martes, 15 de enero de 2019

Peligro en las aceras

Pronto la normativa de circulación obligará a los peatones a transitar con espejos retrovisores por las aceras. Y es que salir a la calle sin bajarse del bordillo se ha convertido en estos tiempos postmodernos en todo un acto de gallardía. Esquivar viandantes, coches mal aparcados, bicis, motos, patinetes, carros, maletas o excrementos pasará a ser, a este paso, disciplina olímpica.

La principal invasión proviene de aquellas máquinas que asaltan el espacio dedicado al ser humano. El mal estacionamiento, cuando no la circulación explícita, de coches y motos por la acera es un mal endémico al que, en fechas recientes, se han sumado un subgénero de vehículos eléctricos: desde segways (esos dispositivos de dos ruedas con sistema de autobalanceo) a bicis o patines.

La cosa es sería, sobre todo después de que en noviembre se hiciera pública la primera muerte por atropello de uno de esos cacharros del demonio: el patinete. Lo que hace décadas era un juguete sin mayor misterio se ha transformado hoy en un símbolo de modernidad sostenible. Por desgracia, el compromiso de sus usuarios con el medio ambiente no va parejo a su respeto por el prójimo, cuando aceleran a escasos centímetros de transeúntes sin más motorización que sus piernas o aparcan esos aparatos en mitad de las aceras.

Los perros y sus extras en forma de orín en la puerta o excremento sobre el asfalto son otras de las minas que propone este Vietnam urbano. Si bien hace unos años era normal encontrar canes callejeros, hoy es raro ver algún ejemplar. Por lo tanto, cabe resolver que en la ecuación perro+excremento, la incógnita se solventa gracias a un dueño gilipollas desconsiderado. 

Y ahí reside el meollo de todo este entramado: el civismo. Montar en patinete o pasear a un perro no genera en sí peligro. Lo verdaderamente arriesgado es dejarlos en manos de descerebrados. Por eso no estaría de más realizar un examen psicotécnico en profundidad a determinados sujetos antes de poner en sus manos un vehículo motorizado, y cuánto más, la vida de un ser vivo

De hecho, más allá de animales o vehículos, el mayor riesgo proviene de cierta tipología de peatón. Desde aquel que, transitando por la izquierda, no tiene reparos en obligar a apartarse al caminante que se le aproxima de frente a esos que, en aceras de medio metro, circulan en paralelo, como si desearan montar una barricada. Aunque peores son los otros que cuentan con armamento susceptible de utilizar contra cualquier persona: desde paraguas a las diversas variantes de sistemas con ruedas (carros de la compra, maletas, carretas de reparto...).

Por eso, desde Tardes Corrientes, proponemos a la Dirección General de Tráfico y al Gobierno un cambio normativo para que todo individuo que ponga un pie sobre las calles,  independientemente de su condición social, deba acreditar una pizca de civismo, tres puñados de educación, dos cucharadas de empatía y una dosis extra de humanidad.

martes, 1 de enero de 2019

No soy yo, eres tú

Dicen que las despedidas son duras. Los abrazos previos a los controles de seguridad en los aeropuertos o los llantos enlatados en los sofás de los reality televisivos parecen confirmar la teoría. Pero decir adiós no siempre tiene por qué ser sinónimo de penitencia. Es más: hay ocasiones en las que poner tierra de por medio con determinadas personas o situaciones supone una obligación moral. 

Esta prescripción facultativa debería ser forzada en todas las relaciones insanas. Las de pareja son las más proclives a derivar en pesadilla en nombre del amor y la costumbre (se olvida que, también con Eros como excusa, se desató la guerra de Troya hace ya más de 3.000 años). Cuando se viola el principio básico que coloca los límites de la libertad propia en la frontera con la ajena, el cariño y la pasión mudan en una cárcel de infelicidad donde se vive de tiempos pretéritos. Como si el pasado por sí solo pudiera sostener el futuro.

Más allá de las relaciones de pareja, los lazos de consanguinidad se convierten, en determinadas circunstancias, en sogas al cuello. Una palabra, familia, parece el comodín para justificar todo tipo menosprecios entre personas que comparten apellido. La presión social, esa obligación de contar con una parentela bien avenida por encima de todas las cosas, empuja a muchos infelices a continuar sufriendo el maltrato psicológico en el seno genealógico. Y, por supuesto, con una sonrisa pintada en la fachada.  

Por no hablar de aquellos que viven con el miedo a la soledad metido en los huesos y prefieren compartir su tiempo con personas a las que no soportan con tal de estar acompañados. El concepto de amistad, en dichas situaciones, transmuta en una suerte de comparsa interesada, donde el supuesto premio (la compañía, sea cual sea) compensa el precio a pagar (una incomodidad manifiesta). 

El paradigma de adiós necesario se produce en el ámbito laboral. Contar con un empleo mal remunerado, donde el jefe de turno valora más las funciones de la grapadora que las del trabajador o en el que el círculo de compañeros es un nido de puñales al costado (o, por qué no, todo en conjunto) hace perentoria la huida. Claro que, en este caso, la dificultad se redobla: entra en juego la subsistencia vía salario, lo que puede obligar a alargar la condena sine die.  

Por todo lo anterior, a la hora de corroborar el tópico de la dureza de las despedidas, mejor detenerse a pensar en escenas en las que, quien más, quien menos, se ha visto inmerso de lleno. Decir adiós puede ser el mayor acto de liberación. Por eso, no tengan miedo si en algún momento de la vida deben plantarse (ante una pareja, un pariente, un amigo o un jefe). Cojan aire y díganlo sin reparo: lo siento, pero no soy yo, eres tú.