jueves, 1 de febrero de 2018

Aceras

Colillas, papeles, chicles, esputos, heces, plásticos, botellas, latas, bolsas... Las aceras son reflejo de la miseria humana. Lo peor de cada uno, la escoria de la sociedad, se vierte sobre el asfalto sin ningún miramiento. Como si la ausencia de propiedad en un mundo de poseedores concediera el derecho a maltratar un bien común.

Esto tiene una consecuencia: todo lo que el personal encuentra sobre las aceras lo considera despreciable. Incluyendo a los propios seres humanos que, por necesidad, las habitan. La aporofobia, término considerado "palabra del año" por una fundación que mira por el lenguaje (paradójicamente, sostenida por un banco), es reflejo de ello. 

Hasta en las aceras se observan las desigualdades sociales: son famélicas en las calles pobres y muestran su obesidad en las principales arterias. Y se aprecian las diferencias por barrios: si el centro exhibe las más espaciosas (para que el ciudadano/consumidor pueda hacer cola en condiciones ventajosas ante las grandes superficies), las más angostas se reservan a las zonas más humildes (donde el pequeño comercio languidece).

Muchos reparan en el caos provocado por el tráfico en las ciudades, pero pocos hablan de una amenaza mayor, más peligrosa si cabe, que moverse por carretera: transitar por las aceras. Caminar por ellas es una yincana donde cada bache, cada bordillo quebrado, cada bolardo suelto, cada hez canina, son trampas inmisericordes. La lluvia, con la formación de charcos oceánicos, o la misma noche, con la ocultación de las realidades tangibles, dificultan aún más esta suerte de competición. 

El concepto de circular por la derecha, a diferencia de lo que ocurre en la autopista, no ha calado entre los viandantes, quienes no dudan en detenerse en mitad de la acera a conversar, desplazarse en paralelo por las áreas más estrechas en grupos de dos o más sujetos (como si pretendieran levantar una barricada) o forzar a quien sí pasea por su lugar a cambiar de acera (en sentido estricto) para poder continuar su trayecto. 

Y si la falta de civismo es recurrente entre los peatones (aquí, como en la sociedad española, tampoco hay conciencia de clase), la ocupación de sus espacios por parte de vehículos, motocicletas, bicis o patines (todos ellos, por supuesto, a los mandos de seres que se dicen humanos) convierte a las calles en una jungla donde prima la ley del fuerte. 

Cuando un conductor encuentra un estacionamiento rápido sobre el bordillo, desprecia por completo el derecho del peatón. Pero una máxima de comprensión tan simple no acaba de calar en ciertos individuos. Y quienes más sufren esa falta de entendederas son aquellas personas con movilidad reducida: en 2008, superaban los 2,5 millones de habitantes. Si algunos cambiaran por un día sus llantas de aleación por los radios de una silla de ruedas, seguramente se lo pensarían dos veces.   

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