lunes, 15 de enero de 2018

Viaje copernicano

Copérnico revolucionó la Ciencia en el siglo XVI a través de su modelo heliocéntrico del universo. Y Copérnico fue el nombre elegido por Renfe para bautizar a su sistema informático, una herramienta que centraliza todos los recursos y cuyo grado de integración es desconocido "en cualquier otra administración del mundo", como aseguran desde la compañía.

Copérnico no viajaba conmigo en el Alvia de Bilbao con destino Madrid del segundo de enero de este año. O, al menos, no pagó el billete. Al parecer, sí se encontraba en Orduña, enclave vizcaíno en la provincia de Álava, cuando el tren frenó de repente. Y ahí permaneció los 88 minutos que el convoy estuvo detenido, junto a mí, sin ni siquiera yo saberlo.

Como un romance de verano, Copérnico me olvidó nada más llegar a la estación de Chamartín (eso sí, me regaló más de una hora de su tiempo, gracias al retraso acumulado). Intenté contactar de nuevo con él a través de internet, pero me negó lo que sí me reconocía la política de su empresa: una indemnización del 100% del billete (en mi caso, dos, ya que confieso que le fui infiel incluso antes de conocerle) por una demora superior a los 60 minutos

Copérnico es un trabajador muy bien valorado en su compañía. Se le atribuye una infalibilidad superior a la del Papa en la Iglesia católica. Y la segunda operadora que me respondió al otro lado del teléfono (el primero me solicitó una espera de 24 horas para ejercer la reclamación) lo corroboró: el sistema nunca se equivoca y, pese al retraso físico de ese tren, no correspondía compensación de ningún tipo. 

Esa fe en Copérnico me hizo plantearme si realmente me pertenecía un resarcimiento, si el tiempo superó los 60 minutos e incluso si alguna vez fui en ese vagón. "¿Quién soy?", grité. Pero Copérnico no me oyó. Así que decidí acudir a ese lugar, más allá de la barra de bar, donde los españoles exhiben su frustración: Twitter. Allí inicié una animada conversación, donde participaron el community manager compañero de Copérnico, un grupo de indignados con Renfe y una asociación de consumidores. 

Tras una queja formal, una veintena de tuits y varios intercambios de mensajes directos con el personal de redes sociales de la corporación, llegó el turno de ampliar el círculo de amigos: una llamada del jefe de taquillas fue el comienzo del epílogo a mi infructuosa espera. Y ahí Copérnico comenzó a recular. Seis llamadas y cinco whatsapp después, decidí personarme en la estación donde Copérnico y yo nos despedimos para reencontrarnos cara a cara.

A través de la intermediación del eficiente empleado de Renfe, Copérnico al fin admitió su error: pese a negarme, por activa y por pasiva, una indemnización durante 10 días por boca de varios de sus compañeros, por vía telefónica, telemática y hasta por tamtam, se puso en plan regio para pedir disculpas.   

Conmovido por ese acto de humildad, me despedí con lágrimas en los ojos, absorto en varias cavilaciones. La primera me llevó a una reflexión sobre la importancia de reclamar cuando los derechos se ven vulnerados: de nada sirve callar. La siguiente, ante la espera prolongada en el andén, a cuestionarme el momento que atraviesa el ferrocarril en este paísPero la más trascendental me condujo a pensar en la importancia del ser humano, tan desprestigiado en esta era de las máquinas. A fin de cuentas, sólo unos pocos trabajadores tan incrédulos como yo fueron capaces de sacar al arrogante Copérnico de su equívoco.

lunes, 1 de enero de 2018

La trampa del pasado

No hace mucho, regresé al que fue mi barrio durante tres años. Las calles que en ese intervalo me parecieron, en ocasiones, inhóspitas y desconocidas, las encontré ahora con una expresión de cordialidad que me recibió a través de una suave brisa. Los vecinos, el asfalto, las fachadas de cemento y hasta los motores de los coches parecían acogerme.

Es curioso cómo lo que hoy es percibido extraño y ajeno, con el paso del tiempo es idealizado. Ocurre con las relaciones que se terminan (infiernos en el presente que se envuelven de calidez con la pátina de los años), los ciclos vitales (¿quién no añora la odiada época de estudiante?) y también con los lugares.

Sin duda, la mala memoria es responsable de esto. Y nos pone zancadillas en el presente, para que lo percibamos, no ya como ocurrió verdaderamente, sino de forma diferente al pasado que realmente fue. Una suerte de holograma, de representación, que refleja una visión que en nada se parece a la vivida.

En esa trampa espacio-temporal, estamos condenados a esperar el futuro para encontrar a nuestro ahora más atractivo, en un juego sin fin que nos conduce al delirio. Bajo esa falsa premisa, todo tiempo aún no llegado nunca será mejor que el ya concluido; incluso si ese momento finiquitado nos torturó hondamente, la óptica engañosa de la posteridad le otorgará un aire totalmente renovado.

La parte positiva de este sinsentido es que nos aproxima a la comprensión del absurdo que nos empapa: ese que, por todos los medios, busca un significado, un fin, a un mundo que se desvela incoherente. En definitiva, una tierra hostil, que guarda silencio ante nuestros interrogantes y se muestra indiferente ante nuestras dudas, tormentos o cuestiones teleológicas más fundamentales.

Ante ese disparate humano, Camus planteaba tres respuestas racionales: el suicidio físico, la creencia religiosa (denominada "suicidio filosófico") o abrazar el absurdo para seguir viviendo, en una suerte de rebelión ante la incoherencia. Y era esa última opción, la de aceptar este mundo descabellado hasta sus últimas consecuencias, por la que se decantó el filósofo. Una tesis expuesta de manera magistral en su ensayo El mito de Sísifo, donde utiliza como parábola el castigo divino del personaje mitológico, condenado a subir eternamente una piedra por una pendiente y dejarla caer una y otra vez.

Recobrar la conciencia de la muerte es el mejor regalo que puede proporcionarnos esa conciencia plena del absurdo. Una forma de cortocircuitar el círculo vicioso que supone esa perenne idealización del pasado. Y lo que es más importante (aunque resulte paradójico): esa percepción permite dotarse de consciencia, despertar a la vida, para así encarar el futuro con el optimismo del que nada tiene que perder.