domingo, 15 de noviembre de 2015

Sobre Twitter

Confieso (porque a día de hoy suena a pecado) que hasta hace poco tiempo no tenía cuenta en Twitter. En mi caso, la falta es capital: ya saben, aquel mantra que reza algo así como que un periodista que se precie de serlo tiene que estar en Twitter. Cuando empecé a estudiar esta carrera (perdón: oficio/profesión/religión, para los puristas), esta red social no existía. Y ahora parece que la estrategia de los grandes medios (y no tan grandes) gira en torno al pajarito azul. 

Según tengo entendido, Twitter es una herramienta informativa muy valiosa. Por el escaso tiempo que llevo utilizándola, puedo decir que estoy de acuerdo. Eso sí, siempre y cuando el usuario sea capaz de procesar unos 50 tuits por minuto. Es decir: si permanece encadenado a su móvil (y la batería de éste a la red eléctrica), puede considerarse bien informado. Con lo que pasamos de la tecnología móvil al ciudadano fijo (fijado a un teléfono móvil).

Otra particularidad de este “servicio de microblogging”, como lo define Wikipedia, es su reflejo de la sociedad. Cuenta con todos los alicientes de un patio de vecinos: cotilleos, insultos, peloteos, mentiras y envidias. Algunos han perdido el empleo en 140 caracteres. Y otros han recibido la visita de la policía por este motivo.

La relación de seguidores (followers, en este argot tuitero) es el Santo Grial que todos persiguen. Una lista que fluctúa como la prima de riesgo y que, según los gurús del tema, lo hace en relación directamente proporcional al interés de lo que tengas que decir. Junto a esto, hay tuits patrocinados. Esto es: gente que paga a Twitter (o a otros usuarios) para que sus comentarios tengan mayor visibilidad.

En las entrevistas de trabajo, y como un requisito más, algunas empresas ya han comenzado a fijarse en el número de seguidores en Twitter de los demandantes de empleo. Así, cuantos más tenga el candidato en cuestión, más apto resulta, dicen. No sé cómo serán los casos de los que suman miles de seguidores. En el mío, mientras escribo estas líneas, cuento 159: la  mayoría son compañeros de trabajo, amigos y familiares, por este orden. El resto van desde compañías telefónicas a empresas de transporte, pasando por discotecas, señores que intentan venderme algo y algún perfil que ofrece fotos de mujeres ligeras de ropa.

No me considero un ludita ni un nostálgico de la grabadora de cinta. Y tampoco pretendo contradecir a más de 500 millones de personas. Ni siquiera tengo intención de cancelar mi perfil en este servicio. Pero algo chirría cuando tu cuenta corriente puede depender del número de followers de tu cuenta de Twitter. Y menos coherente resulta conceder que el futuro de los medios de comunicación, y de la sociedad en su conjunto, se encuentra en manos de una compañía privada.

Por cierto: por lo que pueda pasar, no olviden seguirme en @jota_exposito

domingo, 1 de noviembre de 2015

¿Jalo qué?

Desde hace unos años, en vísperas del 31 de octubre la gente prepara con esmero eso que llaman Halloween. Fiestas de disfraces, programaciones especiales en televisión, decorados estridentes en las tiendas... Sin ir muy lejos, desde este lunes (si no fue antes, la pereza me impidió comprobarlo), el gimnasio que pago cada mes y visito con menos frecuencia se ha llenado de cortinas ensangrentadas, telas negras, dibujos con miembros amputados, tumbas y calabazas. Las telarañas son lo más real: llevan allí desde hace meses.
    
Las personas se preguntan qué van a hacer el fin de semana de Halloween como quien se interesa por las vacaciones de verano, el cumpleaños o el viaje de luna de miel. Y es que esta tradición se ha colado en nuestras vidas como un amigo gorrón: sin avisar y para sacarnos lo que pueda. Intento hacer memoria de mi adolescencia, y lo único que recuerdo referente a esta fiesta es algún capítulo especial de Los Simpson emitido en pleno mes de agosto.

Sí, comparten fechas. Pero el día de Todos los Santos y Halloween casan mal. Muy mal. El primero, tiempo para el recuerdo de los que ya no están, tiene muy presente a la muerte, sin necesidad de artificios. El segundo, cargado de pompa y decorado, pretende reírse de ella y mira a otro lado (la fiesta, el lado lúdico), ocultando así el pavor a la parca.
En un día como hoy, antes la gente solía ir a los cementerios a dejar flores a sus familiares y amigos muertos. Era una forma de recordarles, de saber que, aunque ausentes, seguían muy presentes. En el ambiente había un aire de solemnidad, de respeto y recuerdo. Ya no sé lo que hace la gente, ni sé quién es la gente.

Los camposantos son un ejemplo de igualdad: aunque haya vagones de primera y otros de tercera, todos los viajes terminan en el mismo sitio. En el cementerio de Montparnasse, en París, descansan, entre otros ilustres, los restos de Julio Cortázar: en su tumba nunca faltan versos de admiradores, rayuelas dibujadas, tabaco o whisky. En la misma ciudad, las Catacumbas ocultan bajo tierra miles de huesos de personas anónimas, apilados unos sobre otros. Y el jardín del Monasterio de Nevski, en San Petersburgo, cuenta por decenas las lápidas con nombres de jóvenes fallecidos en la lucha contra la Alemania nazi.

Con el arraigo de Halloween en la sociedad, me pregunto qué hubiera sido del delicioso artículo de Larra sobre el Día de Difuntos. Qué hubiera visto Fígaro en esas calles con escaparates repletos de calaveras y huesos, con carteles promocionales de fiestas de disfraces. O qué hubiera sido de la inquietante leyenda del Monte de las Ánimas de Bécquer en una Soria plagada de calabazas.

Alguno pensará, no sin razón, que disfrazarse en la previa del 1 de noviembre no significa el olvido de los que no están. O que no necesita un día especial para recordar a sus ausentes. De acuerdo. Pero, ya que lo tenemos, no está de más dedicar este día a la memoria de los que se fueron. Detenerse a pensar que, igual que ellos ya no están, habrá un día en que nosotros tampoco estemos. Además de para evocar su memoria, quizás también nos sirva para tomar conciencia de que nuestro viaje por la vida acaba en la muerte. Y así disfrutar cada segundo del camino como si fuera el último.