lunes, 1 de enero de 2018

La trampa del pasado

No hace mucho, regresé al que fue mi barrio durante tres años. Las calles que en ese intervalo me parecieron, en ocasiones, inhóspitas y desconocidas, las encontré ahora con una expresión de cordialidad que me recibió a través de una suave brisa. Los vecinos, el asfalto, las fachadas de cemento y hasta los motores de los coches parecían acogerme.

Es curioso cómo lo que hoy es percibido extraño y ajeno, con el paso del tiempo es idealizado. Ocurre con las relaciones que se terminan (infiernos en el presente que se envuelven de calidez con la pátina de los años), los ciclos vitales (¿quién no añora la odiada época de estudiante?) y también con los lugares.

Sin duda, la mala memoria es responsable de esto. Y nos pone zancadillas en el presente, para que lo percibamos, no ya como ocurrió verdaderamente, sino de forma diferente al pasado que realmente fue. Una suerte de holograma, de representación, que refleja una visión que en nada se parece a la vivida.

En esa trampa espacio-temporal, estamos condenados a esperar el futuro para encontrar a nuestro ahora más atractivo, en un juego sin fin que nos conduce al delirio. Bajo esa falsa premisa, todo tiempo aún no llegado nunca será mejor que el ya concluido; incluso si ese momento finiquitado nos torturó hondamente, la óptica engañosa de la posteridad le otorgará un aire totalmente renovado.

La parte positiva de este sinsentido es que nos aproxima a la comprensión del absurdo que nos empapa: ese que, por todos los medios, busca un significado, un fin, a un mundo que se desvela incoherente. En definitiva, una tierra hostil, que guarda silencio ante nuestros interrogantes y se muestra indiferente ante nuestras dudas, tormentos o cuestiones teleológicas más fundamentales.

Ante ese disparate humano, Camus planteaba tres respuestas racionales: el suicidio físico, la creencia religiosa (denominada "suicidio filosófico") o abrazar el absurdo para seguir viviendo, en una suerte de rebelión ante la incoherencia. Y era esa última opción, la de aceptar este mundo descabellado hasta sus últimas consecuencias, por la que se decantó el filósofo. Una tesis expuesta de manera magistral en su ensayo El mito de Sísifo, donde utiliza como parábola el castigo divino del personaje mitológico, condenado a subir eternamente una piedra por una pendiente y dejarla caer una y otra vez.

Recobrar la conciencia de la muerte es el mejor regalo que puede proporcionarnos esa conciencia plena del absurdo. Una forma de cortocircuitar el círculo vicioso que supone esa perenne idealización del pasado. Y lo que es más importante (aunque resulte paradójico): esa percepción permite dotarse de consciencia, despertar a la vida, para así encarar el futuro con el optimismo del que nada tiene que perder. 

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