El Metro de Madrid es una maraña de líneas, un ovillo multicolor con más de 300 estaciones bautizadas con nombres de músicos, reyes, pintores, militares, países, santos, hospitales y estadios de fútbol. Purga por dentro a una ciudad que se descompone en la superficie, donde existe la misma probabilidad de que el ladrón lleve tatuajes carcelarios impresos en la piel que chaqueta entallada y corbata de seda.
El suburbano acuchilla la urbe de norte a sur y de este a oeste, sin entender de arrabales deprimidos o zonas exclusivas. Pasa a igual velocidad por barrios ricos y pobres, tristes y alegres, sombríos y coloridos. La liturgia siempre es la misma: una sirena, el anuncio de una estación, una chispa que salta desde un techo que se encuentra a ras de suelo.
Su gente, como esos barrios, conforman bajo el asfalto una microsociedad tan variopinta que parece sacada de una novela decimonónica. Puede encontrarse ejecutivos perfumados junto a toxicómanos en pleno mono. Los obreros, herramienta en mano, se cruzan con turistas que portan bolsas de lujosas marcas. Y los jubilados que salen del baile se confunden con adolescentes que empiezan su botellón de ron con limón en el vagón de cola.
Y lee, la gente lee. Desde el plano de metro a las pantallas digitales atornilladas en las líneas nobles, pasando por libros de papel, libros digitales, smartphones que son plaga, periódicos en extinción... Pero también currículums que buscan destino, folletos que venden sueños, mensajes desesperados que piden ayuda para comer, poemas en las paredes, ofertas de sexo en locales de acción o grafitis desconchados.
El Metro compone su playlist a base de estrépito. El llanto de un bebé se confunde con el ladrido agudo de un yorkshire; el último hit del país del reguetón no deja escuchar la megafonía que anuncia la próxima estación; los lamentos desde una estación fantasma se ocultan tras la ocarina de un mapuche. Y, de cuando en cuando, hasta algún disparo retumba entre los túneles de acero y hormigón.
Más de 580 millones de viajes cada año condensan la vida, la muerte, el sueño y la frustración de una ciudad que se asoma al infierno desde una boca de Metro. Siempre al borde del caos, pero que nunca acaba de caer.
El Metro compone su playlist a base de estrépito. El llanto de un bebé se confunde con el ladrido agudo de un yorkshire; el último hit del país del reguetón no deja escuchar la megafonía que anuncia la próxima estación; los lamentos desde una estación fantasma se ocultan tras la ocarina de un mapuche. Y, de cuando en cuando, hasta algún disparo retumba entre los túneles de acero y hormigón.
Más de 580 millones de viajes cada año condensan la vida, la muerte, el sueño y la frustración de una ciudad que se asoma al infierno desde una boca de Metro. Siempre al borde del caos, pero que nunca acaba de caer.
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