miércoles, 15 de febrero de 2017

Paseo del Rey

Desde la Ciudad Universitaria, pasando por el Arco de la Victoria a la derecha (dónde si no), cuesta abajo sin frenos, el caminante cae al Paseo del Rey. Aupados al teleférico, los madrileños, con su mirada miope, lo ven a mucha distancia, como una mota en el paisaje de una ciudad próspera. Y, también desde el aire, las cotorras argentinas preludian con su intenso parloteo un escenario asfaltado por colillas y cartones de vino.  

El Paseo del Rey es una calle de apenas 1.500 metros; una distancia de medio fondo que alberga la vida de los que han tocado el fondo completo. Allí comparten ecosistema viejos con la mirada ausente, jóvenes demacrados por la droga, mujeres que han sufrido maltrato e inmigrantes que algún día soñaron. 

El nucleo de sus vidas es el Centro de Acogida San Isidro, el más antiguo de Madrid. Alberga 269 plazas de pernocta y abre sus puertas las 24 horas para ofrecer otros servicios, como aseo, sanidad y ocio. Lastrado por la falta de personal, acumula años al 100% de su capacidad: pese a que la estancia media se sitúa en torno a los seis meses, hay biografías que acumulan allí más de una década.   

Se encuadra en unas coordenadas muy elocuentes: al fondo, el Palacio Real más grande de Europa Occidental; a la derecha, el centro comercial Príncipe Pío, epicentro de la clase media; a la izquierda, una Rosaleda de 32.000 metros cuadrados que edulcora el aire con su aroma; y a mitad de camino, una estación abandonada que algún día tuvo esplendor.

No muy lejos de allí, en 1808, fueron fusilados otros desheredados, estos por el ejército napoleónico. El terreno pertenecía a Francisco Pío de Saboya y Moura, el Príncipe Pío, un título nobiliario que ahora sólo evoca a los ciudadanos el nombre de una estación. Antes de ésta, se inauguró en 1882 la ya desierta Estación del Norte, muy dañada por la Guerra Civil, lo que propició su desmantelamiento en 1993. 

La Historia y la suerte nunca han acompañado al Paseo del Rey. Cuando ya había sido renombrado como Coronel Montesinos (el militar del siglo XIX considerado precursor del sistema penitenciario actual), fue uno de los primeros lugares que sufrió los bombardeos de la capital el 28 de agosto de 1936 por parte de las tropas franquistas. Hoy, los proyectiles que asedian a sus viandantes tienen forma de miseria. 

En España, según estimaciones de Cáritas y la Fundación Rais, hay 40.000 ciudadanos sin hogar. Y un 28,6% de personas está en riesgo de pobreza. Los principales factores para acabar en la calle son enfermedades de salud mental, adicciones y falta de apoyo familiar, como explica Estíbaliz, trabajadora social, en el cortometraje Al margen"A eso, se suma una sociedad que no sólo no da soluciones, sino que rechaza", cuenta.

Y es que, desde su teleférico mental, los madrileños ven más próximas las cuentas macroeconómicas que asoman desde Moncloa que esa otra realidad, tan aparentemente lejana. Que De Guindos le cuente a esos otros que España crece.

miércoles, 1 de febrero de 2017

Finales

Los finales, como las buenas manos de póquer, siempre se hacen esperar. Aunque algunos más que otros. Casi siempre, todo depende del ansia con el que se aguarde su venida. No es lo mismo la vigilia del preso en sus últimos días de condena que la del estudiante en las horas que despiden al verano.

De entre todos los finales, los felices son los más deseados por improbables (¿o tal vez al revés?). Como los de esos cuentos de los que siempre andamos tan necesitados los niños que fuimos. Muy pocos los consiguen, y entre esa minoría, no resulta excepcional quien descubre que ha llegado a él cuando le toca marcharse del juego de la vida.

Hay finales que golpean fuerte, como los de esos tragos que echan por tierra el aguante del más curda para desplomarle sobre la barra. O los de esos amores tan adictivos como insanos, que convierten a los otrora amantes en extraños, hundiéndoles en un pasado del que, en ocasiones, jamás se acaban de reponer. 

Ya lo dijo el filósofo: que te deje la novia es como perder una final de la Champions, un dolor que se queda ahí dentro para toda la vida. Y es que también son desgarradoras las finales deportivas, especialmente cuando se espera hasta el minuto 93 para encajar el golpe definitivo (o eso cuentan algunos).

Para otros, los finales más complicados se repiten en los estertores del mes. La caída de las hojas del calendario acompasa el milagro camaleónico de sus cuentas corrientes: los números adquieren un tono rojizo, como el de la sangre que les cuesta volverlos a negro. 

A veces se dan finales malos, como los de esas películas de sobremesa dominical de las que se acaba desertando para entregarse al sofá. Como los de esos días cargados de plomo, en que hubiera sido mejor no levantarse. O como los de ciertos textos como éste, cuando uno se arrepiente (demasiado tarde) de haberlos comenzado.

Hay finales que parecen no llegar nunca. Como los de la guerra. O los de una visita obligada al dentista. O como los de ciertos mandatos de determinados presidentes. Pero, tarde o temprano, siempre se revelan. Porque cada epílogo, al fin y al cabo, remata una esperanza, un sufrimiento o una vida vaciada de deseos que sólo aspira a cerrarse con un breve punto final.