martes, 15 de mayo de 2018

La verdad del baño

Encerrarse en el aseo es el supremo acto de intimidad. Darse una tregua en ese pequeño habitáculo, ajeno a las miradas del mundo, es quizás el mayor menester humano. Ya sea para cumplir las necesidades fisiológicas, lavarse o, simplemente, escapar de la sociedad a un lugar que no puede ser violentado. Como esas capillas donde los prófugos de la justicia encontraban cobijo en mitad del camino. 

La grandeza de este espacio queda patente en la gran cantidad de calificativos que dedica el léxico para designarlo: baño, aseo, váter, retrete, excusado, tocador, lavabo, servicio, inodoro, urinario, evacuatorio, tigre... Y si en cuanto a su denominación acapara multitud de sinónimos, la tipología que ofrece es aún mayor, aunque no todos del mismo gusto

En algunos países, como Rusia, suelen dividir las diversas funcionalidades que ofrece en dos estancias diferenciadas del hogar: por un lado, el trono, y por otro, la ducha y el lavabo. De esta forma práctica, no existen dudas sobre qué se dispone a hacer el sujeto una vez accede a cada una de las habitaciones quebrando, en parte, su cuota de privacidad.

Los baños públicos son algo más que el lugar donde desahogarse. Centros para practicar sexo, realizar llamadas telefónicas, consumir drogas, huir de algún personaje indeseable o, simplemente, dejar correr el tiempo deleitándose con la rica prosa castellana impresa en el interior de la puerta... hasta que el paisano de turno la aporrea desde fuera con insistencia.

La cultura va de la mano del retrete; así, un paseo por los inodoros de los bares españoles resulta, además de un ejercicio de valentía, todo un tratado de arquitectura. Desde el ya clásico agujero en el suelo con un apéndice de goma a modo de cisterna hasta las letrinas tamaño maxi o mini, pasando por aquellos servicios que disponen de lavabo junto al retrete. Un canto al art decó de los recintos íntimos. 

El inodoro favorece los Derechos Humanos. La creciente apuesta por los baños mixtos es una suerte de igualdad de género que evita las, en ocasiones, inevitables incursiones de las adolescentes (y no tanto) a los aseos de sus coetáneos varones en las discotecas para eludir la larga espera en su territorio. Incluso, es un arcaico generador de empleo, como el de limpiaculos real, figura instaurada por Enrique VIII allá por el siglo XVI. 

En la gran mayoría de baños (aquí no hay distingo por países ni clases sociales), casi siempre se echa de menos a una invitada: la limpieza. En la época universitaria, como antaño en la cuartelaria, se tiende a pensar que jamás se hallarán recintos más sucios donde aliviar necesidades. Pero la situación de los urinarios en determinados centros de trabajo (desde las casetas de obra hasta los instalados en las grandes empresas del Ibex) confirman que el estado puerquil no es, ni mucho menos, exclusivo del estudiante, sino que se extiende a todas las etapas de la evolución.

martes, 1 de mayo de 2018

Cartas

¿Recuerda la última vez que redactó una carta? Haga un esfuerzo. Quizás fuera a su ser amado de adolescencia, cuando en cada trazo dejaba un suspiro y en cada adjetivo condensaba un sentimiento. O quizás fuera un momento más prosaico, como la participación en un concurso, una carta al director de un diario o un Chrismas de Navidad.  

Cuando leemos un libro en cuya trama aparece una misiva, detectamos de forma automática que la obra no se editó en este siglo. La cuestión adquiere dramatismo en las nuevas generaciones, para quienes el papel como medio de correspondencia se identifica con épocas propias de los manuales de Historia: pueden asumir que Julio César, Carlos V o Napoleón utilizaran este soporte, pero no que lo hicieran sus padres.    

La víctima silenciosa de esta era de las máquinas ha sido la carta. Sin protestar, ha visto cómo el correo electrónico se ha convertido en la forma predilecta para comunicarse. La instantaneidad que ofrece lo convierte en un rival imbatible en esta época donde parece sobrar todo menos el tiempo. Un Ctrl+Z sustituye la redacción de varios borradores, el esfuerzo por una caligrafía legible, la compra de un sobre y un sello en el estanco más cercano y la búsqueda de un buzón. La paciencia ya no se lleva.

Pero estamos ante una forma de comunicación tan respetable que, incluso, ha dado nombre a un género narrativo: la literatura epistolar. Ha servido para bautizar obras ya clásicas de autores dispares, como Cartas desde mi celda, de Gustavo Adolfo Bécquer, Cartas a su madre, de Antoine Saint-Exupéry, o Carta al padre, de Franz Kafka. Y ha titulado canciones convertidas en himnos, como La Carta, de Héroes del Silencio, o Cartas amarillas, de Nino Bravo. 

Bastante antes de que llegara el e-mail, el mal llamado cartero comercial (lo que hoy vendría a ser un correo spam personificado) comenzó el desprestigio de una profesión notable, quebrantando la siesta sin miramientos con un prolongado timbrazo al telefonillo. (Nota: Confieso que en mi época de estudiante tomé parte de este ejército de propagandistas; espero que algún día pueda perdonármelo una familia con tres carteros de carrera).

Como en tantas otras cuestiones, más que los avatares de la vida son los gestores de lo público quienes más se esfuerzan por acabar con aquello que no deberían. En este caso, se trata de un servicio con más de tres siglos de presencia en España. La situación es tal que, en el último lustro, Correos ha visto menguar su plantilla en más de 9.000 empleados, el 15,5% del total. 

Cada noche, a la vuelta del trabajo, muchos conservamos una manía heredada de nuestros antepasados, cuasi biológica: abrir el buzón, esperando hallar una carta manuscrita. Sin embargo, en estos días, ya ni recibos se encuentran. Junto al polvo instalado en el compartimento postal, sólo asoman panfletos de restaurantes chinos, folletos de inmobiliarias o extractos de puntos de tarjetas promocionales. Ni rastro de la más mínima presencia humana.