domingo, 15 de octubre de 2017

Mercadillos

Un ejército de unos 3.000 valientes se rebela, de lunes a domingo, contra la tiranía de los poderosos. En el corazón del reino, conforman su empalizada de toldos y estructuras de metal, desde la que lanzan el grito desesperado de los que se niegan a capitular ante multinacionales del textil, supermercados de 3x2 y centros comerciales convertidos en sucursales de ocio.

Los mercadillos, plazas itinerantes con sabor añejo, perviven en las calles de todo el mundo al igual que esos faroles antiguos de metal y vidrio: como recuerdos de una época pretérita que parece no querer irse. Sólo en la Comunidad de Madrid, más de 180 de estos comercios sin sede fija se suceden, con el Rastro como hermano mayor hipster

Ropa, herramientas, fruta, discos, objetos de segunda mano, libros, juguetes, menaje de cocina... Una suerte de bazar sin fondo se exhibe a la intemperie, donde gentes de lo más variopinto tropiezan unas con otras: niños extasiados por los colores vivos; ancianas que pelean por el mejor descuento; hombres en busca de una pieza de repuesto que dé sentido a su vida o adolescentes para los que la moda low cost se encuentra a ras de asfalto.   

Las consignas de guerra son claras, sin necesidad de ripios: "¡Dos bragas un euro!", "¡Lo tengo barato!", "¡A un pavo todo, morena!". Mensajes pulcros, desnudos, elaborados por artistas del márketing que nunca pisaron una escuela de negocios. Expertos en alimentación, calzado, numismática, cine, tecnología o estética, según demanda. Todo un lujo para una sociedad enferma de titulitis (¿cuánto valdrían perfiles así en LinkedIn?).

Vendedores de raza, entre los que el caló es lengua común, con una vida nómada: hoy en Vallecas, mañana en Tetuán, pasado en Barajas. Su única raíz es su rutina: cargar de sueños una furgoneta, levantar un puesto en forma de trinchera, disparar los eslóganes de campaña y recoger la victoria del sustento antes de volver a cargar y partir. 

La legislación, la competencia a gran escala, el fin de mes y los complejos de una sociedad amante de las apariencias son los gigantes con los que combaten estos quijotes de barrio. Pero su linaje con siglos de historia los eleva por encima de aquellos advenedizos que dominan la economía: a fin de cuentas, ellos poseen la quintaesencia de la marca blanca.

domingo, 1 de octubre de 2017

A pie de Metro

El Metro de Madrid es una maraña de líneas, un ovillo multicolor con más de 300 estaciones bautizadas con nombres de músicos, reyes, pintores, militares, países, santos, hospitales y estadios de fútbol. Purga por dentro a una ciudad que se descompone en la superficie, donde existe la misma probabilidad de que el ladrón lleve tatuajes carcelarios impresos en la piel que chaqueta entallada y corbata de seda.

El suburbano acuchilla la urbe de norte a sur y de este a oeste, sin entender de arrabales deprimidos o zonas exclusivas. Pasa a igual velocidad por barrios ricos y pobres, tristes y alegres, sombríos y coloridos. La liturgia siempre es la misma: una sirena, el anuncio de una estación, una chispa que salta desde un techo que se encuentra a ras de suelo.

Su gente, como esos barrios, conforman bajo el asfalto una microsociedad tan variopinta que parece sacada de una novela decimonónica. Puede encontrarse ejecutivos perfumados junto a toxicómanos en pleno mono. Los obreros, herramienta en mano, se cruzan con turistas que portan bolsas de lujosas marcas. Y los jubilados que salen del baile se confunden con adolescentes que empiezan su botellón de ron con limón en el vagón de cola. 

Y lee, la gente lee. Desde el plano de metro a las pantallas digitales atornilladas en las líneas nobles, pasando por libros de papel, libros digitales, smartphones que son plaga, periódicos en extinción... Pero también currículums que buscan destino, folletos que venden sueños, mensajes desesperados que piden ayuda para comer, poemas en las paredes, ofertas de sexo en locales de acción o grafitis desconchados.

El Metro compone su playlist a base de estrépito. El llanto de un bebé se confunde con el ladrido agudo de un yorkshire; el último hit del país del reguetón no deja escuchar la megafonía que anuncia la próxima estación; los lamentos desde una estación fantasma se ocultan tras la ocarina de un mapuche. Y, de cuando en cuando, hasta algún disparo retumba entre los túneles de acero y hormigón. 

Más de 580 millones de viajes cada año condensan la vida, la muerte, el sueño y la frustración de una ciudad que se asoma al infierno desde una boca de Metro. Siempre al borde del caos, pero que nunca acaba de caer.