viernes, 1 de diciembre de 2017

Tetuán

Tetuán, palabra originaria del bereber, traducida como "los ojos", ciudad al norte de Marruecos. Tetuán, barrio de Madrid, 17,3% de población extranjera, lugar de contrastes. Ambos puntos, separados por cientos de kilómetros, tienen en común el mismo aire mediterráneo lleno de arabescos que se respira, se ve, palpita en sus calles.

Un paseo por el Tetuán ibérico descubre estampas de otro tiempo. Como la de ese niño en calzoncillos que camina de la mano de su madre, mientras ésta le replica en voz alta, como si no sólo él fuera destinatario de su discurso, que debe estudiar. O la de aquella anciana de avanzada alopecia que deambula en silencio junto a su marido, a quien su prominente abdomen le asoma bajo una camiseta de Metallica.

En sus cruces de caminos se entremezclan mujeres con acento latino de pronunciadas curvas y chulazos de gimnasio; filipinas que arrastran carros de la compra repletos de viandas; hombres enjutos de piel morena que se sientan alrededor de una mesa presidida por un tablero de ajedrez mientras discuten en árabe y beben café.

Y es que Tetuán suena a idiomas indescifrables, como los de esos viajeros llegados del Este que comparten banco en un parque encajado entre cuatro edificios. Mismo emplazamiento donde una legión de jubilados, ejemplo de una integración sobrevenida, gira la cabeza al paso de adolescentes sexualizadas, empeñadas en enseñar más de lo que insinúan. 

Tetuán huele a puesto de frutas abierto hasta la madrugada, donde las cajas apiladas con géneros de vivos colores atraen la atención de viandantes sin rumbo fijo. Y tiene el sabor especiado de las decenas de kebab que lo salpican a lo largo de la calle Bravo Murillo y los pasadizos que la anudan como nervios desquiciados.

El barrio deja imágenes pintorescas a su paso. Como la de ese hombre, cerveza de medio litro en mano, que contempla las ofertas de la carnicería. O la de un carrito de supermercado encadenado al mobiliario urbano, que escenifica cómo la propiedad privada ha arraigado en todas las clases sociales. O la de ese joven nórdico que proclama a gritos su disconformidad con el mundo cuando el conductor de autobús le demanda el pago del billete.

La Puerta de Europa, donde las combadas Torres Kio no acaban de abrazarse, prologan uno de los enclaves de la capital cuyo acervo se aleja más de la tradición gatuna. Donde instantáneas propias de parajes remotos se reproducen a escasos metros de la Plaza de Castilla, un lugar en el que los juzgados, las torres gemelas más altas de la Península y los restaurantes de comida rápida se turnan en una guardia perenne.  

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