martes, 15 de diciembre de 2015

Dulce Navidad

Aunque el termómetro lo niegue, la Navidad nos echa el aliento encima. Para hacerla más inllevable, el Gobierno nos ha colocado unas elecciones a medio camino. Así, entre compra y compra, podemos discutir con el tendero de política, viendo morir los días hasta que Albert Rivera le deje un hueco a Raphael en el prime time.

Hay personas que tienen un espíritu navideño comparable al de Herodes. Sufren la Navidad en silencio, como las esperas en la consulta del médico. Para todos ellos, mi más sincera solidaridad en estos días. Y es que la sucesión de cenas de empresa, internadas en centros comerciales y mensajes navideños en cadena acaban con la paciencia del más templado. 

Este período se repite cada año, pero no por ello acabamos de acostumbrarnos. Como con la campaña de la Renta o la limpieza a fondo de la cocina, sólo queda armarse de valor y rezar para que pase cuanto antes con el menor daño posible.

El momento cena es de los más estrafalarios. Compartir mesa y mantel con personas que no despiertan en ti el más mínimo interés (en el mejor de los casos) y sacar cualquier tema de conversación de ascensor para crear un clima cordial, tan artificial como los árboles que hoy pueblan las casas de medio país. Imbuidos en ese espíritu navideño que viene a decir: puedes ser un cabrón todo el año, pero hay un par de semanas en diciembre que lo debes disimular.   

En cuanto a las compras: lanzarse en paracaídas sobre las montañas afganas sería más dulce que deambular por la Puerta del Sol en estas fechas. Cuando te ves rodeado por decenas (¿miles?, ¿millones?) de seres con apariencia de humanos que caminan en busca de un paraíso llamado Cortilandia, olvidas todo lo referente a tu vida anterior. Y lo más curioso es que no necesitas carteristas para volver a casa con un agujero considerable en el bolsillo (además de con un cargamento de bolsas repletas de inutilidades). 

Este año, decía, tenemos unas elecciones de por medio. Si la estupidez humana, como el universo, sigue siendo infinita, ya llegaremos encabronados al Sorteo de la Lotería Nacional. La única esperanza de la Navidad y que nos dura hasta comprobar que hemos pagado por unos trozos de papel (a 20 euros la pieza) con la misma utilidad que un post-it.

Después de ver la felicidad ajena por televisión (siempre pensaré que esos señores que dicen celebrar el Gordo son figurantes...), quedan los días calientes. El primero, para cenar en familia (Nochebuena la llamó algún lumbreras). Aquí, la Corona hace su única función social reconocida: emitir un discurso grabado que, a modo de hilo musical, desata las furias contenidas contra la pantalla para evitar que los cuchillos vuelen. El día 31 nos colocan las campanadas, para contestar al informe Pisa y demostrar que los españoles sabemos contar hasta 12.

Así, entre cenas, compras, gastos que devienen absurdos y estrés de multitudes, llegamos al día 7 de enero, y descubrimos que se han acabado los festivos. Retomamos la rutina con menos dinero, más kilos y mala hostia (a partes iguales). Otra vez se abre la veda del hijoputismo y se dan por concluidas las fiestas.

¿Conclusión? La que ustedes quieran. En mi caso, si les sirve, huiré lejos.

Suerte

martes, 1 de diciembre de 2015

La ciudad de la alegría

Decía Manuela Carmena antes de su pájara existencial que pretende hacer de Madrid una ciudad donde la gente sea feliz. No le negaremos su positividad, pero harto difícil lo tiene la alcaldesa. Desde que los abuelos de los nuevos demócratas empezaran a bombardear esta urbe en el 36, la gente perdió su sonrisa. Y hasta hoy.

Sí, dura aún esa mueca entre la náusea y la incomprensión de lo que ocurre alrededor. Porque ya no sabes si la próxima hostia te vendrá de un jefe engorilado, del extracto del banco o del recuento de papeletas del 20-D. El caso es que sólo mantienen la sonrisa los niños y los locos: unos, por defecto de experiencia; otros, por exceso de ella. 

Desde que el despertador rebuzna por la mañana, se hace complicado torcer la boca para enseñar los dientes (hasta los músculos se han atrofiado como por efecto del bótox). Despiertas con un móvil del que sólo te llegan malas noticias por las redes sociales y al que te llaman para: a) pedirte dinero b) acabar discutiendo.

Salir de casa debería ser candidatura a Medalla de Honor del Congreso. El día te recibe con una neblina oscura, mezcla de humo, grasa y estrés en taza de café. Te juegas la vida en cada paso de peatones, donde esos cabrones paisanos hacen eslalon contigo, como si recibieran puntos por pasar a medio centímetro de ti. La pena es que en vez de quitárselos del carné no se los grapen en la cara en cualquier servicio de Urgencias.

Llegas al tajo, si es que lo tienes ("hay que dar gracias de tener trabajo" pasará a la Historia de España como la frase que resuma a una generación), y la cosa no mejora. Eres sospechoso de provocar pérdidas en la cuenta de resultados de la empresa. Cualquier cosa que hagas, digas o pienses será utilizada en tu contra y podrán aplicarte la ley de vagos y maleantes con 20 días por año trabajado.

Cuando acaba tu jornada, dispones de tu tiempo de ocio con una quita de 15 minutos en cada trasbordo de Metro. Luego, elige: cena, peli o copa, y prepárate para entrar en una jungla donde siempre eres el último de la fila. 

Para cerrar la noche, escapas a casa, donde esperas algo así como la paz. Si a la vecina de arriba no le da por taconear el parqué o al de al lado por regoldar la cena, puedes intentar leer a la luz de la lámpara. Aunque mejor resultaría ahorrar el precio del recibo y comprar un billete a Marte en busca de vida inteligente. O, al menos, con trazas de felicidad.