Dicen que las despedidas son duras. Los abrazos previos a los controles de seguridad en los aeropuertos o los llantos enlatados en los sofás de los reality televisivos parecen confirmar la teoría. Pero decir adiós no siempre tiene por qué ser sinónimo de penitencia. Es más: hay ocasiones en las que poner tierra de por medio con determinadas personas o situaciones supone una obligación moral.
Esta prescripción facultativa debería ser forzada en todas las relaciones insanas. Las de pareja son las más proclives a derivar en pesadilla en nombre del amor y la costumbre (se olvida que, también con Eros como excusa, se desató la guerra de Troya hace ya más de 3.000 años). Cuando se viola el principio básico que coloca los límites de la libertad propia en la frontera con la ajena, el cariño y la pasión mudan en una cárcel de infelicidad donde se vive de tiempos pretéritos. Como si el pasado por sí solo pudiera sostener el futuro.
Más allá de las relaciones de pareja, los lazos de consanguinidad se convierten, en determinadas circunstancias, en sogas al cuello. Una palabra, familia, parece el comodín para justificar todo tipo menosprecios entre personas que comparten apellido. La presión social, esa obligación de contar con una parentela bien avenida por encima de todas las cosas, empuja a muchos infelices a continuar sufriendo el maltrato psicológico en el seno genealógico. Y, por supuesto, con una sonrisa pintada en la fachada.
Por no hablar de aquellos que viven con el miedo a la soledad metido en los huesos y prefieren compartir su tiempo con personas a las que no soportan con tal de estar acompañados. El concepto de amistad, en dichas situaciones, transmuta en una suerte de comparsa interesada, donde el supuesto premio (la compañía, sea cual sea) compensa el precio a pagar (una incomodidad manifiesta).
El paradigma de adiós necesario se produce en el ámbito laboral. Contar con un empleo mal remunerado, donde el jefe de turno valora más las funciones de la grapadora que las del trabajador o en el que el círculo de compañeros es un nido de puñales al costado (o, por qué no, todo en conjunto) hace perentoria la huida. Claro que, en este caso, la dificultad se redobla: entra en juego la subsistencia vía salario, lo que puede obligar a alargar la condena sine die.
Por todo lo anterior, a la hora de corroborar el tópico de la dureza de las despedidas, mejor detenerse a pensar en escenas en las que, quien más, quien menos, se ha visto inmerso de lleno. Decir adiós puede ser el mayor acto de liberación. Por eso, no tengan miedo si en algún momento de la vida deben plantarse (ante una pareja, un pariente, un amigo o un jefe). Cojan aire y díganlo sin reparo: lo siento, pero no soy yo, eres tú.
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