"Los tristes tienen dos motivos para estarlo: ignoran o esperan". La cita recurrente de Albert Camus que acompaña a esta bitácora señala dos males que azotan al ser humano desde la noche de los tiempos: el desconocimiento y la espera. Si el primero, en determinadas situaciones, es considerado una dicha, el segundo conduce a la desesperanza más absoluta.
La espera y el tiempo cabalgan juntos. En una relación directamente proporcional, la noción del paso de los segundos se acentúa cuando se acrecenta la espera. Pero ésta, como el tiempo, resulta relativa: nunca es igual para dos sujetos. Lo que para uno supone una lenta tortura, para otro no pasa de un mero tránsito entre dos instantes.
Ese relativismo temporal implica que no todas las esperas sean iguales. Convengamos en que no resulta equiparable la impaciencia del telespectador ante la pausa publicitaria que el transcurrir de los días para el opositor que aguarda la nota de su última convocatoria. O, en los casos más extremos, la vigilia del paciente ante los resultados de unas pruebas médicas.
Sea como fuere, la espera está insertada en nuestras venas, se respira a diario. En esta era de frenesí, dominada por la prisa, aún se vuelve más tangible por la impaciencia que nos empapa. Ya sea en la parada del autobús, frente a la puerta de un baño público, en la terminal de un aeropuerto o en la butaca de la sala del dentista, a diario acapara centenares de momentos.
El mayor drama de la espera es que, en ocasiones, nunca termina. En ese escenario crítico, se convierte en un continuo, donde cada minuto del día, cada día del mes y cada mes del año son una concatenación de esperas. Lo sabe el pretendiente que nunca halló el amor verdadero, el oficinista que jamás atrapó su ascenso o el idealista que pereció engullido por un mundo infame.
La espera y el tiempo cabalgan juntos. En una relación directamente proporcional, la noción del paso de los segundos se acentúa cuando se acrecenta la espera. Pero ésta, como el tiempo, resulta relativa: nunca es igual para dos sujetos. Lo que para uno supone una lenta tortura, para otro no pasa de un mero tránsito entre dos instantes.
Ese relativismo temporal implica que no todas las esperas sean iguales. Convengamos en que no resulta equiparable la impaciencia del telespectador ante la pausa publicitaria que el transcurrir de los días para el opositor que aguarda la nota de su última convocatoria. O, en los casos más extremos, la vigilia del paciente ante los resultados de unas pruebas médicas.
Sea como fuere, la espera está insertada en nuestras venas, se respira a diario. En esta era de frenesí, dominada por la prisa, aún se vuelve más tangible por la impaciencia que nos empapa. Ya sea en la parada del autobús, frente a la puerta de un baño público, en la terminal de un aeropuerto o en la butaca de la sala del dentista, a diario acapara centenares de momentos.
El mayor drama de la espera es que, en ocasiones, nunca termina. En ese escenario crítico, se convierte en un continuo, donde cada minuto del día, cada día del mes y cada mes del año son una concatenación de esperas. Lo sabe el pretendiente que nunca halló el amor verdadero, el oficinista que jamás atrapó su ascenso o el idealista que pereció engullido por un mundo infame.
Ante la incertidumbre de la espera, el manto de la esperanza es la salvaguarda para todos los que viven expectantes de cambio. La promesa de la venida de un algo que quizás sólo exista en su imaginación, como un paraíso perdido que anhela recobrarse. Ese sentimiento vehemente es lo único que los mantiene erguidos en proa, ansiosos por avistar tierra, combatiendo la sentencia de André Giroux: "El infierno es esperar sin esperanza".
Ahí precisamente radicaría el secreto: en esperar sin desesperar, con la conciencia de que todo lo bueno retarda su llegada... Y aunque este no sea el caso, habrá que aguardar hasta septiembre para volver a leer Tardes Corrientes.