suerte del anterior arrendatario: divorcios, cambios de empleo, traslados, constitución de familias... Como si el alquilado dejara retazos de su propia ventura en el interior del hogar, el inmueble se embebiera de ello y lo trasladara al siguiente morador. 

Por eso, nunca está de más interesarse, aunque sea a grandes rasgos, por la vida del anterior inquilino. De la actual casa donde habito, partió hace un año y medio un ítalo-argentino que voló al extranjero dejando una chaqueta en el armario y una convocatoria electoral en el buzón. Este bulín fue su última estancia antes de dejar España. ¿Y cómo ocurrió con vos?

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