lunes, 15 de febrero de 2016

Muertos de tercera

El egoísmo es uno de los compañeros de viaje más fieles del hombre durante toda su vida. Le empuja a anteponer su interés por delante de todo, a pensar que su esfuerzo siempre es el mayor, que su opinión es la más acertada o que su hijo es el más inteligente. El problema no pasaría de una simple actitud infantil si no le llevara a despreciar al de enfrente con unas maneras tan burdas que insultan a la inteligencia.   

El caso de los titiriteros es un buen ejemplo de ese "mirarse el ombligo" tan fieramente humano. La detención de dos miembros de una compañía de marionetas por supuesta apología del terrorismo ha sido defendida desde un sector muy definido de la sociedad por "faltar al respeto a las víctimas y a sus familiares". Bien.

Lo que chirría es que muchos de esos que se llevan las manos a la cabeza desprecian de forma sistemática a otras víctimas: las que fueron ejecutadas por el Gobierno español a partir de 1939. Esto es, en el período inmediatamente posterior a la guerra, ya sin trincheras de por medio, en el que miles de personas fueron asesinadas hasta una década después del final del conflicto.

De entre todas las excusas que emplean estos tipos para despreciar a esos damnificados, la de reabrir las heridas es la más recurrente. Como si dar digna sepultura a un ciudadano que murió por un tiro en la espalda pudiera provocar un levantamiento popular. ¿Acaso tiene la dignidad humana fecha de caducidad? Igual que los derechos de autor, ¿pierde vigencia el respeto a los muertos una vez pasado cierto tiempo? Entonces, ¿el menosprecio a las víctimas de ETA podrá ejercerse impunemente a partir de, pongamos, el año 2085? 

Casualmente, estas personas suelen ser las mismas que se indignan cuando un ayuntamiento pretende cambiar el nombre de las calles con connotaciones franquistas. No estaría de más recordar a estos defensores del imperio de la Ley, capaces de sostener la aplicación de un régimen FIES a dos comediantes por apología del terrorismo, que la Ley 52/2007, en su artículo 15, dice lo siguiente: "Las Administraciones públicas, en el ejercicio de sus competencias, tomarán las medidas oportunas para la retirada de escudos, insignias, placas y otros objetos o menciones conmemorativas de exaltación, personal o colectiva, de la sublevación militar, de la Guerra Civil y de la represión de la Dictadura".

En este país, donde a la justicia se le llama revancha, a la memoria se la equipara con la ira y al recuerdo con el odio, mientras siga existiendo una categorización de los muertos, nunca despertaremos de nuestras pesadillas. No cuesta tanto: basta una lápida y un poco de respeto.

lunes, 1 de febrero de 2016

Mañana

La ignorante felicidad de la infancia suele durar hasta que tomamos conciencia del tiempo. En ese estado pre-adulto, no sabemos cuándo es nuestro cumpleaños, qué día vienen los Reyes Magos o si vivimos en lunes o viernes. Es un tiempo detenido, en el que sólo cuenta lo que los mayores llaman el ahora.

No recuerdo cuando tomé por primera vez conciencia del tiempo. Quizás fuera en la Primaria, en esos minutos previos a las 16.30 horas; esperaba el rugido de la campana para salir de clase y regresar al colegio, fuera del horario lectivo, con varios amigos y una pelota. Saltábamos la valla para jugar en unas pistas de asfalto, donde una caída suponía un buen costurón.

Desde ese momento, el tiempo manda en mi vida, muy a mi pesar. Tanto que hasta me hace perder la noción del propio tiempo. Esto es: pensar en un instante que no existe aún y del que no tengo una certeza absoluta de que vaya a existir jamás. Creo que no soy el único al que le ocurre, aunque no me sirve de consuelo.

En la época estudiantil, los colegiales sueñan con el verano. Ven el período de exámenes como una pasión católica que debe sufrirse antes del paraíso de sol y playa. Esa etapa, más o menos, va desde los 5 años hasta los 23. O por lo menos, en el pasado era así; antes de que la cola del paro devolviera a los jóvenes a las aulas para formarse en un empleo que no existe (otra vez la espera de una época futura...).

Cerrado el ciclo de libros y apuntes, llega el turno de pagar impuestos y facturas. Cambia el objetivo: ya no miramos al verano. Nos basta con llegar al fin de semana para romper la rutina. Y en esas, deambulamos por trabajos sin futuro, con la fecha de vencimiento que marcan los contratos. (Los políticos nos resuelven la caducidad de los yogures; de los contratos prefieren no hablar). Y los que no los tienen, esperan un futuro en el que poder gritar "vivan las caenas".

El año que viene... El próximo verano... En el puente... El fin de semana... Mañana... Categorías temporales vaciadas de contenido. Vamos postergando la felicidad a un futuro que no existe. El deseo de lo que pensamos que vendrá nos mantiene atados a la vida. Como el apostante que se consuela con su resguardo de la Primitiva recién sellado dentro de la cartera.

¿Y si ese tiempo deseado no llega nunca? ¿O no se parece tanto a lo imaginado? Muchos prefieren no pensarlo por miedo a detenerse. Por temor a frenar su inercia. Por no atreverse a romper el tiempo. Quizás no estaría de más recordar a ese niño que fuimos, que sin saber que los meses tienen 30 días o el día 24 horas, se limitaba a exprimir cada segundo, sin ni siquiera tener conciencia de su ser.