martes, 15 de marzo de 2016

Teoría de la relatividad

Mi amigo Pedro fue despedido hace unos días. Algunos prefieren usar la expresión "perder el trabajo", como si el empleo fuera una moneda que se lleva en el bolsillo y se extravía por un descuido. Como él, 4.152.986 personas cogieron la puerta de salida de la empresa en la que se dejaron la piel con invitación exclusiva al antiguo Inem.

Su caso ya no es noticia. El discurso oficial, ese que dice que hay que acostumbrarse a los recortes, que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, que es insostenible el sistema de pensiones, ha calado tan hondo que un desempleado más tiene el mismo valor que una miga de pan sobre el mantel. 

Ya dijimos hace algunas tardes que la frase "hay que dar gracias de tener trabajo" resumirá a una generación entera. Y ahí es cuando vienen los relativistas con sus comparaciones de éxito: en ciertos países están mucho peor, hay mucha gente que no tiene qué comer, otros viven con un euro al día, etcétera. La demagogia hace que estos comparadores, que suelen ocupar posiciones acomodadas, obliguen al resto a dar gracias por su suerte.

Es curioso que esa teoría de la relatividad se base siempre en que el sujeto perjudicado es confrontado con personas que viven situaciones dramáticas. La comparación va, así, de arriba abajo: mira los que viven mucho peor y consuélate con tu situación. Nunca va de abajo arriba, esto es: para que algunos vivan muy bien, tú tienes que ser un peón útil a bajo coste. O, directamente, salir del tablero. 

Cuando piensan por nosotros, resulta mucho más cómodo. Una idea dada, avalada por decenas, centenares, miles de mentes pensantes, que se instala de forma sencilla en cerebros ajenos. El problema llega al detenerse para analizar esas palabras. Al ver las costuras de esos argumentos. 

Lástima que, para cuando se desvelen sus falacias, ellos ya estarán lejos y con los bolsillos llenos. Y sus hijos no necesitarán recurrir a una ETT para pagar recibos. 

Mucho ánimo Pedro.

martes, 1 de marzo de 2016

Silencio

Hay gente que maltrata el silencio. Lo perciben como un enemigo. Sufren ante él. Les da pánico. Consecuencia: intentan abatirlo a base de palabras huecas. El estado del tiempo, el último partido del Madrid, lo cara que está la vida... Cualquier tema de conversación es válido para ahuyentar ese fantasma invisible que atrona en su mente. 

Conozco a personas capaces de disparar quinientas palabras por segundo con tal de huir del silencio. Golpean tan duro que, cuando callan, no recuerdas nada de tu vida anterior a sus palabras. Te acorralan en un círculo de sentencias sin más sentido que su pavor a escuchar el ruido del Universo. Son capaces de afirmar y negar en una misma frase la existencia del demonio. O la paternidad de sus hijos.

Esas palabras, paradojas, están más vacías que el silencio del que pretenden escapar. Para dar más énfasis a su discurso (lo llamaremos así en un acto de generosidad), suelen acompañarlo con gritos. Para que todos sean conscientes de que están allí, ellos, valerosos guerreros del ejército contra el silencio.  

Dicen que hay silencios incómodos. Quienes así los llaman, no piensan en la incomodidad de sus palabras. Me imagino a esas personas en sus casas, solas, hablando delante del espejo, charlando con sus zapatos, dando réplica a los tertulianos televisivos o indagando sobre el estado de salud de su retrete.

Es más fácil matar al silencio que valorarlo. Clasificarlo, enjaularlo, ponerle un corsé para que no respire. Quienes lo hacen, cuentan con la ventaja de que su enemigo no usará sus mismas armas. No mutará su estado para declarar sus intenciones. Y es que un silencio que necesita de explicación tiene el mismo sentido que un chiste que debe ser aclarado

Igual que se encarcela a los asesinos, ciertas gentes deberían ser condenadas a penas de silencio. Delito: aburrir sin medida. Pena: doscientas tardes de silencio. Sin recurso posible. El Medio Ambiente agradecería esta rebaja de la contaminación acústica. El resto de la humanidad lloraría emocionada ante el corte del suministro de estupideces. En silencio. 

Y bueno, ya me callo.