viernes, 15 de marzo de 2019

Derecho de admisión

Un sábado por la mañana de hace no mucho, me encontraba desayunando en el que, hasta entonces, era mi bar de referencia. Mientras engullía unas tostadas con café, entró una mujer. Pidió un té y depositó en la barra las monedas que sumaban los 1,30 euros de su consumición. La camarera le espetó que ese dinero no era válido en su establecimiento y que debía gastarlo en otro comercio como, por ejemplo, las tiendas regentadas por chinos.

Para el lector que pretenda comprender esta surrealista escena, daré una serie de detalles que quizás le sirvan para atar cabos: la persona que recibió esa respuesta era una mujer de unos 50 años, de etnia gitana, extranjera, que pide regularmente en esa calle, no habla bien español y las monedas con las que pretendía pagar eran de 2, 5, 10 y 20 céntimos de euro. 

Después de recoger su dinero de curso legal, la mujer en cuestión dio media vuelta y se fue. Tras cruzar la puerta del bar, la camarera y propietaria del local comenzó un monólogo (y fue así porque no encontró respuesta de los escasos presentes): "Si les dejas, se te llena el bar de gentuza". Y tras una serie de frases en esta línea, coronó su soliloquio con una pregunta que pretendía ser retórica: "¿Por qué no se volverán a su país?".

La Comunidad de Madrid regula el derecho de admisión como "eficaz instrumento para impedir la violencia y las alteraciones del normal desarrollo de espectáculos y actividades, nunca como excusa para el ejercicio de la arbitrariedad y la discriminación en unos locales que, por definición, están abiertos a todo el público y no sólo a las personas que el responsable decida admitir en cada momento". Y asegura que "no podrá utilizarse para restringir el acceso de manera arbitraria o discriminatoria, ni situar al usuario en condiciones de inferioridad, indefensión o agravio comparativo".

Bajo esta definición, y siendo muy generosos, podemos decir que la propietaria del recinto hizo, cuanto menos, una interpretación errónea del derecho de admisión. Una competencia que, por otro lado, no ha aplicado en otras ocasiones de las que he sido testigo; por ejemplo, cuando algún cliente en estado de embriaguez "alteraba el normal desarrollo" de la actividad en su local o algún otro reclamaba que le anotara su consumición "en la cuenta".

Si fuéramos un poquito más suspicaces, podríamos pensar que el racismo, el clasismo, la xenofobia o la aporofobia (o una combinación de todas) fueron los motivos reales que empujaron a esta ciudadana, propietaria de un bar, a actuar de esa manera. Pero nuestro buen hacer no nos permite ni siquiera sugerirlo.

En cualquier caso, la misma libertad que le posibilita aplicar de forma sui géneris el derecho de admisión permite a clientes como yo no volver a un bar regentado por una persona con este tipo de opiniones. Tal vez si el grueso de su clientela decidiera no regresar, ella misma podría responderse a la duda esbozada más arriba: si tuviera que cerrar su negocio y no contara con otros recursos, quizás no tendría reparos en recurrir a cualquier solución, incluida la emigración o la mendicidad, para sobrevivir. Independientemente de lo que opinasen aquellos que rechazaran su dinero y su sola presencia.

viernes, 1 de marzo de 2019

Cuestión de honor

Hace unos días, recibí en el correo un antiguo vídeo donde unos paisanos llegan a las manos por las cuitas vecinales y un quítame allá unos euros. La discusión, acalorada, pasa a los golpes cuando uno de ellos insinúa que su interlocutor ha sisado dinero de la comunidad. La ofensa al honor hace que el sujeto ultrajado saque a pasear el puño y lo demás es historia viva del periodismo español contemporáneo.

El individuo de la grabación de marras es un buen ejemplo de que el ser humano puede tolerar con estoicismo determinados tipos de desprecios, pero si se trata de la honra, se le disparan los instintos más viscerales. El ciudadano medio español se emplea con vehemencia cuando le tachan de ladrón, afeminado, cornudo o le mientan a la madre. Es una reacción tan previsible como la de mezclar fuego con gasolina. 

Entre los prohombres de nuestra clase política, son numerosos los casos de reacciones airadas cuando han sido identificados como amigos de lo ajeno. En esos momentos, han preferido recurrir a la retórica para argumentar lo injustificable. Por el camino, se ha perdido una generación magnífica de literatos, a la altura de las mejores plumas del 98 o del 27, aumentando por contra la población reclusa nacional y la venta de banderas rojigualdas. 

Pero más allá de la ética, son el cuestionamiento de la virilidad y la desconsideración hacia el círculo de mujeres más cercano (esposa, madre, hermana, hija) los aspectos más recurrentes a la hora de desatar las hostilidades. De hecho, muchos hombres se muestran más inquietos por la honorabilidad de las mujeres que las propias aludidas. Algo, por otra parte, nada extraño, si observamos a ciertos representantes públicos más preocupados por la maternidad que las propias madres. Serán cosas del acervo popular, los cristales y las honras de las mocitas.

Si rebuscamos en esa tradición añeja, "el qué dirán" fue, posiblemente, el grupo de palabras más pronunciado en el seno de la familia de los años 80 hacia atrás. Eran utilizadas por los progenitores como el comodín que cerraba todas las conversaciones con los hijos a la vez que frustraba los sueños de libertad de estos. Especialmente de las hijas, que si pretendían pasar un fin de semana fuera de casa con algún chico, regresar más tarde de la hora establecida o apostar por una menor cantidad de tela en el vestir, chocaban inexorablemente con la monserga inicial (pronunciada, casi siempre, por el padre).

A los tres factores ya mencionados que empujan al desagravio (integridad moral, virilidad y defensa del núcleo femenino), se ha unido en estos tiempos un nuevo motivo de injuria para un tipo concreto de hombre: la defensa de los derechos de las mujeres. Quizás porque, en su cerebro, atenta contra esos tres pilares sagrados: su integridad -ética y viril- como rol dominante en la sociedad y el hecho de que esa demanda venga, paradójicamente, de las mismas mujeres a las que él se empeña en proteger.

A falta de un botón de fast forward que nos lleve a una sociedad futura, queda un presente donde la pedagogía, la práctica del sentido común y, por qué no decirlo, la elección del voto condicionan el desarrollo de esos derechos. La mayor deshonra sería tener que explicar a nuestros descendientes que nosotros tampoco llegamos más lejos por el qué dirán.