miércoles, 1 de mayo de 2019

Buseros en la noche

Uno de mis miedos recurrentes cuando viajo en autocar es quedarme atrapado en una zona de servicio perdida en mitad de la nada. Descender del vehículo, entrar al baño del bar de carretera de turno y, al salir, comprobar que el autobús donde viajaba ya ha partido. Una suerte de La terminal, pero en lugar de suceder en el aeropuerto JFK de Nueva York, en un apeadero recóndito de un pueblo de La Mancha.

Este terror infundado (¿serán responsables esas campañas ochenteras sobre el abandono animal?) se acentúa en los viajes nocturnos. Travesías por carreteras oscuras a bordo de un bus de larga distancia (la clásica línea) que resultan un excepcional experimento para conocernos a nosotros mismos. Donde palpar en primera persona los sentimientos más fieramente humanos: del egoísmo a la solidaridad, pasando por la ira o la gratitud.

A través de esos trayectos bajo la luna, cuando el silencio se hace en el habitáculo, las luces se apagan y el ronroneo del motor incita al sueño, la figura del conductor se convierte en custodio de quien depende el destino de medio centenar de vidas. Una estirpe, como la de sus homólogos a cargo de los buses urbanos, hecha de otra pasta. Mezcla de padre severo, abuela comprensiva, maestro paciente y párroco confesor. 

En esa labor múltiple, he visto conductores intentando explicar a gente con la que no compartía el idioma dónde debía bajarse o realizar una conexión: ya sea con gestos, croquis esbozados en el aire o buscando mediadores entre el pasaje. Hombres pacientes que, ante el temor de que una persona se quede en tierra, preguntan cuál es su destino a bultos dormidos sobre un banco de la estación; que van en busca de los pasajeros rezagados, como de los malos alumnos en la escuela; o que reordenan a los viajeros que han ocupado un asiento ajeno.

La paciencia es la virtud más valorable en una profesión, muchas veces, ingrata. En su ejercicio, debe soportar que los turistas se apeen en zonas donde no hay establecida una parada técnica para comprar comida, bebida o mear; se ve obligado a cambiar la temperatura interior en numerosas ocasiones ante peticiones contrapuestas (frío, calor; calor, frío); soportar estoico en plena autopista a 100 km/h que le pregunten si lleva cambio para la máquina dispensadora de auriculares; o que le pidan dinero para tomar un café en la zona de servicio donde disfruta de unos minutos de descanso.

Una vez finalizada la pausa, llega el momento más tierno: el recuento de viajeros, uno a uno, a través del pasillo. Porque no sólo tiene que atender a los más remolones para que no se queden atrapados a pie de dársena, sino que también debe controlar que ningún despistado se suba al autocar equivocado. (El último conductor con el que coincidí contaba a un compañero, con cierta pena, la historia de una mujer que partió de Lisboa con destino a Madrid... pero en la parada de Mérida, a mitad de camino, se confundió de bus y regresó a la capital portuguesa).

Una bondad presupuesta (la del chófer de cada autocar) que no aminora el pánico agudo que me atenaza en cada estación de servicio cuando, a la salida del baño del bar de carretera, me imagino solo ante la barra, escrutado por la mirada indiferente del camarero, corriendo hasta la puerta para comprobar que el autobús donde viajaba... espera paciente hasta al último zoquete. 

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