viernes, 15 de junio de 2018

Mundiales

Enhorabuena a los que gustan de los paseos en soledad por los centros urbanos: otra vez tenemos encima un Mundial. Cada cuatro años, como esa alergia que creíamos olvidada, regresa la tormenta balompédica que empapa, incluso, a los no seguidores de este deporte (por favor, multa de un euro por cada "a mí no me gusta el fútbol, pero el Mundial sí").

Uno de mis primeros recuerdos deportivos más nítidos coincide con un Mundial. Una tarde calurosa, allá por el mes de julio de 1994, mis padres y un servidor contemplábamos desde un sofá de escay el España-Italia en una televisión descolorida con nombre alemán. El botón de encendido, sujeto por medio mondadientes, era reflejo de la I+D española de una época en la que, en determinados hogares, el mando a distancia era cosa de brujería. 

A esa edad preadolescente, todo giraba en torno al fútbol. Una amalgama que unía a los imberbes de barrio: bastaba un balón para conectar a la salida del colegio con un grupo de desconocidos y competir sobre una pista de asfalto, donde cada caída suponía un desgarrón de chándal y la consiguiente bronca familiar. 

En esa Copa del Mundo de EEUU, Bakero, Hierro, Luis Enrique, Guerrero o Caminero eran los ídolos de turno. Como internet aún no aparecía ni en nuestros sueños más profundos, la única forma de seguirles era a través de los póster que regalaban en las panaderías con los chicles o los cromos de los bollycaosEn el banquillo, asomaba un sempiterno Javier Clemente, de quien lo único que nos interesaba era escucharle a medianoche intercambiar insultos con De la Morena a través de una radio a pilas

Un gol de rebote tras disparo de Caminero desató la euforia en el país y las primeras lágrimas futboleras para algunos de nosotros. Aunque sirvió para poco, después de que Roberto Baggio diera la victoria a Italia en la ronda maldita de cuartos. Un jugador odiado y admirado por los niños de una generación que creció con estrellas como Romario, Del Piero, Laudrup, Batistuta, Cantona o Raúl, cuando el fútbol no era cosa de guapos. 

Después de seis sinsabores más en los grandes torneos (traducido en tiempo, 14 años), la Selección, ya bautizada como La Rojarevertió la situación y cambió las goleadas en las fases de clasificación a equipos menores por títulos. Algo insólito para unos niños que hoy rozan la cuarentena y cuya mayor satisfacción patriótica adolescente fue celebrar un 9-0 ante Austria. Pero esas gestas llegaron tarde, muy tarde; al menos, para disfrutarlas a esa edad en la que fútbol y vida son equivalentes. 

Hoy debuta España en Rusia: para muchos, supone el evento del año; para otros, será una tarde corriente de televisor y cerveza. Algunos lo afrontamos con una mezcla de desgana y nostalgia por descubrirnos saltando de nuevo del sofá, hoy ya sintético. Así estamos a estas alturas del partido, tras comprobar que más codazos que Tassotti da la vida y cuando, por fin, comprendimos a Julio Salinas a fuerza de acostumbrarnos a nuestros propios errores.

viernes, 1 de junio de 2018

Buseros

Ciertos colectivos arrastran atributos en forma de estereotipo que no siempre les hacen justicia. Si se realizara una encuesta rápida, podría recopilarse un ramillete de calificativos sobre una serie de profesiones para las que muchas respuestas serían coincidentes. Así, seguramente el adjetivo "corrupto" acompañaría al trabajo de político igual que el término "usurero" rima inexorablemente con banquero. 

En otros empleos, en cambio, los arquetipos son más abiertos. Por ejemplo, los conductores de autobús. Aunque denostado por miles de automovilistas y otros tantos usuarios de este medio de transporte, el rol del busero, como son conocidos por nuestros hermanos de El Salvador, Nicaragua y Panamá, muestra una tipología variada de sujetos entre sus filas. Especialmente apreciable en las líneas urbanas de las grandes urbes.

Un espécimen de los más abundantes, el más valorado por los impuntuales y temido por los ancianos, es el fitipaldi. No importa la edad: ya sea joven o viejo, la velocidad es su pasión, como si tras cada curva se escondiera el final de su jornada. La dicotomía para el pasajero cuando topa con él al volante es agarrarse al asiento o dejarse los dientes en el siguiente cruce.

El perfil amable responde al de aquel individuo a quien las abuelitas llaman por su nombre, le preguntan por el último examen de su hija y, de cuando en cuando, le traen patatas de su huerto. Se le identifica fácilmente porque siempre se adelanta al viajero y saluda en primer lugar, le mira a los ojos y sonríe. Como si, en una suerte de utopía laboral, disfrutara con lo que hace.

Por contra, el huraño sólo responde si le hablan previamente (y no siempre). Contesta de mala gana a las mismas preguntas que lleva escuchando durante los últimos 20 años: "¿Éste para en Plaza de Castilla?", "¿cuánto tarda hasta el centro?", "¿dan cambio de 10 euros?". Suele ser el más honrado de todos los perfiles: su cara y su verbo no dejan resquicio a la imaginación.

El desencantado sobrepasa la cincuentena, gusta de hablar a voces con sus colegas, a los que se queja del último cambio de turno o de la baja calidad del vehículo. No duda en regañar a los usuarios si no levantan la mano de forma ostensible para detener su paso en la parada o si considera que no han apretado el botón con suficiente energía para frenar su marcha en la siguiente estación.

Independientemente del carácter, la profesión de conductor de autobús comparte un factor común con otras muchas: la fuerte masculinización del puesto. Por ejemplo, en Madrid, y según datos de la EMT, de los 7.586 trabajadores dedicados al transporte urbano que componían su plantilla en 2016, un 6,2% eran mujeres. Una contribución más al exceso de testosterona que desborda las carreteras estatales, donde cada acelerón destila un trastorno mal diagnosticado.