La última puesta de sol que prologa septiembre es un agujero de gusano que nos lleva sin remedio a una palabra, verano, que mañana ya no tendrá sentido. Me transporto así al Este, a la tierra donde un águila bicéfala abarca con cuatro ojos el perímetro terráqueo. Contradictoria, como ese lugar denominado a la vez capital zarista y cuna de la revolución: San Petersburgo.
La ciudad de los tres nombres late a lo ancho, exige 10 minutos para recorrer una manzana y esconde tras cada esquina un meandro del Neva. En las fachadas conviven escudos comunistas con tiendas de Gucci en caracteres cirílicos sobre edificios seccionados por el bisturí de las bombas de la Segunda Guerra Mundial.
Allí donde el 70% de los días llueve, las floristerías abren las 24 horas y los árboles ponen el contrapunto vertical, creciendo en bosques eternos a las afueras. Las palomas, osadas, no levantan el vuelo fácilmente; las arañas adornan con sus telas trenzadas puentes y paredes y los gatos, que hasta cuentan con su propia república, se pasean imperiales, sabiéndose símbolo de una urbe donde los semáforos fabrican atletas olímpicos: 10 segundos en verde para salvar 100 metros de infinita avenida.
La pintura descascarillada del frontis de los bloques de viviendas amaga derrumbe en contraste con unas puertas metálicas, como sacadas de las planchas del Aurora, que siempre abren hacia el exterior. Dentro (fuera zapatos) los altos techos decimonónicos y los amplios ventanales sin persianas marcan el guion, con la bañera y el retrete viviendo en estancias separadas. ¿Quiere un piso con vistas al golfo de Finlandia por un millón de rublos? Observe los anuncios en los vagones de metro, que al país del té y el vodka las burbujas no han llegado.
El suburbano más profundo del mundo, con escaleras kilométricas, guarda un museo de columnas, mosaicos, estatuas y relieves en estaciones que en nada envidian a las salas de los palacios de Peterhof. Vagones pre-zaristas chirrían a velocidades supersónicas bajo tierra y, en la superficie, viejos Lada se confunden con Audi importados y camiones de riego de los 50. Los autobuses privados, con la palanca de cambios sujeta por celofán, son conducidos por uzbecos y tayikos que compiten con los buses públicos, donde las mujeres-revisoras son ley.
La mayoría femenina llega a todos los estratos sociales, dando lugar a una heterogénea mezcla en las calles entre pintoras de brocha gorda y recias abuelas capaces de descabezar a posibles ladrones. Y más aún que la nieve recién caída resplandece la belleza fría de esas mujeres con piernas infinitas y rostros cincelados que con una mirada desarman.
Sus esbeltas figuras proceden de una dieta al ralentí: desayunos abundantes y comidas mesuradas (esa sopa Borsh...) preceden a cenas frugales o, en ocasiones, inexistentes. Ya lo dicen ellas: "Desayuna para ti, comparte el almuerzo con tu amigo y da la cena a tu enemigo". Y aunque recomienden no beber agua del grifo, en San Peterburgo se bebe. De hecho, el tamaño mínimo de la cerveza descarga medio litro de alcohol en vena, que siempre puede acompañarse de un pitillo, con el Marlboro a 1,5 euros.
En el país de donde siempre vienen los malos de las películas, mi único miedo fue quedar encerrado en el ascensor y tener que pedir ayuda en el idioma nativo. Ni rastro de esa preocupación tan española por tener la fachada impecable, disponer de una tele de 40 pulgadas o hallar un enchufe para recargar el móvil. Incluso una gotera no es una catástrofe. La vida es otra cosa: disfrutar de una conversación animada, la lectura sobre un colchón en el suelo o compartir unos blini con smetana. Ver los rayos del sol ya es un buen motivo para sonreír.
Allí donde el 70% de los días llueve, las floristerías abren las 24 horas y los árboles ponen el contrapunto vertical, creciendo en bosques eternos a las afueras. Las palomas, osadas, no levantan el vuelo fácilmente; las arañas adornan con sus telas trenzadas puentes y paredes y los gatos, que hasta cuentan con su propia república, se pasean imperiales, sabiéndose símbolo de una urbe donde los semáforos fabrican atletas olímpicos: 10 segundos en verde para salvar 100 metros de infinita avenida.
La pintura descascarillada del frontis de los bloques de viviendas amaga derrumbe en contraste con unas puertas metálicas, como sacadas de las planchas del Aurora, que siempre abren hacia el exterior. Dentro (fuera zapatos) los altos techos decimonónicos y los amplios ventanales sin persianas marcan el guion, con la bañera y el retrete viviendo en estancias separadas. ¿Quiere un piso con vistas al golfo de Finlandia por un millón de rublos? Observe los anuncios en los vagones de metro, que al país del té y el vodka las burbujas no han llegado.
El suburbano más profundo del mundo, con escaleras kilométricas, guarda un museo de columnas, mosaicos, estatuas y relieves en estaciones que en nada envidian a las salas de los palacios de Peterhof. Vagones pre-zaristas chirrían a velocidades supersónicas bajo tierra y, en la superficie, viejos Lada se confunden con Audi importados y camiones de riego de los 50. Los autobuses privados, con la palanca de cambios sujeta por celofán, son conducidos por uzbecos y tayikos que compiten con los buses públicos, donde las mujeres-revisoras son ley.
La mayoría femenina llega a todos los estratos sociales, dando lugar a una heterogénea mezcla en las calles entre pintoras de brocha gorda y recias abuelas capaces de descabezar a posibles ladrones. Y más aún que la nieve recién caída resplandece la belleza fría de esas mujeres con piernas infinitas y rostros cincelados que con una mirada desarman.
Sus esbeltas figuras proceden de una dieta al ralentí: desayunos abundantes y comidas mesuradas (esa sopa Borsh...) preceden a cenas frugales o, en ocasiones, inexistentes. Ya lo dicen ellas: "Desayuna para ti, comparte el almuerzo con tu amigo y da la cena a tu enemigo". Y aunque recomienden no beber agua del grifo, en San Peterburgo se bebe. De hecho, el tamaño mínimo de la cerveza descarga medio litro de alcohol en vena, que siempre puede acompañarse de un pitillo, con el Marlboro a 1,5 euros.
En el país de donde siempre vienen los malos de las películas, mi único miedo fue quedar encerrado en el ascensor y tener que pedir ayuda en el idioma nativo. Ni rastro de esa preocupación tan española por tener la fachada impecable, disponer de una tele de 40 pulgadas o hallar un enchufe para recargar el móvil. Incluso una gotera no es una catástrofe. La vida es otra cosa: disfrutar de una conversación animada, la lectura sobre un colchón en el suelo o compartir unos blini con smetana. Ver los rayos del sol ya es un buen motivo para sonreír.
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