viernes, 15 de diciembre de 2017

Mirar por la ventana

Enmarañados en las redes sociales o masticando la basura catódica que expulsa la televisión, las personas ya no miran por la ventana. Salvo para tender la ropa, regar las plantas o comprobar el estado del tiempo, pocos se detienen a contemplar su mundo inmediato más allá de las cuatro paredes que los encierran.

Las connotaciones negativas que arrastra este acto de plena libertad coartan a la inmensa mayoría. Las voces maledicentes que los tildan de "cotillas" provocan que estos individuos temerosos encaren el dintel con vergüenza, como queriendo esquivar la visión que se les presenta al otro lado de su reflejo.

Descorrer cortinas, levantar persianas y atravesar el vidrio con la mirada es la forma más preclara de aventar la mente. Admirar el brillo del sol entre las nubes, envolverse en la melancolía mientras resbalan las gotas de lluvia por el cristal o abstraerse en el vuelo de una golondrina son alimento para el espíritu. 

Una de las maravillas que ofrece mirar por la ventana es la de comprobar la mutabilidad del tiempo. El paso de los años puede corroborarse, por ejemplo, a través del deterioro de los ladrillos en las fachadas. Al igual que la marcha del procés se determina por la paulatina degradación de las banderas de España pendientes de los balcones.

Desde la cristalera, el ser humano se observa a sí mismo, como si la sociedad que otea fuera un espejo donde encontrarse. Ya en la estampa de ese anciano que, envuelto en su bata gris, se marchita cada invierno ante una pantalla. Ya en esa otra mujer que, en las noches de verano, se adentra en la cocina desnuda mientras sus curvas se intuyen entre la tenue luz de la nevera. 

Las interacciones sociales que se muestran a cielo abierto nos hacen reflexionar acerca de la condición animal que aún habita en nosotros. Cada grito, cada insulto, cada falta de civismo presenciado desde ese mirador interior nos golpea el estómago para presentarnos como una especie miserable a medio evolucionar. 

Para los atribulados, la única salida es acodarse en el balcón, encender un pitillo y apuntar la vista al cielo al compás del humo que se eleva, como esas aspiraciones que siempre mueren no se sabe dónde. Mientras otros, los más descreídos, deciden estrellar sus anhelos contra el asfalto en una caída cruel que les sirve de feroz epitafio.

viernes, 1 de diciembre de 2017

Tetuán

Tetuán, palabra originaria del bereber, traducida como "los ojos", ciudad al norte de Marruecos. Tetuán, barrio de Madrid, 17,3% de población extranjera, lugar de contrastes. Ambos puntos, separados por cientos de kilómetros, tienen en común el mismo aire mediterráneo lleno de arabescos que se respira, se ve, palpita en sus calles.

Un paseo por el Tetuán ibérico descubre estampas de otro tiempo. Como la de ese niño en calzoncillos que camina de la mano de su madre, mientras ésta le replica en voz alta, como si no sólo él fuera destinatario de su discurso, que debe estudiar. O la de aquella anciana de avanzada alopecia que deambula en silencio junto a su marido, a quien su prominente abdomen le asoma bajo una camiseta de Metallica.

En sus cruces de caminos se entremezclan mujeres con acento latino de pronunciadas curvas y chulazos de gimnasio; filipinas que arrastran carros de la compra repletos de viandas; hombres enjutos de piel morena que se sientan alrededor de una mesa presidida por un tablero de ajedrez mientras discuten en árabe y beben café.

Y es que Tetuán suena a idiomas indescifrables, como los de esos viajeros llegados del Este que comparten banco en un parque encajado entre cuatro edificios. Mismo emplazamiento donde una legión de jubilados, ejemplo de una integración sobrevenida, gira la cabeza al paso de adolescentes sexualizadas, empeñadas en enseñar más de lo que insinúan. 

Tetuán huele a puesto de frutas abierto hasta la madrugada, donde las cajas apiladas con géneros de vivos colores atraen la atención de viandantes sin rumbo fijo. Y tiene el sabor especiado de las decenas de kebab que lo salpican a lo largo de la calle Bravo Murillo y los pasadizos que la anudan como nervios desquiciados.

El barrio deja imágenes pintorescas a su paso. Como la de ese hombre, cerveza de medio litro en mano, que contempla las ofertas de la carnicería. O la de un carrito de supermercado encadenado al mobiliario urbano, que escenifica cómo la propiedad privada ha arraigado en todas las clases sociales. O la de ese joven nórdico que proclama a gritos su disconformidad con el mundo cuando el conductor de autobús le demanda el pago del billete.

La Puerta de Europa, donde las combadas Torres Kio no acaban de abrazarse, prologan uno de los enclaves de la capital cuyo acervo se aleja más de la tradición gatuna. Donde instantáneas propias de parajes remotos se reproducen a escasos metros de la Plaza de Castilla, un lugar en el que los juzgados, las torres gemelas más altas de la Península y los restaurantes de comida rápida se turnan en una guardia perenne.