domingo, 1 de noviembre de 2015

¿Jalo qué?

Desde hace unos años, en vísperas del 31 de octubre la gente prepara con esmero eso que llaman Halloween. Fiestas de disfraces, programaciones especiales en televisión, decorados estridentes en las tiendas... Sin ir muy lejos, desde este lunes (si no fue antes, la pereza me impidió comprobarlo), el gimnasio que pago cada mes y visito con menos frecuencia se ha llenado de cortinas ensangrentadas, telas negras, dibujos con miembros amputados, tumbas y calabazas. Las telarañas son lo más real: llevan allí desde hace meses.
    
Las personas se preguntan qué van a hacer el fin de semana de Halloween como quien se interesa por las vacaciones de verano, el cumpleaños o el viaje de luna de miel. Y es que esta tradición se ha colado en nuestras vidas como un amigo gorrón: sin avisar y para sacarnos lo que pueda. Intento hacer memoria de mi adolescencia, y lo único que recuerdo referente a esta fiesta es algún capítulo especial de Los Simpson emitido en pleno mes de agosto.

Sí, comparten fechas. Pero el día de Todos los Santos y Halloween casan mal. Muy mal. El primero, tiempo para el recuerdo de los que ya no están, tiene muy presente a la muerte, sin necesidad de artificios. El segundo, cargado de pompa y decorado, pretende reírse de ella y mira a otro lado (la fiesta, el lado lúdico), ocultando así el pavor a la parca.
En un día como hoy, antes la gente solía ir a los cementerios a dejar flores a sus familiares y amigos muertos. Era una forma de recordarles, de saber que, aunque ausentes, seguían muy presentes. En el ambiente había un aire de solemnidad, de respeto y recuerdo. Ya no sé lo que hace la gente, ni sé quién es la gente.

Los camposantos son un ejemplo de igualdad: aunque haya vagones de primera y otros de tercera, todos los viajes terminan en el mismo sitio. En el cementerio de Montparnasse, en París, descansan, entre otros ilustres, los restos de Julio Cortázar: en su tumba nunca faltan versos de admiradores, rayuelas dibujadas, tabaco o whisky. En la misma ciudad, las Catacumbas ocultan bajo tierra miles de huesos de personas anónimas, apilados unos sobre otros. Y el jardín del Monasterio de Nevski, en San Petersburgo, cuenta por decenas las lápidas con nombres de jóvenes fallecidos en la lucha contra la Alemania nazi.

Con el arraigo de Halloween en la sociedad, me pregunto qué hubiera sido del delicioso artículo de Larra sobre el Día de Difuntos. Qué hubiera visto Fígaro en esas calles con escaparates repletos de calaveras y huesos, con carteles promocionales de fiestas de disfraces. O qué hubiera sido de la inquietante leyenda del Monte de las Ánimas de Bécquer en una Soria plagada de calabazas.

Alguno pensará, no sin razón, que disfrazarse en la previa del 1 de noviembre no significa el olvido de los que no están. O que no necesita un día especial para recordar a sus ausentes. De acuerdo. Pero, ya que lo tenemos, no está de más dedicar este día a la memoria de los que se fueron. Detenerse a pensar que, igual que ellos ya no están, habrá un día en que nosotros tampoco estemos. Además de para evocar su memoria, quizás también nos sirva para tomar conciencia de que nuestro viaje por la vida acaba en la muerte. Y así disfrutar cada segundo del camino como si fuera el último.

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