miércoles, 1 de febrero de 2017

Finales

Los finales, como las buenas manos de póquer, siempre se hacen esperar. Aunque algunos más que otros. Casi siempre, todo depende del ansia con el que se aguarde su venida. No es lo mismo la vigilia del preso en sus últimos días de condena que la del estudiante en las horas que despiden al verano.

De entre todos los finales, los felices son los más deseados por improbables (¿o tal vez al revés?). Como los de esos cuentos de los que siempre andamos tan necesitados los niños que fuimos. Muy pocos los consiguen, y entre esa minoría, no resulta excepcional quien descubre que ha llegado a él cuando le toca marcharse del juego de la vida.

Hay finales que golpean fuerte, como los de esos tragos que echan por tierra el aguante del más curda para desplomarle sobre la barra. O los de esos amores tan adictivos como insanos, que convierten a los otrora amantes en extraños, hundiéndoles en un pasado del que, en ocasiones, jamás se acaban de reponer. 

Ya lo dijo el filósofo: que te deje la novia es como perder una final de la Champions, un dolor que se queda ahí dentro para toda la vida. Y es que también son desgarradoras las finales deportivas, especialmente cuando se espera hasta el minuto 93 para encajar el golpe definitivo (o eso cuentan algunos).

Para otros, los finales más complicados se repiten en los estertores del mes. La caída de las hojas del calendario acompasa el milagro camaleónico de sus cuentas corrientes: los números adquieren un tono rojizo, como el de la sangre que les cuesta volverlos a negro. 

A veces se dan finales malos, como los de esas películas de sobremesa dominical de las que se acaba desertando para entregarse al sofá. Como los de esos días cargados de plomo, en que hubiera sido mejor no levantarse. O como los de ciertos textos como éste, cuando uno se arrepiente (demasiado tarde) de haberlos comenzado.

Hay finales que parecen no llegar nunca. Como los de la guerra. O los de una visita obligada al dentista. O como los de ciertos mandatos de determinados presidentes. Pero, tarde o temprano, siempre se revelan. Porque cada epílogo, al fin y al cabo, remata una esperanza, un sufrimiento o una vida vaciada de deseos que sólo aspira a cerrarse con un breve punto final.

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