martes, 15 de septiembre de 2015

¡Trabaja, vago!

“Ganarás el pan con el sudor de tu frente”. O algo así vino a decir Dios al primer hombre, según la tradición cristiana. La misma que llama pecado capital a la pereza. Castigo divino o redención (dejemos esto a los teólogos), para el común de los mortales el trabajo ha estado mal valorado desde la noche de los tiempos. Ocupaciones que roban horas a otras cuestiones (metafísicas o mundanas) y que acaban por agriar el alma. 

Hasta el mismo diccionario no escatima adjetivos para definir al trabajo. “Dificultad, impedimento, perjuicio, penalidad, molestia, tormento o suceso infeliz”, entre algunas de sus acepciones. Ya en 1883, un señor llamado Lafargue reclamó el derecho a la pereza como vía para alcanzar una sociedad en equilibrio con el capital. 

Salvo para unas cuantas familias (siempre sustentadas por otras), el trabajo es la primera certeza que conoce el ser humano. La segunda es la de su propia muerte (y muchas veces van íntimamente ligadas: hay trabajos que matan). “El trabajo os hará libres”, escribieron los nazis en las puertas de entrada a los campos de concentración. Una costumbre que se ha perdido, pero que algunos empleadores mantienen en su fuero interno.    

Claro que hay trabajos y trabajos. Imagino que un pocero no debe tener las mismas condiciones que un futbolista de élite. Aunque cada uno se lo toma como quiere. Por ejemplo, cada mañana, cuando cierro la puerta de casa, escucho a mi portero canturreando mientras pasa la fregona. Se le ve feliz. Y a mí eso me hace preguntarme muchas cosas.  

En su caso (el de mi portero), no sé si eligió serlo. Pero la solución menos mala pasa por elegir tu trabajo. Y hay vocaciones muy bonitas: médico, bombero, maestro, periodista, actor porno... El caso es que te sientas a gusto con lo que haces. Normalmente, estas profesiones exigen pasar por la Universidad. Una inversión, la llaman, de tiempo y dinero, que te garantiza el éxito. O eso dicen. Habría que preguntar a los titulados que dejaron el país. O a los que siguen confiando en que su suerte cambie mientras encuadernan sus diplomas en edición facsímil.  

Algunos se guían por el sueldo para decidir su futuro. Lástima que ahí no tengas mucho que decir. Incluso, los expertos en Recursos Humanos defienden que es un error preguntar por los honorarios a las primeras de cambio en las entrevistas de selección. Pero no te preocupes: otros deciden por ti. Según un estudio, los gerifaltes del IBEX han aumentado un 10% su salario en los últimos cuatro años; en ese tiempo, el de los trabajadores ha descendido un 5%. Otra Bolsa, la de parados, cotiza al alza: a finales de junio, si creemos en la Encuesta de Población Activa del INE (otra tarde hablaremos de esta nueva religión que son los datos), estaba en el 22,37%. Esto es: de cada 100 personas en condiciones de trabajar, más de 22 no tenían empleo conocido. 

Hay quien no trabaja porque no quiere. Quien no lo hace porque no puede. Y a otros que, aún con el querer y el poder, no se lo permiten. El currículum vitae es el género literario del siglo XXI y muchos podrían escribir tesis doctorales al respecto para impartir clase en las facultades. Así, la fábrica de parados en la que, de un tiempo a esta parte, se ha convertido la Universidad serviría, al menos, para tratar con una realidad cotidiana.
Si no te gusta tu trabajo, no lo tienes o tu sueldo no da para más, siempre puedes mirarte en el espejo de los empresarios y dar trabajo a otros. Un acto altruista y que va bien para eso que llaman Marca España. Por ejemplo, bajar al bar más cercano. Con ese simple gesto, mejoras el PIB nacional varios puntos: das trabajo al camarero, a tu hígado y, si te esmeras un poco, al médico de guardia. Vamos, lo que los economistas de manual llaman pleno empleo.

martes, 1 de septiembre de 2015

Septiembre

Septiembre suena a ocaso, a despedida, a un ‘hasta siempre’. A atasco en hora punta, a cafetera hirviendo, a risa forzada. Tiempo de balance y nuevos propósitos, semilla de futuras frustraciones. El asfalto va con prisas, echa humo y mal humor. Funcionarios bronceados y niños de uniforme se mezclan sin tocarse buscando oficinas grises y aulas sucias. El despertador se ríe de ti a carcajadas.

Septiembre huele a moqueta de gimnasio con matrícula gratis. A cocina de bar con menú del día. A perfume barato, a tapicería de coche, a la lluvia que se avecina. El frío espanta cucarachas y resucita ratas con corbata. Repetimos sin interés a gente extraña las vivencias tenidas en su ausencia. Y soportamos el odio que nace al evocar lo pasado. 

Septiembre sabe amargo. A tabaco rubio, a sopa de sobre, a cerveza en lata. El estrés cotiza al alza y los psicólogos comienzan su agosto. El noveno mes del año incumple su mandamiento homólogo y se llena de deseos impuros. Fingimos ser importantes y soñamos con el fin de semana. El extracto del banco es la única carta que se espera. 

Septiembre juega al trueque: cambia vicios por virtudes. Cierra la maleta con candado. Amanece nublado y no usa filtro de Instagram. Pone treinta días por delante para cultivar rencores. Buen momento para iniciar disputas (hasta la Segunda Guerra Mundial empezó en septiembre). Te adelanta por la derecha sin intermitente. Es contagioso. 

Septiembre anuncia el vértigo por el fin de algo que se acaba. Mata una parte que ya nunca vuelve. Para unos, su vida es un septiembre perpetuo. Para otros, su septiembre llega en junio. O a los 40. O el día de su boda.  

Septiembre es un estado de ánimo agazapado en el subconsciente. Habla y no escucha. Como las nubes, regresa sin haberse ido nunca. Con otro rostro y otro miedo debajo del brazo. Cuando menos se le espera, entra por la ventana y se cuela en las rendijas del pensamiento. Se instala con intención de quedarse.  

Por suerte, como todo en la vida, como la misma vida, tiene algo bueno: se acaba. 

Feliz septiembre.