viernes, 1 de septiembre de 2017

Madrid es un pueblo

Un titular en prensa, una conversación de bar o un simple intercambio de miradas puede invocar la contienda pueblo versus capital. Alentada por el complejo de unos o el aire de superioridad de otros (según a qué discurso se atienda), durante siglos la desconfianza, el odio o la chanza se han cruzado como proyectiles entre finolis y paletos

Desde la periferia, la aversión ha tenido a Madrid como diana: chulos, estresados, laístas o fachas componen el catálogo de tópicos, con mayor o menor base real, dedicados a los capitalinos. Pero lo cierto es que la corte del reino borbónico, a pesar de considerarse una de las urbes más cosmopolitas de Europa, esconde en sus adentros un aura de pueblo con estampas propias de pedanía. 

Basta con abrir la ventana a sus calles para contemplar edificios con paredes encaladas, persianas viejas de madera o rejas oxidadas que rememoran lugares vírgenes de hormigón. Como los tejados salpicados de chimeneas menudas, poblados por antenas empotradas entre tejas con refuerzos de aluminio. O esos otros techos de chapa desconchada, bajo los cuales algún todoterreno con los bajos alicatados de barro aguarda la mañana de domingo para salir de caza a la sierra vecina. 

Los patios de barriada madrileña transmiten sonidos que conectan con cualquier aldea. Como el entrechocar de platos de mediodía, de tenedores que baten huevos o el chisporroteo del aceite sobre el fuego. En esos espacios interiores se encuentran los timelines más ardientes, donde las conversaciones entre ancianas pasan del nivel de alerta terrorista a la última andanada de Isabel Pantoja. Son convivencias pacíficas en apariencia; treguas rotas cuando alguna mueve el macetero con rosales de su semejante. 

De esos balcones, suspendidas en cuerdas de nailon verde, penden camisetas de tirantes que un día fueron blancas, calcetines de color indefinido y bragas generosas de tiempos pretéritos. Y más allá de esas confesiones hechas textil, puede otearse sobre la acera a desconocidos compartir banco a ras de bordillo. Un acto que les conecta con sus prójimos de pueblo que, a decenas de kilómetros, forman hileras de sillas de madera y esparto abiertas al relente de las últimas noches de verano.

La ciudad permanece absorta en esas cavilaciones, hasta que la sirena de ambulancia, un acelerón a destiempo o el vuelo de un helicóptero rompen ese halo rústico para devolverla a su realidad alquitranada. Y cuando cae la noche y ya no lucen las ventanas en los patios, las torres de neones intermitentes le recuerdan que el sueño rural hace tiempo que partió, huyendo de una villa esquizofrénica.

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