Un sábado por la mañana de hace no mucho, me encontraba desayunando en el que, hasta entonces, era mi bar de referencia. Mientras engullía unas tostadas con café, entró una mujer. Pidió un té y depositó en la barra las monedas que sumaban los 1,30 euros de su consumición. La camarera le espetó que ese dinero no era válido en su establecimiento y que debía gastarlo en otro comercio como, por ejemplo, las tiendas regentadas por chinos.
Para el lector que pretenda comprender esta surrealista escena, daré una serie de detalles que quizás le sirvan para atar cabos: la persona que recibió esa respuesta era una mujer de unos 50 años, de etnia gitana, extranjera, que pide regularmente en esa calle, no habla bien español y las monedas con las que pretendía pagar eran de 2, 5, 10 y 20 céntimos de euro.
Después de recoger su dinero de curso legal, la mujer en cuestión dio media vuelta y se fue. Tras cruzar la puerta del bar, la camarera y propietaria del local comenzó un monólogo (y fue así porque no encontró respuesta de los escasos presentes): "Si les dejas, se te llena el bar de gentuza". Y tras una serie de frases en esta línea, coronó su soliloquio con una pregunta que pretendía ser retórica: "¿Por qué no se volverán a su país?".
La Comunidad de Madrid regula el derecho de admisión como "eficaz instrumento para impedir la violencia y las alteraciones del normal desarrollo de espectáculos y actividades, nunca como excusa para el ejercicio de la arbitrariedad y la discriminación en unos locales que, por definición, están abiertos a todo el público y no sólo a las personas que el responsable decida admitir en cada momento". Y asegura que "no podrá utilizarse para restringir el acceso de manera arbitraria o discriminatoria, ni situar al usuario en condiciones de inferioridad, indefensión o agravio comparativo".
Bajo esta definición, y siendo muy generosos, podemos decir que la propietaria del recinto hizo, cuanto menos, una interpretación errónea del derecho de admisión. Una competencia que, por otro lado, no ha aplicado en otras ocasiones de las que he sido testigo; por ejemplo, cuando algún cliente en estado de embriaguez "alteraba el normal desarrollo" de la actividad en su local o algún otro reclamaba que le anotara su consumición "en la cuenta".
Si fuéramos un poquito más suspicaces, podríamos pensar que el racismo, el clasismo, la xenofobia o la aporofobia (o una combinación de todas) fueron los motivos reales que empujaron a esta ciudadana, propietaria de un bar, a actuar de esa manera. Pero nuestro buen hacer no nos permite ni siquiera sugerirlo.
En cualquier caso, la misma libertad que le posibilita aplicar de forma sui géneris el derecho de admisión permite a clientes como yo no volver a un bar regentado por una persona con este tipo de opiniones. Tal vez si el grueso de su clientela decidiera no regresar, ella misma podría responderse a la duda esbozada más arriba: si tuviera que cerrar su negocio y no contara con otros recursos, quizás no tendría reparos en recurrir a cualquier solución, incluida la emigración o la mendicidad, para sobrevivir. Independientemente de lo que opinasen aquellos que rechazaran su dinero y su sola presencia.