Enmarañados en las redes sociales o masticando la basura catódica que expulsa la televisión, las personas ya no miran por la ventana. Salvo para tender la ropa, regar las plantas o comprobar el estado del tiempo, pocos se detienen a contemplar su mundo inmediato más allá de las cuatro paredes que los encierran.
Las connotaciones negativas que arrastra este acto de plena libertad coartan a la inmensa mayoría. Las voces maledicentes que los tildan de "cotillas" provocan que estos individuos temerosos encaren el dintel con vergüenza, como queriendo esquivar la visión que se les presenta al otro lado de su reflejo.
Descorrer cortinas, levantar persianas y atravesar el vidrio con la mirada es la forma más preclara de aventar la mente. Admirar el brillo del sol entre las nubes, envolverse en la melancolía mientras resbalan las gotas de lluvia por el cristal o abstraerse en el vuelo de una golondrina son alimento para el espíritu.
Descorrer cortinas, levantar persianas y atravesar el vidrio con la mirada es la forma más preclara de aventar la mente. Admirar el brillo del sol entre las nubes, envolverse en la melancolía mientras resbalan las gotas de lluvia por el cristal o abstraerse en el vuelo de una golondrina son alimento para el espíritu.
Una de las maravillas que ofrece mirar por la ventana es la de comprobar la mutabilidad del tiempo. El paso de los años puede corroborarse, por ejemplo, a través del deterioro de los ladrillos en las fachadas. Al igual que la marcha del procés se determina por la paulatina degradación de las banderas de España pendientes de los balcones.
Desde la cristalera, el ser humano se observa a sí mismo, como si la sociedad que otea fuera un espejo donde encontrarse. Ya en la estampa de ese anciano que, envuelto en su bata gris, se marchita cada invierno ante una pantalla. Ya en esa otra mujer que, en las noches de verano, se adentra en la cocina desnuda mientras sus curvas se intuyen entre la tenue luz de la nevera.
Las interacciones sociales que se muestran a cielo abierto nos hacen reflexionar acerca de la condición animal que aún habita en nosotros. Cada grito, cada insulto, cada falta de civismo presenciado desde ese mirador interior nos golpea el estómago para presentarnos como una especie miserable a medio evolucionar.
Para los atribulados, la única salida es acodarse en el balcón, encender un pitillo y apuntar la vista al cielo al compás del humo que se eleva, como esas aspiraciones que siempre mueren no se sabe dónde. Mientras otros, los más descreídos, deciden estrellar sus anhelos contra el asfalto en una caída cruel que les sirve de feroz epitafio.
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