viernes, 15 de diciembre de 2017

Mirar por la ventana

Enmarañados en las redes sociales o masticando la basura catódica que expulsa la televisión, las personas ya no miran por la ventana. Salvo para tender la ropa, regar las plantas o comprobar el estado del tiempo, pocos se detienen a contemplar su mundo inmediato más allá de las cuatro paredes que los encierran.

Las connotaciones negativas que arrastra este acto de plena libertad coartan a la inmensa mayoría. Las voces maledicentes que los tildan de "cotillas" provocan que estos individuos temerosos encaren el dintel con vergüenza, como queriendo esquivar la visión que se les presenta al otro lado de su reflejo.

Descorrer cortinas, levantar persianas y atravesar el vidrio con la mirada es la forma más preclara de aventar la mente. Admirar el brillo del sol entre las nubes, envolverse en la melancolía mientras resbalan las gotas de lluvia por el cristal o abstraerse en el vuelo de una golondrina son alimento para el espíritu. 

Una de las maravillas que ofrece mirar por la ventana es la de comprobar la mutabilidad del tiempo. El paso de los años puede corroborarse, por ejemplo, a través del deterioro de los ladrillos en las fachadas. Al igual que la marcha del procés se determina por la paulatina degradación de las banderas de España pendientes de los balcones.

Desde la cristalera, el ser humano se observa a sí mismo, como si la sociedad que otea fuera un espejo donde encontrarse. Ya en la estampa de ese anciano que, envuelto en su bata gris, se marchita cada invierno ante una pantalla. Ya en esa otra mujer que, en las noches de verano, se adentra en la cocina desnuda mientras sus curvas se intuyen entre la tenue luz de la nevera. 

Las interacciones sociales que se muestran a cielo abierto nos hacen reflexionar acerca de la condición animal que aún habita en nosotros. Cada grito, cada insulto, cada falta de civismo presenciado desde ese mirador interior nos golpea el estómago para presentarnos como una especie miserable a medio evolucionar. 

Para los atribulados, la única salida es acodarse en el balcón, encender un pitillo y apuntar la vista al cielo al compás del humo que se eleva, como esas aspiraciones que siempre mueren no se sabe dónde. Mientras otros, los más descreídos, deciden estrellar sus anhelos contra el asfalto en una caída cruel que les sirve de feroz epitafio.

viernes, 1 de diciembre de 2017

Tetuán

Tetuán, palabra originaria del bereber, traducida como "los ojos", ciudad al norte de Marruecos. Tetuán, barrio de Madrid, 17,3% de población extranjera, lugar de contrastes. Ambos puntos, separados por cientos de kilómetros, tienen en común el mismo aire mediterráneo lleno de arabescos que se respira, se ve, palpita en sus calles.

Un paseo por el Tetuán ibérico descubre estampas de otro tiempo. Como la de ese niño en calzoncillos que camina de la mano de su madre, mientras ésta le replica en voz alta, como si no sólo él fuera destinatario de su discurso, que debe estudiar. O la de aquella anciana de avanzada alopecia que deambula en silencio junto a su marido, a quien su prominente abdomen le asoma bajo una camiseta de Metallica.

En sus cruces de caminos se entremezclan mujeres con acento latino de pronunciadas curvas y chulazos de gimnasio; filipinas que arrastran carros de la compra repletos de viandas; hombres enjutos de piel morena que se sientan alrededor de una mesa presidida por un tablero de ajedrez mientras discuten en árabe y beben café.

Y es que Tetuán suena a idiomas indescifrables, como los de esos viajeros llegados del Este que comparten banco en un parque encajado entre cuatro edificios. Mismo emplazamiento donde una legión de jubilados, ejemplo de una integración sobrevenida, gira la cabeza al paso de adolescentes sexualizadas, empeñadas en enseñar más de lo que insinúan. 

Tetuán huele a puesto de frutas abierto hasta la madrugada, donde las cajas apiladas con géneros de vivos colores atraen la atención de viandantes sin rumbo fijo. Y tiene el sabor especiado de las decenas de kebab que lo salpican a lo largo de la calle Bravo Murillo y los pasadizos que la anudan como nervios desquiciados.

El barrio deja imágenes pintorescas a su paso. Como la de ese hombre, cerveza de medio litro en mano, que contempla las ofertas de la carnicería. O la de un carrito de supermercado encadenado al mobiliario urbano, que escenifica cómo la propiedad privada ha arraigado en todas las clases sociales. O la de ese joven nórdico que proclama a gritos su disconformidad con el mundo cuando el conductor de autobús le demanda el pago del billete.

La Puerta de Europa, donde las combadas Torres Kio no acaban de abrazarse, prologan uno de los enclaves de la capital cuyo acervo se aleja más de la tradición gatuna. Donde instantáneas propias de parajes remotos se reproducen a escasos metros de la Plaza de Castilla, un lugar en el que los juzgados, las torres gemelas más altas de la Península y los restaurantes de comida rápida se turnan en una guardia perenne.  

miércoles, 15 de noviembre de 2017

De bares

Disfrutar de la aparente soledad en un bar es una práctica que toda persona debería exigirse. Mirar de frente a la vida en una recinto de escasos metros cuadrados, donde en cualquier momento pueden suceder cosas extraordinarias, está a la altura de las experiencias consideradas más placenteras: conmoverse ante una buena novela, realizar un viaje al lugar más recóndito o gozar del orgasmo más intenso. 

El demiurgo en forma de camarero, desde su privilegiada posición tras la barra, contempla las escenas de un retablo donde el alcohol es alfa y omega. En su rol, puede salir palizas, psicoanalizar al cliente en tan sólo dos botellines y ser capaz de contarte cosas de ti mismo que desconocías. O puede ser silencioso, dedicarse fielmente a la función que le tocó en suerte y quebrar su mutismo únicamente con preguntas rápidas: "¿caña o botellín?", "¿la leche caliente?", "¿me cobro de aquí?". Hasta dispone de la potestad de alegrarte el día cuando es la única persona del mundo que aún te llama "chaval"

Todo bar que se precie de tal catalogación cuenta con su propio grupo de parroquianos, que discuten, ríen fuerte o ahogan sus miradas en el fondo del vaso. Jueces, limpiadoras, profesores, albañiles, policías, parados... Profesiones liberales que fondean a ras de barra, donde establecen guardia desde primera hora hasta el cierre, en turnos rotatorios, como el puesto de un centinela atento a la siguiente acometida de la vida. 

En el decorado del recinto, resultan fundamentales las tapas en la vitrina del mostrador, de una antigüedad totalmente indescifrable. Pero despreciar el piscolabis más rancio, servido por unos dedos que han recorrido durante 12 horas todos los recovecos del local (desde el lavaplatos a los fogones, pasando por la cisterna o el cubo de basura), no resulta del todo elegante. 

Como una mezquita, una escuela o un hospital, el bar dispone de sus propios códigos y se muestra como el punto idóneo en el que seguir eventos que cambian el rumbo de la Historia, ya sea una final de la Champions o la votación de la independencia de Cataluña. Un espacio donde, entre trago y trago, se es capaz de tomar con máxima clarividencia decisiones que otros no ven: desde la consecución del último punto de set hasta la ejecución de los Presupuestos del Estado. Y en el que, cómo no, puede conocerse el amor a través de los besos más apasionados de cualquier amante furtivo al calor del amor en un bar

Cara y Cruz, El Mancheguito, Mabe, El Palentino, Pascual, La Emil, Franva, El Palomar, Juvima, López, El Chaparral... Multitud de nombres para una infinidad de parajes con carácter que comparten la misma magia e idéntica batalla contra la lacra del franquiciado. Lugares donde nadie conoce tu nombre, pero en los que, cuando te despiden con un “hasta mañana”, te sientes parte integrante y fundamental de una comunidad única.

miércoles, 1 de noviembre de 2017

100 octubres después

Hace un siglo, distancias que hoy se perciben cortas tardaban días en salvarse a bordo de un tren de vapor o a lomos de un caballo. Las comunicaciones, sin la instantaneidad de internet, se dejaban en manos del telégrafo o el correo postal. Y la digitalización no era más que una quimera para unas fábricas que comenzaban a desperezarse. Todos aquellos medios, aunque ya muy lejanos, fueron fundamentales para construir el mundo actual.  

Entre las principales transformaciones, por su relevancia social, se encuentra la Revolución de Octubre, de la que el próximo 7 de noviembre se cumplen 100 años. Un cambio que, como el propio del calendario juliano vigente por entonces en Rusia (que calificó a la revolución "de octubre", por suceder el 25 de ese mes, fecha correspondiente al 7 de noviembre del calendario gregoriano), cogió a todo el planeta con el pie cambiado cuando un joven Lenin se puso al frente de los bolcheviques.

Para una gran mayoría de la sociedad occidental, ensalzar hoy las conquistas de ese periodo es sinónimo de hagiografía del totalitarismo estalinista. Como si el elogio de las libertades conseguidas por la Revolución Francesa de 1789 supusiera automáticamente identificarse con las tropelías napoleónicas que vinieron más tarde. Obvian así una cuestión principal: la diferenciación radical existente entre el socialismo real y la revolución que dio pie a él. Algo que mentes preclaras del siglo XX, como la del historiador Eric Hobsbawm, sí supieron ver.

Incluso desde una parte de la izquierda, que despreció (y aún hoy lo hace) a quienes rememoraban Octubre, se desprestigió esa memoria. De hecho, hasta el propio régimen de la URSS en un momento dado quiso sepultar su legado. Como describen Jesús Izquierdo y Jairo Pulpillo en la magnífica obra coral 1917. La Revolución rusa cien años después: "La utopía revolucionaria se transformó en una revolución distópica cuyo resultado fue, paradójicamente, el encubrimiento de un pensamiento antiutópico según el cual 1917 ya no podía ser más que pensado como acontecimiento histórico que, afortunadamente, había sido superado".

El desarrollo de derechos políticos y laborales, unidos a los primeros pasos serios en la emancipación de la mujer, fueron la gran hazaña de ese acontecimiento, que tuvo como consecuencia la concesión de ciertas garantías (sentando las bases del hoy cuestionado Estado del Bienestar) en las sociedades occidentales, cuyos gobiernos temían la propagación del terror rojo. Unos avances que, pasada una centuria, ya sea por las crisis económicas nacidas de la insaciable voracidad o por la connivencia de gobiernos timoratos, se diluyen peligrosamente, acentuando las diferencias sociales que el sistema económico imperante prometía erradicar. 

De forma antitética, hoy el comunismo sigue muy vivo de la mano de sus más acérrimos detractores en una variante perversa: "líneas de crédito en condiciones ventajosas" a bancos en quiebra, pago del mal llamado "déficit tarifario" a compañías energéticas o indemnizaciones a sociedades concesionarias de autopistas no rentables. Esto es: en forma de estatalización de pérdidas de empresas privadas con dinero público.

Cien octubres después, resulta buen momento para recordar a aquellos miles de hombres y mujeres que, en una aparente tarde corriente, fueron capaces de cambiar la concepción del mundo y resquebrajar unas bases que, por injustas, parecían inquebrantables. Para así tener conciencia de que el cambio, en cualquiera de sus variantes, queda siempre en manos de gentes normales capaces de añadir páginas al libro de la Historia de una manera extraordinaria.    

domingo, 15 de octubre de 2017

Mercadillos

Un ejército de unos 3.000 valientes se rebela, de lunes a domingo, contra la tiranía de los poderosos. En el corazón del reino, conforman su empalizada de toldos y estructuras de metal, desde la que lanzan el grito desesperado de los que se niegan a capitular ante multinacionales del textil, supermercados de 3x2 y centros comerciales convertidos en sucursales de ocio.

Los mercadillos, plazas itinerantes con sabor añejo, perviven en las calles de todo el mundo al igual que esos faroles antiguos de metal y vidrio: como recuerdos de una época pretérita que parece no querer irse. Sólo en la Comunidad de Madrid, más de 180 de estos comercios sin sede fija se suceden, con el Rastro como hermano mayor hipster

Ropa, herramientas, fruta, discos, objetos de segunda mano, libros, juguetes, menaje de cocina... Una suerte de bazar sin fondo se exhibe a la intemperie, donde gentes de lo más variopinto tropiezan unas con otras: niños extasiados por los colores vivos; ancianas que pelean por el mejor descuento; hombres en busca de una pieza de repuesto que dé sentido a su vida o adolescentes para los que la moda low cost se encuentra a ras de asfalto.   

Las consignas de guerra son claras, sin necesidad de ripios: "¡Dos bragas un euro!", "¡Lo tengo barato!", "¡A un pavo todo, morena!". Mensajes pulcros, desnudos, elaborados por artistas del márketing que nunca pisaron una escuela de negocios. Expertos en alimentación, calzado, numismática, cine, tecnología o estética, según demanda. Todo un lujo para una sociedad enferma de titulitis (¿cuánto valdrían perfiles así en LinkedIn?).

Vendedores de raza, entre los que el caló es lengua común, con una vida nómada: hoy en Vallecas, mañana en Tetuán, pasado en Barajas. Su única raíz es su rutina: cargar de sueños una furgoneta, levantar un puesto en forma de trinchera, disparar los eslóganes de campaña y recoger la victoria del sustento antes de volver a cargar y partir. 

La legislación, la competencia a gran escala, el fin de mes y los complejos de una sociedad amante de las apariencias son los gigantes con los que combaten estos quijotes de barrio. Pero su linaje con siglos de historia los eleva por encima de aquellos advenedizos que dominan la economía: a fin de cuentas, ellos poseen la quintaesencia de la marca blanca.

domingo, 1 de octubre de 2017

A pie de Metro

El Metro de Madrid es una maraña de líneas, un ovillo multicolor con más de 300 estaciones bautizadas con nombres de músicos, reyes, pintores, militares, países, santos, hospitales y estadios de fútbol. Purga por dentro a una ciudad que se descompone en la superficie, donde existe la misma probabilidad de que el ladrón lleve tatuajes carcelarios impresos en la piel que chaqueta entallada y corbata de seda.

El suburbano acuchilla la urbe de norte a sur y de este a oeste, sin entender de arrabales deprimidos o zonas exclusivas. Pasa a igual velocidad por barrios ricos y pobres, tristes y alegres, sombríos y coloridos. La liturgia siempre es la misma: una sirena, el anuncio de una estación, una chispa que salta desde un techo que se encuentra a ras de suelo.

Su gente, como esos barrios, conforman bajo el asfalto una microsociedad tan variopinta que parece sacada de una novela decimonónica. Puede encontrarse ejecutivos perfumados junto a toxicómanos en pleno mono. Los obreros, herramienta en mano, se cruzan con turistas que portan bolsas de lujosas marcas. Y los jubilados que salen del baile se confunden con adolescentes que empiezan su botellón de ron con limón en el vagón de cola. 

Y lee, la gente lee. Desde el plano de metro a las pantallas digitales atornilladas en las líneas nobles, pasando por libros de papel, libros digitales, smartphones que son plaga, periódicos en extinción... Pero también currículums que buscan destino, folletos que venden sueños, mensajes desesperados que piden ayuda para comer, poemas en las paredes, ofertas de sexo en locales de acción o grafitis desconchados.

El Metro compone su playlist a base de estrépito. El llanto de un bebé se confunde con el ladrido agudo de un yorkshire; el último hit del país del reguetón no deja escuchar la megafonía que anuncia la próxima estación; los lamentos desde una estación fantasma se ocultan tras la ocarina de un mapuche. Y, de cuando en cuando, hasta algún disparo retumba entre los túneles de acero y hormigón. 

Más de 580 millones de viajes cada año condensan la vida, la muerte, el sueño y la frustración de una ciudad que se asoma al infierno desde una boca de Metro. Siempre al borde del caos, pero que nunca acaba de caer.

viernes, 15 de septiembre de 2017

De filias y fobias

La realidad impresa y la realidad tangible no suelen ir de la mano. Pongamos por caso el mercado de la vivienda en España. Realidad impresa: los expertos no se cansan de repetir que no asistimos a una burbuja residencial. Realidad tangible: después de anunciarle a mi ex casera que abandonaba su piso, decidió subir el alquiler un 26% al siguiente inquilino, que tardó 48 horas en ocupar la cama que usé durante tres años.

Aunque en este caso se trata de un alquiler "convencional", sólo una planta más arriba se ha colado el fenómeno turístico que tanto juego dio a la prensa este verano. La propietaria de este inmueble, mientras comprueba si la relación con su actual pareja tiene futuro en la costa mediterránea, arrenda su casa en Madrid por 65 euros al día en una conocida plataforma de alquiler. Es decir: en menos de 10 días obtiene lo que su vecina lograba en 30. 

A unos metros de este edificio, un bar regentado por una pareja china también ha sufrido el tsunami del alquiler. No ya en el precio de su local, sino en el despoblamiento progresivo del barrio. Con su español escaso, la camarera relata cómo hace cinco años, cuando arrendaron el local, cada mañana se agolpaban delante de la barra varios grupos de trabajadores de cuello blanco. A los que, si bien no recordaba por su nombre, sí lo hacía por el tipo de café que bebían. Hasta se emociona al recordar el momento de la despedida definitiva, cuando el traslado de las oficinas les dejó sin clientes. "Los dueños de las casas se han vuelto locos", dice.

La España de comienzos del siglo XXI tiene un aire a la del XIX. Si antes las fortunas medianas vivían de sus haciendas en el campo, ahora lo hacen de la unión de cemento y ladrillo en las ciudades. Por eso no es extraño que el sueño de muchos de los llamados emprendedores españoles sea comprar una casa en Ibiza.

Esta ambición, la de especular con la vivienda, no pasaría de los reproches éticos si no estuviera expresamente señalada como práctica a "impedir" en la Constitución. Aquella que tantísimos esgrimen para oponerse a la independencia de una comunidad autónoma, pero que, cuando toca hablar de vivienda, guardan al fondo del cajón.  

El fenómeno de la turismofobia oculta así al de la rentofilia. No ya en su acepción médica (aquella patología que lleva a un individuo a considerar que su enfermedad es consecuencia de una situación por la que debe ser compensado), sino en un término que podría definirse como "la tendencia a querer vivir de las rentas, multiplicando por 3 o por 4 los beneficios sin realizar ninguna actividad productiva, que dé trabajo o impulse la zona en la que se produce".

Esta filia propia (a maximizar las rentas) se convierte en supuesta fobia ajena (hacia el extranjero) para negar la mayor. Además, su defensa puede envolverse de cierto corte cosmopolita y, de paso, acusar al de enfrente de xenófobo. Pero no olviden aquellos que ciertas filias insanas (como la pedofilia) están castigadas en el Código Penal. Y nunca es tarde para ampliar el articulado.

viernes, 1 de septiembre de 2017

Madrid es un pueblo

Un titular en prensa, una conversación de bar o un simple intercambio de miradas puede invocar la contienda pueblo versus capital. Alentada por el complejo de unos o el aire de superioridad de otros (según a qué discurso se atienda), durante siglos la desconfianza, el odio o la chanza se han cruzado como proyectiles entre finolis y paletos

Desde la periferia, la aversión ha tenido a Madrid como diana: chulos, estresados, laístas o fachas componen el catálogo de tópicos, con mayor o menor base real, dedicados a los capitalinos. Pero lo cierto es que la corte del reino borbónico, a pesar de considerarse una de las urbes más cosmopolitas de Europa, esconde en sus adentros un aura de pueblo con estampas propias de pedanía. 

Basta con abrir la ventana a sus calles para contemplar edificios con paredes encaladas, persianas viejas de madera o rejas oxidadas que rememoran lugares vírgenes de hormigón. Como los tejados salpicados de chimeneas menudas, poblados por antenas empotradas entre tejas con refuerzos de aluminio. O esos otros techos de chapa desconchada, bajo los cuales algún todoterreno con los bajos alicatados de barro aguarda la mañana de domingo para salir de caza a la sierra vecina. 

Los patios de barriada madrileña transmiten sonidos que conectan con cualquier aldea. Como el entrechocar de platos de mediodía, de tenedores que baten huevos o el chisporroteo del aceite sobre el fuego. En esos espacios interiores se encuentran los timelines más ardientes, donde las conversaciones entre ancianas pasan del nivel de alerta terrorista a la última andanada de Isabel Pantoja. Son convivencias pacíficas en apariencia; treguas rotas cuando alguna mueve el macetero con rosales de su semejante. 

De esos balcones, suspendidas en cuerdas de nailon verde, penden camisetas de tirantes que un día fueron blancas, calcetines de color indefinido y bragas generosas de tiempos pretéritos. Y más allá de esas confesiones hechas textil, puede otearse sobre la acera a desconocidos compartir banco a ras de bordillo. Un acto que les conecta con sus prójimos de pueblo que, a decenas de kilómetros, forman hileras de sillas de madera y esparto abiertas al relente de las últimas noches de verano.

La ciudad permanece absorta en esas cavilaciones, hasta que la sirena de ambulancia, un acelerón a destiempo o el vuelo de un helicóptero rompen ese halo rústico para devolverla a su realidad alquitranada. Y cuando cae la noche y ya no lucen las ventanas en los patios, las torres de neones intermitentes le recuerdan que el sueño rural hace tiempo que partió, huyendo de una villa esquizofrénica.

sábado, 15 de julio de 2017

Sonidos perdidos

Tres años durmiendo junto a una autopista provocan, entre otros efectos secundarios, un olvido auditivo severo. Cuando el sueño se recibe con un constante rugir de motores nocturnos y se despide con la misma sintonía, como el de una radio con mala señal emisora de ondas perennes de CO2, el cerebro extravía los sonidos que, hasta ese momento, le acompañaron.

Después de la última mudanza, recuperada la calma perdida, que el primer despertar lo produjera el trino de un gorrión me resultó tan extraño que creí encontrarme lejos de la capital del extinto imperio. Antes, el único animal al cual podía identificar por su voz, además de a mi antiguo vecino, era a la chicharra, que cada verano recuerda con su chirrido incesante cómo el calor acabará por sepultarnos.

Pocos días después, acostumbrado de nuevo a los pájaros como portadores del amanecer, el llanto de un bebé me estremeció. No por molesto (para mi sorpresa), sino por evocarme la salvaje humanidad a la cual pertenecemos, y que tan a menudo dejamos malherida en cualquier titular de prensa. 

Cuando ya creía del todo reparada la memoria sonora, el rasgueo de una guitarra proveniente de una ventana quebró el sopor de una plomiza tarde de verano, para devolverme un matiz aparcado en el subconsciente. No era ya el tañido digital salido del altavoz de una computadora, sino el roce de los dedos sobre las cuerdas de un instrumento real. 

Habitar una urbe sin vida impide una profunda cura de silencio, tan necesaria para recuperar el sentido del oído. El olvido de esos murmullos antaño familiares (el agua de una fuente, el zumbido de una mosca o el eco del propio silencio) provoca que nuestra mente sólo albergue onomatopeyas vacías (el pitido de un móvil, el claxon de un auto, la megafonía del metro) que despiertan estímulos condicionados, como el perro de Pavlov y su incómoda campana.

Ya sólo espero que, un domingo cualquiera, la armónica del afilador me devuelva a la infancia, para acabar recobrando por completo esa colección de sonidos olvidados, perdidos en algún lugar de la memoria, y que nos reconcilian con nosotros mismos.

P.D.: Volveremos con los sonidos de septiembre.

sábado, 1 de julio de 2017

Mudanzas

Hacer una mudanza en Madrid se ha convertido en un regalo. El mercado del alquiler provoca que el mero hecho de encontrar un destino donde instalarse sea el premio a toda una vida. Y lo que viene después, en ese tránsito de una casa a un proyecto de nuevo hogar, se afronta con la ilusión de la adolescencia.

Pero eso no evita que trasladar el microcosmos particular de cada uno a otro lugar tenga sus dificultades. Como ocurre con el 99% de las cuestiones de esta sociedad, si se dispone de una billetera bien repleta, todo se convierte en un mero trámite. Pero si no se da el caso, hay pasos que, como los de Semana Santa, se convierten en penitencias.

Encajar el mundo en cartones es una metáfora de nuestra vida: clasificar y poner etiquetas es algo que al ser humano se le da tan bien con sus semejantes que no le genera mayores contratiempos cuando lo hace con objetos. El inconveniente llega cuando uno se ve rodeado por decenas de cajas, con pesos considerables, y se pregunta a qué ha dedicado los últimos años de su existencia. ¿Qué mejor ocasión para hacer una pira como en la noche de San Juan y tomar un nuevo rumbo?

El traslado, esto es, aportar velocidad a ese cúmulo de enseres (en la mayoría de casos inútiles) provoca lo inevitable: roturas, pérdidas, olvidos. En suma: caos. Como el propio universo. Y no pocas discusiones sobre qué tiene mayor importancia: una plancha o un libro firmado por un mal literato; el cuadro de un astro del fútbol o unos zapatos de diseño; un concierto inédito en DVD de una banda ya retirada o un reloj de pared con solera familiar. Y aquí la subjetividad se convierte en un pendón sagrado que no se cede.

Una vez desplazados todos los artículos y convertida la nueva residencia en un campo repleto de minas forradas de cartón, llega el turno de desembalar y poner en equilibrio lo ingobernable. Una tarea de ímprobo esfuerzo, que algunos afrontan con bajas sensibles (un vaso, un jarrón, una pareja, un familiar), y de la que sólo se obtienen resultados visibles a largo plazo.

Si en el nuevo hogar surgen problemas de inicio (electrodomésticos que no funcionan, ruidos cuyo foco no se detecta en un primer momento, batallas interminables con las compañías telefónicas...), puede que el desánimo aparezca. Pero mudanza rima con esperanza y la ilusión de una nueva senda no puede ser eclipsada por el primer escollo que aparezca en este pequeño drama del primer mundo.

jueves, 15 de junio de 2017

El reino del sol

Desde los tiempos del Spain is different, no pocos han loado las bondades de este país donde poder desarrollar el tránsito entre el nacimiento y la muerte. Con la grasa de un pincho de tortilla de patata en las comisuras, el bañador mojado pegado a las nalgas y bajo los efectos de un tinto con limón bien cargado, cada verano se escucha la misma sentencia en cualquier playa del territorio: "Como en España, en ningún sitio".

Parece que el sol (una de las pocas cosas que no han conseguido recortar los políticos) es remedio para todo a este lado de los Pirineos. Jubilado, ¿no le llega su pensión a fin de mes? Salga a la calle un día primaveral y verá cómo ensancha el ánimo y su renta. Parado, ¿no encuentra trabajo? Vaya al parque y, bajo los rayos del astro Rey, estará más cerca de su empleo. Estudiante, ¿ya vas por la cuarta reválida? ¡No te preocupes! Un buen baño de sol te embeberá de conocimiento.

Esa cifra indeterminada de mujeres y hombres imbuidos de espíritu aventurero que dejaron su patria para buscar suerte en otro lugar no tenían una vivienda con orientación sur. Seguro. Si no, ¿cómo se explica ese abandono voluntario de El Dorado? Dar de lado este vergel de días luminosos y cambiarlo por lugares lúgubres como Londres, Berlín o París, u otras latitudes más septentrionales, ¿en qué cabeza cabe?

"Prefiero disfrutar de un buen vino al calor de la chimenea en cualquier ciudad de Centroeuropa que sudar en la terraza de un bar en España", me decía una amiga venida de un país lejano antes de que arreciara el calor estival. No cabe duda que influida por el desconocimiento de esta tierra en la que ha permanecido durante las últimas dos décadas.

Mejor atender a esos otros extranjeros bien informados que han hecho de Magaluf, Benidorm, Marbella o la misma Barcelona centros de recepción de viajeros ávidos de conocer las bondades de este pasaporte al nirvana. Ejemplos de turismo de calidad y de disfrute bajo un sol que sonríe a su paso. Son visitantes desenfadados que, además, hacen de este sector el motor de la economía española y multiplican las contrataciones.

La ausencia de aire acondicionado en el hogar, de vacaciones retribuidas (por exceso o carencia de trabajo) o, incluso, de ahorros para alojarse en el patio trasero de Europa suenan a la excusa del chiquillo que no quiere ir a clase. Minucias que no pueden hacer sombra al reino del sol, que ni en invierno cesa. ¡Como en España, en ningún sitio!

lunes, 15 de mayo de 2017

La familia

La familia es la primera lotería en la que participa el ser humano sin quererlo. Un sorteo del que determinados sujetos salen ganadores y otros hipotecados de por vida. Así, para algunos, el núcleo en el que pasan sus primeros años es una rampa de lanzamiento hacia una existencia equilibrada. En cambio, para otros, se convierte en una rémora de la que nunca se liberan.

"Nunca digas lo que piensas a alguien fuera de tu familia". La frase de Vito Corleone a su hijo Sonny en El Padrino resume el sentimiento de unión y pertenencia que ciertas sagas comparten. No cuesta mucho imaginarse a esos padres transmitirle ese mensaje a sus hijos en el mundo real. El mismo Jordi Pujol podría haber firmado esa sentencia, palabra por palabra, en cualquier cena de Navidad, rodeado de todos sus vástagos ante una mesa bien dispuesta, bajo la atenta mirada conmovida de su fiel Marta.

Pero como en toda sociedad, la igualdad dentro de una tribu con ADN común es difícil de alcanzar. Filias y fobias conviven en ese microcosmos que se incuba entre cuatro paredes. La niña, el varón, el primogénito, el pequeño... Existen tantas teorías sobre quién es el favorito entre los miembros de la prole que podrían redactarse millones de tratados que contradijeran al primero. Y todos y ninguno tendrían la completa razón.

Una vez seleccionado el tallo grueso, los patriarcas que caen en la predilección pretenden hacer de sus descendientes una continuación de su obra. Conozco testimonios de hombres a los que sus padres les entregaban el sobre para las elecciones generales con la papeleta de "los buenos" dentro. Y de mujeres a las que, antes de plantearse con quién compartir su intimidad, debían someter a su candidato al casting materno, más exigente que el de un aspirante a papel protagonista en una superproducción de Hollywood. 

No hace falta recurrir a linajes ilustres e ilustrados, como el de los Panero, para encontrar casos de clanes en los que el clima se vuelve tan irrespirable como en La casa de Bernarda Alba. Entre la llamada clase media se esconden verdaderas aberraciones, donde a sus protagonistas sólo les salva de la destrucción de la personalidad una huida a tiempo para no acabar desintegrados.

También los hay que, por intentar evitar a toda costa los errores que cometieron con ellos en el seno familiar, acaban replicando los mismos desaciertos hasta el infinito, en una suerte de maldición generacional en bucle. Una condena de sangre de la que todos salen perdedores y que abona el terreno a las disputas internas.

Por eso no es extraño que, de un tiempo a esta parte, las salas de los tanatorios se hayan convertido en improvisados escenarios para los reencuentros fraternos. Y sólo allí, después de años sin mediar palabra, los hermanos -con un ojo en el cadáver del progenitor y otro en su albacea- acaban tragándose el orgullo de décadas.

lunes, 1 de mayo de 2017

Se alquila dignidad

Alquilar vivienda en Madrid es llorar. Alrededor de tres millones de casas, según estiman las obsoletas estadísticas de la Comunidad, para 6,4 millones de personas no parecen suficientes. Y no lo son porque ciertos constructores (con la connivencia de otros tantos propietarios) no asimilan el concepto casa al término hogar, sino más bien al vocablo guarida como lo entiende la Real Academia Española: "Cueva o espesura donde se guarecen los animales".

Un rápido vistazo por alguno de los buscadores de inmuebles más populares basta para hacerse una idea de la situación. El uso de objetivos de gran angular para ilustrar el estado de las viviendas y la neolengua utilizada por los anunciantes no impide esconder la realidad: la dignidad de ciertos arrendadores se perdió en el momento en que pidieron el equivalente al salario mínimo interprofesional por auténticas cochambres.

La promoción de la infravivienda desde la clase política ha calado tan hondo entre un gran número de propietarios que asusta. Al calor del dinero fácil, no dudan en poner a disposición de la sociedad un parque de viviendas que, en su conjunto, podrían servir de decorado a cualquier película con una catástrofe nuclear como hilo conductor. 

Para colocar su producto, utilizan una larga lista de clásicos literarios de estos portales: "a cinco minutos del centro" (¿en avión?), "con muchas posibilidades" (como Berlín en 1945), "muy luminoso" (a 40 grados en agosto y sin aire acondicionado), "para entrar a vivir" (los ermitaños también viven en cuevas...), "ideal para pareja joven" (que aún mantenga el amor y la voluntad para enfrentarse a un zulo), "tranquilo" (sin ventanas al mundo exterior), "acogedor" (como una celda de una prisión camboyana), "mejor ver" (para corroborar la sinvergonzonería del anunciante) y así hasta un largo etcétera.  

Las fotografías, además de mostrar el estado de los inmuebles, son un buen ejemplo de que la España profunda también habita en las grandes ciudades: la esponja en la bañera (o su variante de cocina, con el estropajo bien fruncido), la vitrocerámica con la crema limpiadora esparcida en círculos, un primer plano del cubo de la fregona o el reflejo del propietario de turno iluminado por el fogonazo del flash son estampas que salpican una buena parte de los anuncios.

Entre los requisitos para optar al Hades, las comisiones de agencia aparecen sólo como la punta del iceberg. Seis meses de fianza (cuando la ley fija uno), aval bancario, referencias, pago de varias mensualidades por adelantado o ingresos no inferiores a cantidades que no empujarían a nadie en su sano juicio a lugares como esos abundan en un mundo, el de la vivienda, proclive al exceso, como casi todo en este país.

Mantras como "el precio lo fija la ley de la oferta y la demanda", "no hay burbuja del alquiler" o "los costes suben en relación a los salarios" conforman el argumentario favorito de quienes niegan la evidencia: la subida generalizada de precios en unas viviendas que no merecen tal catalogación, independientemente del barrio en el que se encuentren. 

La situación es especialmente sangrante cuando la, para otros menesteres, sacrosanta Constitución ("Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada") se estrella contra el mercado y son los propios organismos oficiales los que promueven la especulación (el Banco de España publica desde hace años la comparativa entre las rentabilidades de la vivienda y otras formas de inversión, como depósitos, bonos del Estado o la Bolsa). Entre el artículo 47 y el 135, más que 88 postulados, hay una distancia insalvable marcada por voluntades interesadas en que nada cambie. 

sábado, 15 de abril de 2017

Vestido de doming(uer)o

La Semana Santa nos recuerda que, hace no tanto, el domingo era un día diferente al resto. El dominicus latino, o día del Señor, se traducía en misa de 12, paseo por la calle mayor y vermú con sifón. Una jornada atípica, en la que todos debían vestir las mejores galas para dar una buena imagen ante el párroco en la iglesia y después frente a los vecinos (hoy, los feligreses pueden seguir al cura en pijama mientras se cuela por la pantalla). 

Esa estampa ya añeja ha mutado en una nueva especie: el dominguero. Aquella persona que espera el último día de la semana como el de redención para dejar paso a sus más bajas pasiones, liberarse del corsé de la ciudad y demostrar al mundo entero su capacidad de supervivencia en un medio hostil.

Ese entorno puede ser la sierra más empinada, el bosque más agreste o el chiringuito más superpoblado junto al lago del término municipal colindante. El único requisito es pasar una penitencia por carretera, en la que poder dar buena cuenta de su pericia al volante. Y como él, otros domingueros compiten para dejar claro quién manda dentro y fuera de la autopista.

Gorra, gafas de sol, camiseta de tirantes, chanclas y aftersun. El kit básico del dominguero puede ampliarse hasta el infinito, en función del poder adquisitivo y del número de personas que le acompañen. Desde nevera portátil a sombrilla, pasando por palas de tenis, hamacas de tela, mesa plegable o tablet, las posibilidades se multiplican si dispone de un 4x4 al que poder hacer rodaje más allá del asfalto diario. 

El objetivo del dominguero subyace tras otro más mundano. Ya sea coger setas, bañarse en el río, pasear por el monte o explorar caminos de cabras, la razón aparente oculta sus verdaderas intenciones: exportar el estrés de la oficina a los parajes más recónditos. Un fin que consigue, sobre todo, cuando logra formar manada con otros cofrades de su especie. 

Tras gozar con la familia o en compañía de amigos y cumplido su cometido, el dominguero regresa orgulloso a la ciudad a través de una vía colapsada por otros domingueros como él. Y su gesta no caerá en el olvido: kilos de CO2, bolsas de plástico, latas, botellas, colillas y clínex son el legado que hará saber a los que por allí pasen que él fue pionero antes que ellos.

Lo más inquietante es que, como asesinos en potencia, todos llevamos un dominguero dentro. Hay quienes lo desarrollan más en alguna de las vertientes expuestas y en determinadas fases de su vida. Otros lo incuban, permaneciendo latente hasta que un día estalla. Y en ese momento, ni un pronóstico de tormenta dominical podrá frenarles. 

sábado, 1 de abril de 2017

Conversaciones

Las conversaciones, como las personas, también envejecen. Del caca-culo-pedo-pis infantil se viaja en un suspiro al eterno debate entre el jotabé cola y el ron con limón. Las transiciones son rápidas, apenas se dejan notar. Sólo cuando uno toma conciencia de las palabras que salen de su boca descubre que ha cambiado de nivel.

Los grupos de whatsapp (además de cuestionar el contraste entre la edad física y mental de los participantes) intentan ejercer la resistencia activa: buscan una involución hacia conversaciones más propias de la adolescencia. De tetas a gatitos, pasando por fútbol, motores, alcohol o las últimas tendencias de moda, el repertorio es amplio. Pero fuera de la virtualidad, la evolución es siempre hacia delante. 

Hace unos días, después de bastante tiempo, volví a coincidir con unos buenos amigos, compañeros de profesión. Ahora, las charlas a tres se han multiplicado por dos, con la presencia de las respectivas parejas. Y las cuestiones sociales, periodísticas o de cualquier otra índole, han dejado paso a otras materias con un marcado componente familiar. 

La cena, en un restaurante venezolano de Madrid, estuvo amenizada por los llantos de una niña de unos dos años en la mesa contigua, que se encargó de lanzar al aire el contenido de los platos. Patacón, carne mechada y arroz deconstruidos sobre suelo de gres. Un buen prólogo de lo que vendría más tarde.

Las hipotecas y el precio de la vivienda (en su vertiente de alquiler y compra) representaron el 95% del intercambio de opiniones que allí se vertieron. En un momento indeterminado (esas transiciones desenfrenadas), la conversación desembocó en cómo y quién debe encargarse de cambiar los pañales en el seno de una familia. El giro tan brusco me mareó y salí a la calle a fumar un cigarro.

Mientras tanto, en un grupo de whatsapp en el que ejerzo de voyeur ocasional, compartían noticias sobre condones inteligentes y muñecas sexuales capaces de alcanzar el orgasmo. Una breve involución antes del regreso al futuro que me esperaba dentro del restaurante. En el camino a casa, los llantos de niños retumbaron en mi cabeza, acompañados por visiones de banqueros gordos vestidos con sombreros de copa que amasaban montones de cédulas hipotecarias entre sus manos. 

Al día siguiente, uno de los comensales me pidió disculpas por hablar de "cosas de adultos" durante la velada. No contesté porque aún no sé qué decir. Debió pensar que la transición fue demasiado rápida. O que mi edad física no tiene concordancia con la mental. O que directamente soy gilipollas. Lo hizo a través de un grupo de whatsapp, claro. 

Supongo que el siguiente paso lógico en las conversaciones es compartir con el resto de la humanidad la inteligencia sobrenatural del hijo propio, capaz de atarse los cordones o limpiarse el culo sin ayuda. El salto posterior debe pasar por quejarse de lo malos que son esos mismos hijos y lo poco que se acuerdan de sus padres. Para acabar hablando con las fotos de los muertos y constatar lo solos que estamos.

miércoles, 15 de marzo de 2017

Llenar el tiempo

Modelo 1: día laboral

Suena el despertador. Consultas las redes sociales. Te levantas. Desayunas. Engulles. Te aseas. Consultas las redes sociales. Vas al gimnasio. Sudas. Te duchas. Consultas las redes sociales. Vas a casa. Bebes café. Fumas. Consultas las redes sociales. Coges el bus (metro, coche, taxi). Llegas a la oficina (fábrica, andamio, comercio). Trabajas. Consultas las redes sociales. Pausa para comer. Engulles. Regresas a tu puesto. Trabajas. Te cansas. Consultas las redes sociales. Anochece. Coges el bus (metro, coche, taxi). Consultas las redes sociales. Compras. Entras en casa. Besas a tu mujer (marido, padre, perro). Preparas la cena. Enciendes la televisión. Engulles. Observas cómo te roban. Te pones el pijama. Fumas (bebes, practicas sexo, lees). Consultas las redes sociales. Entras en la cama. Duermes. Sueñas (tienes pesadillas, insomnio). Martes, miércoles, jueves, viernes (sábado, domingo). 

Modelo 2: jornada de descanso 

Suena el despertador (te despierta el vecino, el perro del vecino, las obras del vecino, el coche del vecino). Consultas las redes sociales. Te levantas. Te duchas. Preparas el desayuno. Engulles. Consultas las redes sociales. Coges el bus (metro, coche, taxi). Compras (limpias, cocinas, paseas, vas a clases de pintura, ganchillo, física cuántica). Consultas las redes sociales. Regresas a casa. Besas a tu mujer (marido, padre, perro). Preparas la comida. Engulles. Consultas las redes sociales. Caes en el sofá. Enciendes la televisión. Observas cómo te roban. Duermes. Sueñas (tienes pesadillas, insomnio). Atardece (anochece). Suena el teléfono. Quedas con amigos (novia, padres, suegros, colegas, cuñado, en soledad). Te duchas. Consultas las redes sociales. Coges el bus (metro, coche, taxi). Entras al bar (cine, teatro, museo, estadio, centro comercial, biblioteca, ciudad, campo). Consultas las redes sociales. Charlas (fumas, bebes, engulles, escuchas, discutes, miras). Anochece (amanece). Coges el bus (metro, coche, taxi). Consultas las redes sociales. Llegas a casa. Enciendes la televisión. Observas cómo te roban. Te pones el pijama. Fumas (bebes, practicas sexo, lees). Entras en la cama. Consultas las redes sociales. Duermes. Sueñas (tienes pesadillas, insomnio). Sábado, domingo (lunes, martes, miércoles, jueves, viernes). 

Teoría general del modelo

Suena el despertador. Te llevan al colegio. Vas al instituto. Vas a la universidad. Te gradúas. Trabajas. Consumes. Observas cómo te roban. Pagas impuestos (casa, luz, agua, gas, teléfono, comida, coche, seguros, viajes, cursos). Observas cómo te roban. Conoces a una mujer (hombre, animal, ente astral). Compras una vivienda. Observas cómo te roban. Formas una familia. Observas cómo te roban. Consumes. Te quedas en paro. Buscas trabajo. Lo encuentras. Observas cómo te roban. Consumes. Te jubilas. Cobras pensión. Observas cómo te roban. Sobrevives con tu pensión. Mueres. Suenan las campanas. Observan cómo te robaron.

Coda

¿Llenas el tiempo o el tiempo te llena a ti? ¿Disfrutas de él o él abusa de ti? ¿Eliges cómo usarlo o él te usa a ti? ¿Construyes tu tiempo o tu tiempo te destruye?

Es tarde.

miércoles, 1 de marzo de 2017

Huella digital

El mundo es visual. Las imágenes inundan la realidad que percibimos. Información, publicidad, relaciones sociales. Todo se resume en fotografías, vídeos, gráficos, logotipos... No es extraño que en las redacciones de los principales medios, los editores supediten por imperativo la información a las imágenes ("da igual que no tenga nada que ver con el texto, la foto es bonita"). En las aulas, la educación entra por los ojos (¿y si hacemos pantallazos de las páginas de los libros?). Y en las relaciones, una fisonomía que no siga el canon de belleza echa por tierra cualquier otra virtud espiritual.

Las redes sociales basan buena parte de su éxito en encajar dentro de ese juego de imágenes. Además de servir para dar rienda suelta a los desahogos humanos (la tristeza por la pérdida de un amor, la alegría por un regalo inesperado o el enfado por una putada recibida), la posibilidad de compartir imágenes añade un valor insustituible (¿qué sería de Facebook sin fotografías?). 

Entre los aficionados a abrir las puertas de su vida privada en internet, abundan quienes comparten la emoción de ser padres. Un acto tan loable como peligroso: esos niños que nacen para la sociedad digital desde que salen del vientre analógico quedan en manos de ceros y unos sin alma. Desde depravados a estafadores, el peligro es real para los más débiles. Su única defensa sólo podría llegar en el futuro, con una denuncia a sus propios progenitores por colgar fotos en internet sin su consentimiento.

Lo más grave de la presencia en la red es que se rebela contra la realidad. Somos lo que Google dice que somos. De hecho, en caso de colisión entre la realidad y la virtualidad, siempre primará la segunda. Y la huella digital permanece prácticamente indeleble. Como si cada vez que entramos en un bar nos proyectaran un vídeo con la primera borrachera en el instituto.

Este fenómeno resulta especialmente contraproducente en manos del departamento de Recursos Humanos de cualquier empresa. Las redes sociales siempre podrán ser utilizadas en tu contra en una entrevista de trabajo. Y el mercado laboral ya tiene suficientes armas para expulsarte como para aportarle más.

Algunos intentan una desconexión digital (en forma de borrado de cuentas) para salir de esta espiral binaria. Otros siguen una estrategia de exhibicionismo relativo para frenar sus efectos. Pero todos estamos expuestos a la tiranía de la imagen en la versión 3.0 de nuestra existencia. Respondemos así a la pregunta del viejo Marty McFly: sí, amigo, en el futuro nos volvimos definitivamente gilipollas. 

miércoles, 15 de febrero de 2017

Paseo del Rey

Desde la Ciudad Universitaria, pasando por el Arco de la Victoria a la derecha (dónde si no), cuesta abajo sin frenos, el caminante cae al Paseo del Rey. Aupados al teleférico, los madrileños, con su mirada miope, lo ven a mucha distancia, como una mota en el paisaje de una ciudad próspera. Y, también desde el aire, las cotorras argentinas preludian con su intenso parloteo un escenario asfaltado por colillas y cartones de vino.  

El Paseo del Rey es una calle de apenas 1.500 metros; una distancia de medio fondo que alberga la vida de los que han tocado el fondo completo. Allí comparten ecosistema viejos con la mirada ausente, jóvenes demacrados por la droga, mujeres que han sufrido maltrato e inmigrantes que algún día soñaron. 

El nucleo de sus vidas es el Centro de Acogida San Isidro, el más antiguo de Madrid. Alberga 269 plazas de pernocta y abre sus puertas las 24 horas para ofrecer otros servicios, como aseo, sanidad y ocio. Lastrado por la falta de personal, acumula años al 100% de su capacidad: pese a que la estancia media se sitúa en torno a los seis meses, hay biografías que acumulan allí más de una década.   

Se encuadra en unas coordenadas muy elocuentes: al fondo, el Palacio Real más grande de Europa Occidental; a la derecha, el centro comercial Príncipe Pío, epicentro de la clase media; a la izquierda, una Rosaleda de 32.000 metros cuadrados que edulcora el aire con su aroma; y a mitad de camino, una estación abandonada que algún día tuvo esplendor.

No muy lejos de allí, en 1808, fueron fusilados otros desheredados, estos por el ejército napoleónico. El terreno pertenecía a Francisco Pío de Saboya y Moura, el Príncipe Pío, un título nobiliario que ahora sólo evoca a los ciudadanos el nombre de una estación. Antes de ésta, se inauguró en 1882 la ya desierta Estación del Norte, muy dañada por la Guerra Civil, lo que propició su desmantelamiento en 1993. 

La Historia y la suerte nunca han acompañado al Paseo del Rey. Cuando ya había sido renombrado como Coronel Montesinos (el militar del siglo XIX considerado precursor del sistema penitenciario actual), fue uno de los primeros lugares que sufrió los bombardeos de la capital el 28 de agosto de 1936 por parte de las tropas franquistas. Hoy, los proyectiles que asedian a sus viandantes tienen forma de miseria. 

En España, según estimaciones de Cáritas y la Fundación Rais, hay 40.000 ciudadanos sin hogar. Y un 28,6% de personas está en riesgo de pobreza. Los principales factores para acabar en la calle son enfermedades de salud mental, adicciones y falta de apoyo familiar, como explica Estíbaliz, trabajadora social, en el cortometraje Al margen"A eso, se suma una sociedad que no sólo no da soluciones, sino que rechaza", cuenta.

Y es que, desde su teleférico mental, los madrileños ven más próximas las cuentas macroeconómicas que asoman desde Moncloa que esa otra realidad, tan aparentemente lejana. Que De Guindos le cuente a esos otros que España crece.

miércoles, 1 de febrero de 2017

Finales

Los finales, como las buenas manos de póquer, siempre se hacen esperar. Aunque algunos más que otros. Casi siempre, todo depende del ansia con el que se aguarde su venida. No es lo mismo la vigilia del preso en sus últimos días de condena que la del estudiante en las horas que despiden al verano.

De entre todos los finales, los felices son los más deseados por improbables (¿o tal vez al revés?). Como los de esos cuentos de los que siempre andamos tan necesitados los niños que fuimos. Muy pocos los consiguen, y entre esa minoría, no resulta excepcional quien descubre que ha llegado a él cuando le toca marcharse del juego de la vida.

Hay finales que golpean fuerte, como los de esos tragos que echan por tierra el aguante del más curda para desplomarle sobre la barra. O los de esos amores tan adictivos como insanos, que convierten a los otrora amantes en extraños, hundiéndoles en un pasado del que, en ocasiones, jamás se acaban de reponer. 

Ya lo dijo el filósofo: que te deje la novia es como perder una final de la Champions, un dolor que se queda ahí dentro para toda la vida. Y es que también son desgarradoras las finales deportivas, especialmente cuando se espera hasta el minuto 93 para encajar el golpe definitivo (o eso cuentan algunos).

Para otros, los finales más complicados se repiten en los estertores del mes. La caída de las hojas del calendario acompasa el milagro camaleónico de sus cuentas corrientes: los números adquieren un tono rojizo, como el de la sangre que les cuesta volverlos a negro. 

A veces se dan finales malos, como los de esas películas de sobremesa dominical de las que se acaba desertando para entregarse al sofá. Como los de esos días cargados de plomo, en que hubiera sido mejor no levantarse. O como los de ciertos textos como éste, cuando uno se arrepiente (demasiado tarde) de haberlos comenzado.

Hay finales que parecen no llegar nunca. Como los de la guerra. O los de una visita obligada al dentista. O como los de ciertos mandatos de determinados presidentes. Pero, tarde o temprano, siempre se revelan. Porque cada epílogo, al fin y al cabo, remata una esperanza, un sufrimiento o una vida vaciada de deseos que sólo aspira a cerrarse con un breve punto final.

domingo, 15 de enero de 2017

Levantar España

No le des más vueltas. Sí, es la tercera vez que suena. Pero por mucho que lo destripes lanzándolo contra la pared, acabar con el despertador no va a evitar que tengas que ir al trabajo. Y da gracias de que aún lo mantienes: 4.320.800 personas no disfrutan de un empleo. Así que, venga: ¡a levantar España!

Piensa que, como tú, 18.527.500 de seres madrugamos para recibir el sustento. El milagro del capitalismo, a través de tu empresa, te da la posibilidad de comer cada día. Y de comprar esa ropa de marca que llevas. Y, claro, de pagarte esas vacaciones. El esfuerzo de miles de empresarios al servicio de la sociedad. 

Y no me vengas con el tema de impuestos. ¿Ya se te ha olvidado que hace apenas un año de la última bajada del IRPF? Sí, cinco o seis euros no dan para la entrada del cine. Pero mejor eso que nada, ¿no? Hay que pagar al Estado, que Hacienda somos todos... Bueno, vale, casi todos... De acuerdo, unos más que otros.

Según el Informe Anual de Recaudación Tributaria, una vez efectuadas las devoluciones a los contribuyentes y a la Iglesia (capítulo por el que el Estado deja de ingresar unos 45.526,5 millones de euros), en el año 2015 el Gobierno recaudó 182.008,7 millones de euros. En ese ejercicio (el último con datos consolidados sin los vaivenes de las estimaciones), entre las mayores partidas destacaron:

- Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF): 72.345,5 millones de euros
- Impuesto sobre el Valor Añadido (IVA): 60.304,9 millones de euros
- Impuesto sobre Sociedades: 20.648,9 millones de euros
- Impuestos Especiales (alcohol, tabaco, hidrocarburos...): 19.146,7 millones de euros 

Esto es: los trabajadores aportaron (vía descuento en su nómina) el 39,7% del total de ingresos tributarios; a través del IVA (pagado igualitariamente cada vez que se adquiere un bien o un servicio, independientemente del salario que perciba el comprador), el porcentaje fue del 33,1%. Mientras tanto, las empresas aportaron un 11,3% de la recaudación del Estado.

Con la reciente subida de impuestos, el Gobierno espera recolectar 4.800 millones de euros más: el grueso (4.650 millones) correspondería al Impuesto sobre Sociedades. No a través de una subida directa del gravamen, sino, básicamente, mediante dos vías: poniendo freno a la desgravación de pérdidas (técnicamente "compensaciones de bases imponibles negativas") y obligando a devolver las deducciones que realizaron por la pérdida de valor de participaciones en otras compañías. Es decir: invitando a las empresas a la mayoría de edad. 

Por cierto: la cifra que pagan las compañías en impuestos es, prácticamente, la mitad de la cantidad aflorada con la amnistía fiscal que puso en marcha Montoro: unos 40.000 millones de euros... aunque Hacienda sólo recaudó un 3% de esa cifra (1.200 millones de euros).

¿Demasiados números? Tranquilo. Vete a casa, ponte una serie o un partido. O mejor: sal y tómate algo. Disfruta de tu escaso tiempo libre sin calentarte la cabeza demasiado. Que si en la Dirección General de Tráfico no pueden conducir por ti, más arriba sí hay otros patriotas encargados de pensar en tu lugar.