viernes, 15 de febrero de 2019

Llevar gafas

Cuando el oculista me comunicó que debía usar gafas, allá por los años 90, fue como el anuncio de una plaga bíblica. Por entonces, llevarlas era considerado un estigma social. El concepto de cuatro-ojos recorría los pasillos de cada instituto, y todo aquél que equipara unas monturas con cristales sin tintar podía ser sospechoso de intelectual, además de un potente imán para los balonazos durante el recreo.

Esa mala fama ya venía de siglos, al asociarse su uso a la tara que suponía la falta de visión. Por no hablar de su presencia negativa en el lenguaje: de hecho, los verbos más asimilables al objeto de marras que aparecen en la RAE son gafar (esto es, transmitir mala suerte) y gafear (palabra que, en Nicaragua, es sinónimo de cojear).

Ya en estos tiempos de Instagram y selfis, la escala de valores se ha invertido, y son comunes los casos de personajes que, para intentar aumentar su apariencia de cultivado, utilizan anteojos sin graduar. El gremio de los futbolistas, a los que siempre se ha acusado de utilizar la cabeza sólo para rematar los córners, es uno de los más proclives a ello. Y como discutido referente, muchos jóvenes no han tardado en imitarlos. 

Ver la vida a través de cristales condiciona la visión propia y la ajena. Si los que miran descubiertos prejuzgan al sujeto que les observa a través de unas gafas (como hemos visto más arriba, para bien o para mal, en función de la época en que toque sobrevivir), las personas que utilizan anteojos limitan su espacio de visión. Al mirar por encima o los laterales, el entorno se convierte en una mancha borrosa. Lo mismo que puede ocurrir si están impregnados de las huellas dactilares o el polvo del ambiente. 

Con el paso de los años, a través de unas lentes viejas se acaban contemplando escenas de todo pelaje. Momentos en que, incluso, durante el fragor de la emoción desenfrenada, los lupos han perdido su sitio sobre el puente de la nariz. Instantes en que se han visto salpicados por el agua de lluvia, deslumbrados por el sol de mediodía o, en ocasiones, empañados por alguna lagrima a destiempo.

Mudar los faros puede ser una forma simbólica de cambiar la manera de percibir la existencia. Como esa tradición oriental que apunta al cabello como aspirador de experiencias, positivas y negativas, por lo que un corte de pelo representa una purificación de los pensamientos pasados. Por analogía, una renovación de gafas supondría el estreno de unos nuevos ojos para mirar el mundo. O, en esta sociedad de consumo, una excusa para afrontar con ánimos renovados (y un 20% de descuento) un día a día donde escasea la esperanza. 

viernes, 1 de febrero de 2019

Construir recuerdos

El álbum fotográfico de la conciencia guarda imágenes que se revelan en nuestro córtex cerebral cuando menos se las espera. También se rebelan contra nuestro corazón cuando éste las creía ya más que sepultadas por el tiempo. En ambas situaciones (de exposición o de amotinamiento), al ser humano sólo le queda dejarse embargar por esa fuerza irracional. 

Los recuerdos nos asaltan a punta de navaja a cualquier hora del día. No muestran ninguna piedad en el momento de testar nuestra tolerancia al pasado. Simplemente, surgen. Son manifestaciones de etapas pretéritas que, embarcadas en batiscafos, emergen a la superficie tras un largo periodo de exploración por el subconsciente.

Sonidos, fragancias, sabores o imágenes evocan el recuerdo en cualquiera de sus formas y sentidos. Un amor perdido, la risa de un familiar difunto, un viaje al rincón más lejano del globo, la última charla con un amigo o el sabor de un guiso de la infancia pueden presentarse ante nosotros invocados por arte del tejido neuronal. 

La idealización de los recuerdos forma parte del menú en la mesa del nostálgico. Platos que se suceden para alimentar la melancolía de los más templados. La justa medida hace que, a cucharadas pequeñas, la reminiscencia sea apetecible, pero en cantidades copiosas pueda provocar trances engorrosos. Y en ese banquete de morriña, no es extraño que el empacho de los tristes les conduzca a las fronteras de la depresión. 

De forma pueril, como ese niño a su juguete más preciado y viejo, nos aferramos a los recuerdos de un pasado que, quizás, nunca fue. O, al menos, no en la forma en que lo rememoramos. Incluso escenarios ya lejanos que nos parecieron negativos cuando los experimentamos, hoy pueden ser percibidos como gratos vistos desde el tamiz de la remembranza.   

En este ejercicio de funambulismo memorístico, no somos conscientes de que esos recuerdos, algún día, fueron presente. Tan real como el que hoy nos hunde en la cotidianidad más salvaje. Pero hay algo aún más relevante, que despreciamos por evidente: como seres (moderadamente) racionales, podemos esforzarnos en crear una vida que, en un futuro no lejano, será un recuerdo excelente. No lo olviden.