martes, 1 de diciembre de 2015

La ciudad de la alegría

Decía Manuela Carmena antes de su pájara existencial que pretende hacer de Madrid una ciudad donde la gente sea feliz. No le negaremos su positividad, pero harto difícil lo tiene la alcaldesa. Desde que los abuelos de los nuevos demócratas empezaran a bombardear esta urbe en el 36, la gente perdió su sonrisa. Y hasta hoy.

Sí, dura aún esa mueca entre la náusea y la incomprensión de lo que ocurre alrededor. Porque ya no sabes si la próxima hostia te vendrá de un jefe engorilado, del extracto del banco o del recuento de papeletas del 20-D. El caso es que sólo mantienen la sonrisa los niños y los locos: unos, por defecto de experiencia; otros, por exceso de ella. 

Desde que el despertador rebuzna por la mañana, se hace complicado torcer la boca para enseñar los dientes (hasta los músculos se han atrofiado como por efecto del bótox). Despiertas con un móvil del que sólo te llegan malas noticias por las redes sociales y al que te llaman para: a) pedirte dinero b) acabar discutiendo.

Salir de casa debería ser candidatura a Medalla de Honor del Congreso. El día te recibe con una neblina oscura, mezcla de humo, grasa y estrés en taza de café. Te juegas la vida en cada paso de peatones, donde esos cabrones paisanos hacen eslalon contigo, como si recibieran puntos por pasar a medio centímetro de ti. La pena es que en vez de quitárselos del carné no se los grapen en la cara en cualquier servicio de Urgencias.

Llegas al tajo, si es que lo tienes ("hay que dar gracias de tener trabajo" pasará a la Historia de España como la frase que resuma a una generación), y la cosa no mejora. Eres sospechoso de provocar pérdidas en la cuenta de resultados de la empresa. Cualquier cosa que hagas, digas o pienses será utilizada en tu contra y podrán aplicarte la ley de vagos y maleantes con 20 días por año trabajado.

Cuando acaba tu jornada, dispones de tu tiempo de ocio con una quita de 15 minutos en cada trasbordo de Metro. Luego, elige: cena, peli o copa, y prepárate para entrar en una jungla donde siempre eres el último de la fila. 

Para cerrar la noche, escapas a casa, donde esperas algo así como la paz. Si a la vecina de arriba no le da por taconear el parqué o al de al lado por regoldar la cena, puedes intentar leer a la luz de la lámpara. Aunque mejor resultaría ahorrar el precio del recibo y comprar un billete a Marte en busca de vida inteligente. O, al menos, con trazas de felicidad.

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