jueves, 15 de octubre de 2015

No vuelvas nunca

Entre otras muchas oportunidades, perdí la de vivir en la URSS (cosas de la edad). El ideal de igualdad, los viajes pagados a Siberia y los brindis con Stolichnaya me quedan lejos. Pero hay algo que aún puedo disfrutar de ese periodo: la burocracia. Esa relación ciudadano-Estado, desigual como los salarios en España, que nos hace mirar a la raza humana con recelo. 

Desde que nacemos, la burocracia nos somete como a una doncella en la Edad Media. Cuando naces, tu entrada en el Registro da fe de tu salida del útero. Hasta que no figuras en los archivos oficiales, no eres nada. Los existencialistas defendían que la existencia precede a la esencia. Yo añadiría que la burocracia precede a la existencia.  

Dios me libre de odiar a los funcionarios, y que me perdonen mis amigos de la Administración. Pero desde el momento en que se marcan el empleo público como meta, su mirada cambia. El lado oscuro se apodera de ellos. De hecho, los opositores no estudian. En sus horas de supuesta preparación, planean una venganza fría contra la sociedad. Y cuando consiguen su plaza, se cobran sus horas de insomnio torturando al ciudadano. No usan fusta, ni potro, ni garrote vil. Prefieren atentar directamente contra tu sistema nervioso para que acabes en el psicoanalista.

En mi última escaramuza con el Gobierno volví a salir magullado. Un trámite aparentemente sencillo, como es la solicitud de una clave para acceder por vía telemática a la Seguridad Social, me descubrió la preparación del personal. Lugar: Instituto Nacional de la Seguridad Social. Omitiré la calle madrileña. El funcionario, director de la oficina en cuestión, comenta que soy la primera persona que pide acceso a ese sistema. Bueno: por una vez soy el primero en algo, pienso. Me pide que, si no es inconveniente, le explique cómo me registro en su propia web. Pero este conejillo de Indias tiene “incidencias” en su vida laboral (ay, esos contratos...) y no puede acceder al sistema. Y la solución que me aporta mi cicerone es poner una queja. 

Así, reclamo por un fallo informático con un escrito de mi puño y letra en un folio en blanco. Todo tan coherente como el asesinato de un padre. Perdone, ¿dónde se encamina este papel? “A la central”. Bien. ¿Y dónde puedo acudir si no se ponen en contacto conmigo? “Pues... vienes aquí y me lo dices”. Perfecto. El eterno retorno nietzscheano versión burocracia 2.0.

En tiempos de Larra, el 'vuelva usted mañana' era la frase de moda. Pero hoy apuestan por el 'no vuelvas nunca'. No molestes. No te quejes. Olvídalo. Reclama mediante un escrito con viaje a ninguna parte y vete. Y aquí paso las tardes, acodado en la ventana, viendo cómo este cigarro se consume con mi paciencia. Esperando quizás que una paloma mensajera con membrete oficial traiga anudada en una pata esa respuesta administrativa. 

jueves, 1 de octubre de 2015

La felicidad en 100.000 metros cuadrados

Una de las formas de ocio preferida de los españoles es visitar los centros comerciales. Diez salas de cine, una veintena de restaurantes y medio centenar de tiendas para alcanzar la felicidad. A mediados de este año, según la Asociación Española de Centros y Parques Comerciales, había en este país 546 centros comerciales; de ellos, 226 se han creado desde el año 2000. Y hasta 2017, se construirán otros 20. En su conjunto, los ya existentes ocupan una superficie de unos 15,5 kilómetros cuadrados. Más que la ciudad de Cádiz (12,10 kilómetros cuadrados) o Melilla (12,3).

Hace unos días, regresé después de mucho tiempo a La Gavia, "el mayor centro comercial de la ciudad de Madrid", como se suele vender (otro duro golpe a la fama de mi antiguo barrio). 
Para los alérgicos a las compras como yo resulta más sencillo encontrar todos los comercios agrupados, para así poder huir cuanto antes. Mi visita a una conocida tienda de muebles y decoración sueca (sí, chico listo: era Ikea) me devolvió las ganas de no volver por un tiempo. 

Fui pasadas las tres de la tarde, pensando que a esas horas la gente se dispondría felizmente a dormir su siesta. Iluso de mí, comprobé que la mitad se encontraba en el restaurante insertado en esa tienda, mientras el resto hacía la digestión viendo dormitorios y estanterías. Con un itinerario marcado, riadas de gente se dejaban arrastrar con sus carros como los peces muertos por la corriente. Algunas criaturas bajitas se interponían en el camino para convertirlo en una carrera de obstáculos. Y personas que en otra vida juraron quererse discutían por el color de los cojines. Agarré una funda de nórdico con nombre de delantero del Göteborg y me largué. 

Durante 2014, estos centros recibieron 1.803 millones de visitas. Es decir: 1.803 millones de tardes perdidas en estos templos del consumo. En número de personas, La Gavia multiplica por seis los visitantes del Museo del Prado: 15 millones de seres racionales deciden pasar por el centro comercial y 2,5 millones asistir a la pinacoteca.

Para algunos, acudir a estos emporios es una forma de viajar. Allí encuentras franceses, chinos, árabes... todos con sus bolsas azules y amarillas. Sin necesidad de visado, viajando en metro o con su propio coche. Los niños ahogan su infancia en las piscinas de bolas de las hamburgueserías; las parejas otean el futuro de su relación en las colas de los cines y los jubilados agotan sus últimas horas mirando el escote a la cajera. Felicidad, lo llaman.