La familia es la primera lotería en la que participa el ser humano sin quererlo. Un sorteo del que determinados sujetos salen ganadores y otros hipotecados de por vida. Así, para algunos, el núcleo en el que pasan sus primeros años es una rampa de lanzamiento hacia una existencia equilibrada. En cambio, para otros, se convierte en una rémora de la que nunca se liberan.
"Nunca digas lo que piensas a alguien fuera de tu familia". La frase de Vito Corleone a su hijo Sonny en El Padrino resume el sentimiento de unión y pertenencia que ciertas sagas comparten. No cuesta mucho imaginarse a esos padres transmitirle ese mensaje a sus hijos en el mundo real. El mismo Jordi Pujol podría haber firmado esa sentencia, palabra por palabra, en cualquier cena de Navidad, rodeado de todos sus vástagos ante una mesa bien dispuesta, bajo la atenta mirada conmovida de su fiel Marta.
Pero como en toda sociedad, la igualdad dentro de una tribu con ADN común es difícil de alcanzar. Filias y fobias conviven en ese microcosmos que se incuba entre cuatro paredes. La niña, el varón, el primogénito, el pequeño... Existen tantas teorías sobre quién es el favorito entre los miembros de la prole que podrían redactarse millones de tratados que contradijeran al primero. Y todos y ninguno tendrían la completa razón.
Una vez seleccionado el tallo grueso, los patriarcas que caen en la predilección pretenden hacer de sus descendientes una continuación de su obra. Conozco testimonios de hombres a los que sus padres les entregaban el sobre para las elecciones generales con la papeleta de "los buenos" dentro. Y de mujeres a las que, antes de plantearse con quién compartir su intimidad, debían someter a su candidato al casting materno, más exigente que el de un aspirante a papel protagonista en una superproducción de Hollywood.
No hace falta recurrir a linajes ilustres e ilustrados, como el de los Panero, para encontrar casos de clanes en los que el clima se vuelve tan irrespirable como en La casa de Bernarda Alba. Entre la llamada clase media se esconden verdaderas aberraciones, donde a sus protagonistas sólo les salva de la destrucción de la personalidad una huida a tiempo para no acabar desintegrados.
También los hay que, por intentar evitar a toda costa los errores que cometieron con ellos en el seno familiar, acaban replicando los mismos desaciertos hasta el infinito, en una suerte de maldición generacional en bucle. Una condena de sangre de la que todos salen perdedores y que abona el terreno a las disputas internas.
Por eso no es extraño que, de un tiempo a esta parte, las salas de los tanatorios se hayan convertido en improvisados escenarios para los reencuentros fraternos. Y sólo allí, después de años sin mediar palabra, los hermanos -con un ojo en el cadáver del progenitor y otro en su albacea- acaban tragándose el orgullo de décadas.