miércoles, 15 de mayo de 2019

Nuevos retos

"Entre la duda de hacer o no hacer, siempre haz: si te equivocas, te queda la experiencia, pero si no haces, te queda la frustración". La frase, atribuida a Alejandro Jodorowsky, ilustra bien la toma de una decisión tan trascendente como es el cambio de costumbres que, por su significación, trastocan por completo una existencia. Eso que los posmodernos llaman "salir de la zona de confort" y que, en román paladino, es un cambio de vida.

La inercia del día a día nos va adentrando en una nebulosa que, si bien puede ser desagradable, nos resulta propia. En ella, aunque no podemos vislumbrar otro camino, nos encontramos cómodos pese a la oscuridad. Trabajo, localizaciones, rutinas, personas que conforman el álbum de nuestra biografía... En definitiva, lugares comunes, identificables, donde nos reconocemos con facilidad frente al espejo.

Abandonar hábitos cultivados durante años supone un esfuerzo ímprobo. Hasta al preso, cuando está a punto de abandonar su celda, puede costarle dar el paso que le conduce a la libertad. Pesa así más el miedo a la incertidumbre ante una situación nueva que la esperanza de enmendar su circunstancia, por muy oscura que ésta sea.     

La inseguridad o la desconfianza frente a un futuro incierto no pueden, sin embargo, menospreciar la oportunidad que se abre cuando se decide cambiar de hábitos. Nuevos aires que ventean los automatismos aprendidos; proyectos que sustituyen a otros ya obsoletos. O, que en el mejor de los casos, dejaron de aportar la satisfacción de antaño.

Decidirse a tomar un nuevo camino conlleva sus riesgos. El principal: que un día la novedad deje de serlo. Pero hasta que pueda llegar ese momento, si es que lo hace, mejor aventurarse en lo desconocido y recuperar la facultad de emocionarse. A fin de cuentas, los años de vida son limitados, como la capacidad de ser feliz.

Y feliz ha sido el que escribe estas líneas compartiendo con ustedes sus reflexiones quincenales. Unas Tardes Corrientes de las que, por un tiempo indefinido, me ausentaré para centrarme en otras rutasSi han llegado hasta aquí, sólo puedo darles las gracias por haberme acompañado. ¡Hasta pronto!

miércoles, 1 de mayo de 2019

Buseros en la noche

Uno de mis miedos recurrentes cuando viajo en autocar es quedarme atrapado en una zona de servicio perdida en mitad de la nada. Descender del vehículo, entrar al baño del bar de carretera de turno y, al salir, comprobar que el autobús donde viajaba ya ha partido. Una suerte de La terminal, pero en lugar de suceder en el aeropuerto JFK de Nueva York, en un apeadero recóndito de un pueblo de La Mancha.

Este terror infundado (¿serán responsables esas campañas ochenteras sobre el abandono animal?) se acentúa en los viajes nocturnos. Travesías por carreteras oscuras a bordo de un bus de larga distancia (la clásica línea) que resultan un excepcional experimento para conocernos a nosotros mismos. Donde palpar en primera persona los sentimientos más fieramente humanos: del egoísmo a la solidaridad, pasando por la ira o la gratitud.

A través de esos trayectos bajo la luna, cuando el silencio se hace en el habitáculo, las luces se apagan y el ronroneo del motor incita al sueño, la figura del conductor se convierte en custodio de quien depende el destino de medio centenar de vidas. Una estirpe, como la de sus homólogos a cargo de los buses urbanos, hecha de otra pasta. Mezcla de padre severo, abuela comprensiva, maestro paciente y párroco confesor. 

En esa labor múltiple, he visto conductores intentando explicar a gente con la que no compartía el idioma dónde debía bajarse o realizar una conexión: ya sea con gestos, croquis esbozados en el aire o buscando mediadores entre el pasaje. Hombres pacientes que, ante el temor de que una persona se quede en tierra, preguntan cuál es su destino a bultos dormidos sobre un banco de la estación; que van en busca de los pasajeros rezagados, como de los malos alumnos en la escuela; o que reordenan a los viajeros que han ocupado un asiento ajeno.

La paciencia es la virtud más valorable en una profesión, muchas veces, ingrata. En su ejercicio, debe soportar que los turistas se apeen en zonas donde no hay establecida una parada técnica para comprar comida, bebida o mear; se ve obligado a cambiar la temperatura interior en numerosas ocasiones ante peticiones contrapuestas (frío, calor; calor, frío); soportar estoico en plena autopista a 100 km/h que le pregunten si lleva cambio para la máquina dispensadora de auriculares; o que le pidan dinero para tomar un café en la zona de servicio donde disfruta de unos minutos de descanso.

Una vez finalizada la pausa, llega el momento más tierno: el recuento de viajeros, uno a uno, a través del pasillo. Porque no sólo tiene que atender a los más remolones para que no se queden atrapados a pie de dársena, sino que también debe controlar que ningún despistado se suba al autocar equivocado. (El último conductor con el que coincidí contaba a un compañero, con cierta pena, la historia de una mujer que partió de Lisboa con destino a Madrid... pero en la parada de Mérida, a mitad de camino, se confundió de bus y regresó a la capital portuguesa).

Una bondad presupuesta (la del chófer de cada autocar) que no aminora el pánico agudo que me atenaza en cada estación de servicio cuando, a la salida del baño del bar de carretera, me imagino solo ante la barra, escrutado por la mirada indiferente del camarero, corriendo hasta la puerta para comprobar que el autobús donde viajaba... espera paciente hasta al último zoquete. 

lunes, 15 de abril de 2019

Hasta aquí

"La virtud es el punto medio entre dos extremos, uno de los cuales lo es por exceso y otro por defecto". La máxima aristotélica ha perdido su sentido en un mundo empapado por el relativismo moral, social y económico. La noción de juventud (prorrogada hasta el ridículo), el nivel de ingresos dignos (rebajado hasta el insulto) o los baremos de colesterol aceptables (interpretados a su antojo por la industria farmacéutica) son algunos ejemplos de ese trilerismo conceptual.

En esta contingencia perpetua, la copa de vino peleón que espera su gaseosa ilustra la medida de todas las cosas. Cada cual tiene su nivel óptimo, ese punto de no retorno donde esboza al que le sirve su propio "hasta aquí". Rebasado ese nivel, el trago le resultará un tanto amargo; por debajo de esa cota, le caerá desabrido al paladar.

Ocurre con los empleos: además de la necesidad perentoria de ingresos en un mercado laboral esclavista, la permeabilidad a la desazón que provoca un puesto laboral tedioso depende del grosor de la piel de cada individuo. La paciencia que para algunos se agota en semanas, para otros puede postergarse durante décadas. En cualquier caso, llega un momento en que el trabajador, hastiado de una situación sin margen de maniobra, decide plantarse ante su superior y espetarle: "hasta aquí".  

Lo anterior puede extrapolarse prácticamente a cualquier ámbito de la vida: relaciones amorosas monótonas, contratos de alquiler usurarios, bromas que agotan al más templado o hábitos perpetuados en el tiempo. "Hasta aquí" marca el cambio de paso y la construcción de nuevas estructuras mentales que, pasado un lapso determinado, perderán el atractivo de lo novedoso y serán consideradas igualmente caducas.

¿Dónde está ese tope? ¿Cuándo salta la resignación por los aires? La frontera de la tolerancia es difusa, independientemente de la complejidad de cada sujeto. Sólo la voz interior (ya se le denomine conciencia, inspiración o arrebato) determina el instante exacto en el que se terminan las excusas y se procede a la acción. 

Aquellos que pulsan el botón rojo son adjetivados por el resto que permanece incólume: valientes, temerarios o locos. Y su decisión es catalogada a la ligera como error o acierto, sin término medio. Todos juzgan sin conocer la situación del otro, un ejercicio donde el español medio destaca sobremanera. Por eso, siempre que determine su propio "hasta aquí", ignore al mundo y sólo contemple su juicio. A fin de cuentas, como la copa de vino con gaseosa sobre la mesa, las elecciones de su vida sólo las saboreará usted.

lunes, 1 de abril de 2019

El legado de Gabinete Caligari

Se cumplen 20 años de la última vez que Gabinete Caligari actuó sobre un escenario. Jaime Urrutia, Edi Clavo y Ferni Presas vivieron su concierto de despedida como grupo. Cuentan las crónicas que la última canción que interpretaron fue la premonitoria Nadie me va a añorar: premonitoria por el tono de adiós, por la ruptura de amistades dentro de la banda y por las posteriores acusaciones de deslealtad.

La suya es la historia de un conjunto que pasó de la cima alcanzada con su virtuoso disco Camino Soria (1987) a un lento ocaso que desembocó, el 13 de octubre de 1999, en una postrera charla para consumar la desmembración. Fueron ocho trabajos de estudio y 18 años de periplo, desde su debut en 1981, en el que vieron cambiar la sociedad (del génesis de La Movida a una cultura más encorsetada), la industria musical (con el paso del vinilo al CD y el posterior auge de internet) y la propia manera de hacer música (desde estilos genuinos, como el rock o el punk, a la entronización de la música comercial, los triunfitos y los ritmos ligeros).

Para muchos, el momento en que todo comenzó a torcerse llegó, precisamente, en su etapa de mayor reconocimiento popular. La canción La culpa fue del cha-cha-cha, asociada indisolublemente a la imagen de Gabinete, degeneró en una suerte de melodía machacona que acabó siendo versionada por Manolo Escobar y que, en plena borrachera de éxito, se pervirtió como sketch de los cómicos del momento, Martes y Trece, en plena gala de Nochevieja del 90. 

Hasta aquí alcanza el conocimiento mayoritario de un grupo que, si bien tuvo sus devaneos comerciales (prestaron su música a anuncios de cerveza e, incluso, alteraron alguna letra al servicio de Renfe), puede considerarse, sin duda, como uno de los mejores del rock ibérico y auténtico renovador de la música española. Comenzaron con un sonido oscuro (con temas como Obediencia, Olor a carne quemada, Golpes, Cómo perdimos Berlín, Grado 33...) hasta evolucionar a un estilo propio (bautizado como rock torero), dejando para la Historia himnos como Cuatro rosas, Al calor del amor en un bar, Más dura será la caída o Sólo se vive una vez.

Apostaron por el lirismo en composiciones basadas en poemas de Eduardo Haro Ibars (Pecados más dulces que un zapato de raso o Perdidas blancas), homenajearon a grandes letristas como Joan Manuel Serrat e hicieron guiños a poetas inmortales como Antonio Machado, Gustavo Adolfo Bécquer o Federico García Lorca. De hecho, su propio nombre es un claro tributo al cine expresionista alemán, con la cinta de 1920 El Gabinete del Doctor Caligari.



Fueron símbolo de un tiempo que se fue. Como el del extinto servicio militar obligatorio (la odiada mili), su punto de inflexión estilístico (Jaime y Edi fueron llamados a filas, mientras Ferni, exento, se dedicó a labores comerciales). Llegaron a autoproducirse su debut musical (con el sello Tres Cipreses) y se dieron a conocer en programas de radio de culto, como bien narra Jesús Rodríguez Lenin en la obra más completa sobre el trío. La muerte de varias figuras importantes para la banda (Ulises Montero, Eduardo Benavente o los hermanos Eduardo y Eugenio Haro Ibars) marcaron su propio recorrido profesional y vital.

Los cambios de gustos musicales, la caída en ventas, el desgaste de la convivencia, los bandazos discográficos... Los motivos que alejaron a estos tres viejos camaradas se acumularon hasta tocar fondo en GET, la discográfica sui géneris montada por Telecinco para explotar las canciones de sus programas (un edificio prefabricado en mitad de la nada presidido por la imagen de Galindo, el fetiche de Javier Sardà en Crónicas marcianas). Su último álbum, Subid la música (1998), fue un LP correcto, pero la cera ya no ardía más: sólo encontraron cabida en galas de pueblos perdidos con extraños compañeros de viaje (llegaron a compartir escenario con Fernando Esteso), lo que les hizo sentirse "rebajados a la orquesta más barata del mundo".

Hoy, los seguidores de Gabinete pueden rememorar a la banda en la figura de Urrutia, quien continúa de una forma muy digna su carrera sobre los escenarios. Cierto que ya son nueve años sin que un trabajo de estudio vea la luz (autoexigencia obliga), pero prosigue su gira incesante con Los Corsarios, donde no faltan personajes que contribuyeron al desarrollo de Gabinete, como Francis García o el incombustible Esteban Hirschfeld.

Veinte años después de aquel adiós, sus fans anhelan un reencuentro como el protagonizado por grupos como Héroes del Silencio o Mecano. Reunión con la que se especuló durante la conmemoración de los 30 años de Camino Soria, la cual trajo una reedición del álbum y un libro de Edi Clavo. Las inexistentes relaciones personales entre Edi y Ferni, por un lado, y Jaime, por otro, hacen de ese objetivo una quimera, alejándolo cada año un poco más. Pero el paso del tiempo también consolida una certeza: el espléndido legado de este grupo, en forma de excepcionales canciones.

viernes, 15 de marzo de 2019

Derecho de admisión

Un sábado por la mañana de hace no mucho, me encontraba desayunando en el que, hasta entonces, era mi bar de referencia. Mientras engullía unas tostadas con café, entró una mujer. Pidió un té y depositó en la barra las monedas que sumaban los 1,30 euros de su consumición. La camarera le espetó que ese dinero no era válido en su establecimiento y que debía gastarlo en otro comercio como, por ejemplo, las tiendas regentadas por chinos.

Para el lector que pretenda comprender esta surrealista escena, daré una serie de detalles que quizás le sirvan para atar cabos: la persona que recibió esa respuesta era una mujer de unos 50 años, de etnia gitana, extranjera, que pide regularmente en esa calle, no habla bien español y las monedas con las que pretendía pagar eran de 2, 5, 10 y 20 céntimos de euro. 

Después de recoger su dinero de curso legal, la mujer en cuestión dio media vuelta y se fue. Tras cruzar la puerta del bar, la camarera y propietaria del local comenzó un monólogo (y fue así porque no encontró respuesta de los escasos presentes): "Si les dejas, se te llena el bar de gentuza". Y tras una serie de frases en esta línea, coronó su soliloquio con una pregunta que pretendía ser retórica: "¿Por qué no se volverán a su país?".

La Comunidad de Madrid regula el derecho de admisión como "eficaz instrumento para impedir la violencia y las alteraciones del normal desarrollo de espectáculos y actividades, nunca como excusa para el ejercicio de la arbitrariedad y la discriminación en unos locales que, por definición, están abiertos a todo el público y no sólo a las personas que el responsable decida admitir en cada momento". Y asegura que "no podrá utilizarse para restringir el acceso de manera arbitraria o discriminatoria, ni situar al usuario en condiciones de inferioridad, indefensión o agravio comparativo".

Bajo esta definición, y siendo muy generosos, podemos decir que la propietaria del recinto hizo, cuanto menos, una interpretación errónea del derecho de admisión. Una competencia que, por otro lado, no ha aplicado en otras ocasiones de las que he sido testigo; por ejemplo, cuando algún cliente en estado de embriaguez "alteraba el normal desarrollo" de la actividad en su local o algún otro reclamaba que le anotara su consumición "en la cuenta".

Si fuéramos un poquito más suspicaces, podríamos pensar que el racismo, el clasismo, la xenofobia o la aporofobia (o una combinación de todas) fueron los motivos reales que empujaron a esta ciudadana, propietaria de un bar, a actuar de esa manera. Pero nuestro buen hacer no nos permite ni siquiera sugerirlo.

En cualquier caso, la misma libertad que le posibilita aplicar de forma sui géneris el derecho de admisión permite a clientes como yo no volver a un bar regentado por una persona con este tipo de opiniones. Tal vez si el grueso de su clientela decidiera no regresar, ella misma podría responderse a la duda esbozada más arriba: si tuviera que cerrar su negocio y no contara con otros recursos, quizás no tendría reparos en recurrir a cualquier solución, incluida la emigración o la mendicidad, para sobrevivir. Independientemente de lo que opinasen aquellos que rechazaran su dinero y su sola presencia.

viernes, 1 de marzo de 2019

Cuestión de honor

Hace unos días, recibí en el correo un antiguo vídeo donde unos paisanos llegan a las manos por las cuitas vecinales y un quítame allá unos euros. La discusión, acalorada, pasa a los golpes cuando uno de ellos insinúa que su interlocutor ha sisado dinero de la comunidad. La ofensa al honor hace que el sujeto ultrajado saque a pasear el puño y lo demás es historia viva del periodismo español contemporáneo.

El individuo de la grabación de marras es un buen ejemplo de que el ser humano puede tolerar con estoicismo determinados tipos de desprecios, pero si se trata de la honra, se le disparan los instintos más viscerales. El ciudadano medio español se emplea con vehemencia cuando le tachan de ladrón, afeminado, cornudo o le mientan a la madre. Es una reacción tan previsible como la de mezclar fuego con gasolina. 

Entre los prohombres de nuestra clase política, son numerosos los casos de reacciones airadas cuando han sido identificados como amigos de lo ajeno. En esos momentos, han preferido recurrir a la retórica para argumentar lo injustificable. Por el camino, se ha perdido una generación magnífica de literatos, a la altura de las mejores plumas del 98 o del 27, aumentando por contra la población reclusa nacional y la venta de banderas rojigualdas. 

Pero más allá de la ética, son el cuestionamiento de la virilidad y la desconsideración hacia el círculo de mujeres más cercano (esposa, madre, hermana, hija) los aspectos más recurrentes a la hora de desatar las hostilidades. De hecho, muchos hombres se muestran más inquietos por la honorabilidad de las mujeres que las propias aludidas. Algo, por otra parte, nada extraño, si observamos a ciertos representantes públicos más preocupados por la maternidad que las propias madres. Serán cosas del acervo popular, los cristales y las honras de las mocitas.

Si rebuscamos en esa tradición añeja, "el qué dirán" fue, posiblemente, el grupo de palabras más pronunciado en el seno de la familia de los años 80 hacia atrás. Eran utilizadas por los progenitores como el comodín que cerraba todas las conversaciones con los hijos a la vez que frustraba los sueños de libertad de estos. Especialmente de las hijas, que si pretendían pasar un fin de semana fuera de casa con algún chico, regresar más tarde de la hora establecida o apostar por una menor cantidad de tela en el vestir, chocaban inexorablemente con la monserga inicial (pronunciada, casi siempre, por el padre).

A los tres factores ya mencionados que empujan al desagravio (integridad moral, virilidad y defensa del núcleo femenino), se ha unido en estos tiempos un nuevo motivo de injuria para un tipo concreto de hombre: la defensa de los derechos de las mujeres. Quizás porque, en su cerebro, atenta contra esos tres pilares sagrados: su integridad -ética y viril- como rol dominante en la sociedad y el hecho de que esa demanda venga, paradójicamente, de las mismas mujeres a las que él se empeña en proteger.

A falta de un botón de fast forward que nos lleve a una sociedad futura, queda un presente donde la pedagogía, la práctica del sentido común y, por qué no decirlo, la elección del voto condicionan el desarrollo de esos derechos. La mayor deshonra sería tener que explicar a nuestros descendientes que nosotros tampoco llegamos más lejos por el qué dirán.

viernes, 15 de febrero de 2019

Llevar gafas

Cuando el oculista me comunicó que debía usar gafas, allá por los años 90, fue como el anuncio de una plaga bíblica. Por entonces, llevarlas era considerado un estigma social. El concepto de cuatro-ojos recorría los pasillos de cada instituto, y todo aquél que equipara unas monturas con cristales sin tintar podía ser sospechoso de intelectual, además de un potente imán para los balonazos durante el recreo.

Esa mala fama ya venía de siglos, al asociarse su uso a la tara que suponía la falta de visión. Por no hablar de su presencia negativa en el lenguaje: de hecho, los verbos más asimilables al objeto de marras que aparecen en la RAE son gafar (esto es, transmitir mala suerte) y gafear (palabra que, en Nicaragua, es sinónimo de cojear).

Ya en estos tiempos de Instagram y selfis, la escala de valores se ha invertido, y son comunes los casos de personajes que, para intentar aumentar su apariencia de cultivado, utilizan anteojos sin graduar. El gremio de los futbolistas, a los que siempre se ha acusado de utilizar la cabeza sólo para rematar los córners, es uno de los más proclives a ello. Y como discutido referente, muchos jóvenes no han tardado en imitarlos. 

Ver la vida a través de cristales condiciona la visión propia y la ajena. Si los que miran descubiertos prejuzgan al sujeto que les observa a través de unas gafas (como hemos visto más arriba, para bien o para mal, en función de la época en que toque sobrevivir), las personas que utilizan anteojos limitan su espacio de visión. Al mirar por encima o los laterales, el entorno se convierte en una mancha borrosa. Lo mismo que puede ocurrir si están impregnados de las huellas dactilares o el polvo del ambiente. 

Con el paso de los años, a través de unas lentes viejas se acaban contemplando escenas de todo pelaje. Momentos en que, incluso, durante el fragor de la emoción desenfrenada, los lupos han perdido su sitio sobre el puente de la nariz. Instantes en que se han visto salpicados por el agua de lluvia, deslumbrados por el sol de mediodía o, en ocasiones, empañados por alguna lagrima a destiempo.

Mudar los faros puede ser una forma simbólica de cambiar la manera de percibir la existencia. Como esa tradición oriental que apunta al cabello como aspirador de experiencias, positivas y negativas, por lo que un corte de pelo representa una purificación de los pensamientos pasados. Por analogía, una renovación de gafas supondría el estreno de unos nuevos ojos para mirar el mundo. O, en esta sociedad de consumo, una excusa para afrontar con ánimos renovados (y un 20% de descuento) un día a día donde escasea la esperanza. 

viernes, 1 de febrero de 2019

Construir recuerdos

El álbum fotográfico de la conciencia guarda imágenes que se revelan en nuestro córtex cerebral cuando menos se las espera. También se rebelan contra nuestro corazón cuando éste las creía ya más que sepultadas por el tiempo. En ambas situaciones (de exposición o de amotinamiento), al ser humano sólo le queda dejarse embargar por esa fuerza irracional. 

Los recuerdos nos asaltan a punta de navaja a cualquier hora del día. No muestran ninguna piedad en el momento de testar nuestra tolerancia al pasado. Simplemente, surgen. Son manifestaciones de etapas pretéritas que, embarcadas en batiscafos, emergen a la superficie tras un largo periodo de exploración por el subconsciente.

Sonidos, fragancias, sabores o imágenes evocan el recuerdo en cualquiera de sus formas y sentidos. Un amor perdido, la risa de un familiar difunto, un viaje al rincón más lejano del globo, la última charla con un amigo o el sabor de un guiso de la infancia pueden presentarse ante nosotros invocados por arte del tejido neuronal. 

La idealización de los recuerdos forma parte del menú en la mesa del nostálgico. Platos que se suceden para alimentar la melancolía de los más templados. La justa medida hace que, a cucharadas pequeñas, la reminiscencia sea apetecible, pero en cantidades copiosas pueda provocar trances engorrosos. Y en ese banquete de morriña, no es extraño que el empacho de los tristes les conduzca a las fronteras de la depresión. 

De forma pueril, como ese niño a su juguete más preciado y viejo, nos aferramos a los recuerdos de un pasado que, quizás, nunca fue. O, al menos, no en la forma en que lo rememoramos. Incluso escenarios ya lejanos que nos parecieron negativos cuando los experimentamos, hoy pueden ser percibidos como gratos vistos desde el tamiz de la remembranza.   

En este ejercicio de funambulismo memorístico, no somos conscientes de que esos recuerdos, algún día, fueron presente. Tan real como el que hoy nos hunde en la cotidianidad más salvaje. Pero hay algo aún más relevante, que despreciamos por evidente: como seres (moderadamente) racionales, podemos esforzarnos en crear una vida que, en un futuro no lejano, será un recuerdo excelente. No lo olviden.

martes, 15 de enero de 2019

Peligro en las aceras

Pronto la normativa de circulación obligará a los peatones a transitar con espejos retrovisores por las aceras. Y es que salir a la calle sin bajarse del bordillo se ha convertido en estos tiempos postmodernos en todo un acto de gallardía. Esquivar viandantes, coches mal aparcados, bicis, motos, patinetes, carros, maletas o excrementos pasará a ser, a este paso, disciplina olímpica.

La principal invasión proviene de aquellas máquinas que asaltan el espacio dedicado al ser humano. El mal estacionamiento, cuando no la circulación explícita, de coches y motos por la acera es un mal endémico al que, en fechas recientes, se han sumado un subgénero de vehículos eléctricos: desde segways (esos dispositivos de dos ruedas con sistema de autobalanceo) a bicis o patines.

La cosa es sería, sobre todo después de que en noviembre se hiciera pública la primera muerte por atropello de uno de esos cacharros del demonio: el patinete. Lo que hace décadas era un juguete sin mayor misterio se ha transformado hoy en un símbolo de modernidad sostenible. Por desgracia, el compromiso de sus usuarios con el medio ambiente no va parejo a su respeto por el prójimo, cuando aceleran a escasos centímetros de transeúntes sin más motorización que sus piernas o aparcan esos aparatos en mitad de las aceras.

Los perros y sus extras en forma de orín en la puerta o excremento sobre el asfalto son otras de las minas que propone este Vietnam urbano. Si bien hace unos años era normal encontrar canes callejeros, hoy es raro ver algún ejemplar. Por lo tanto, cabe resolver que en la ecuación perro+excremento, la incógnita se solventa gracias a un dueño gilipollas desconsiderado. 

Y ahí reside el meollo de todo este entramado: el civismo. Montar en patinete o pasear a un perro no genera en sí peligro. Lo verdaderamente arriesgado es dejarlos en manos de descerebrados. Por eso no estaría de más realizar un examen psicotécnico en profundidad a determinados sujetos antes de poner en sus manos un vehículo motorizado, y cuánto más, la vida de un ser vivo

De hecho, más allá de animales o vehículos, el mayor riesgo proviene de cierta tipología de peatón. Desde aquel que, transitando por la izquierda, no tiene reparos en obligar a apartarse al caminante que se le aproxima de frente a esos que, en aceras de medio metro, circulan en paralelo, como si desearan montar una barricada. Aunque peores son los otros que cuentan con armamento susceptible de utilizar contra cualquier persona: desde paraguas a las diversas variantes de sistemas con ruedas (carros de la compra, maletas, carretas de reparto...).

Por eso, desde Tardes Corrientes, proponemos a la Dirección General de Tráfico y al Gobierno un cambio normativo para que todo individuo que ponga un pie sobre las calles,  independientemente de su condición social, deba acreditar una pizca de civismo, tres puñados de educación, dos cucharadas de empatía y una dosis extra de humanidad.

martes, 1 de enero de 2019

No soy yo, eres tú

Dicen que las despedidas son duras. Los abrazos previos a los controles de seguridad en los aeropuertos o los llantos enlatados en los sofás de los reality televisivos parecen confirmar la teoría. Pero decir adiós no siempre tiene por qué ser sinónimo de penitencia. Es más: hay ocasiones en las que poner tierra de por medio con determinadas personas o situaciones supone una obligación moral. 

Esta prescripción facultativa debería ser forzada en todas las relaciones insanas. Las de pareja son las más proclives a derivar en pesadilla en nombre del amor y la costumbre (se olvida que, también con Eros como excusa, se desató la guerra de Troya hace ya más de 3.000 años). Cuando se viola el principio básico que coloca los límites de la libertad propia en la frontera con la ajena, el cariño y la pasión mudan en una cárcel de infelicidad donde se vive de tiempos pretéritos. Como si el pasado por sí solo pudiera sostener el futuro.

Más allá de las relaciones de pareja, los lazos de consanguinidad se convierten, en determinadas circunstancias, en sogas al cuello. Una palabra, familia, parece el comodín para justificar todo tipo menosprecios entre personas que comparten apellido. La presión social, esa obligación de contar con una parentela bien avenida por encima de todas las cosas, empuja a muchos infelices a continuar sufriendo el maltrato psicológico en el seno genealógico. Y, por supuesto, con una sonrisa pintada en la fachada.  

Por no hablar de aquellos que viven con el miedo a la soledad metido en los huesos y prefieren compartir su tiempo con personas a las que no soportan con tal de estar acompañados. El concepto de amistad, en dichas situaciones, transmuta en una suerte de comparsa interesada, donde el supuesto premio (la compañía, sea cual sea) compensa el precio a pagar (una incomodidad manifiesta). 

El paradigma de adiós necesario se produce en el ámbito laboral. Contar con un empleo mal remunerado, donde el jefe de turno valora más las funciones de la grapadora que las del trabajador o en el que el círculo de compañeros es un nido de puñales al costado (o, por qué no, todo en conjunto) hace perentoria la huida. Claro que, en este caso, la dificultad se redobla: entra en juego la subsistencia vía salario, lo que puede obligar a alargar la condena sine die.  

Por todo lo anterior, a la hora de corroborar el tópico de la dureza de las despedidas, mejor detenerse a pensar en escenas en las que, quien más, quien menos, se ha visto inmerso de lleno. Decir adiós puede ser el mayor acto de liberación. Por eso, no tengan miedo si en algún momento de la vida deben plantarse (ante una pareja, un pariente, un amigo o un jefe). Cojan aire y díganlo sin reparo: lo siento, pero no soy yo, eres tú.