domingo, 15 de abril de 2018

Cárcel de humo

"Las personas frustradas fuman demasiado y la causa de la frustración es la soledad". Mediante esta declaración de intenciones, Gilda conoce a Tío Pío, encargado de mantenimiento del casino donde se desarrolla la intensa peripecia dirigida por Charles Vidor. Un argumentario ontológico tan válido como cualquiera de los usados por los que permanecen encadenados a la nicotina. 

Todo fumador recuerda su primer pitillo y las circunstancias que lo envolvieron. En el caso del que esto escribe, el ofrecimiento vino en 6º de Primaria de un compañero un par de años mayor. Resultado: un Ducados negro, extraído sin permiso del bolso materno, directo al pulmón a la salida de la escuela. La consecuente tos y un fuerte olor (maquillado por decenas de chicles de menta para ocultar el delito) fueron el balance de aquella jornada.

En esa relación de esclavitud entre el tabaco y la persona, la cajetilla acompaña los días del cautivo y envuelve en humo sus recuerdos. Cada cigarro tiene su propio significado, con connotaciones asociadas a la adicción: el de la espera del autobús, el poscoital, el que aplaca el estrés, el que se empapa en el café, el de la pausa en el trabajo...

La propia historia de España podría escribirse a través del tabaquismo, con andenes de Metro asfaltados por colillas, padres primerizos amarrados a la boquilla frente al paritorio, bares encapotados por fumaradas o patios de instituto con novicios de la dependencia. Hasta la llegada del Apocalipsis con la extensión del vapeo, una moda tan efímera como arriesgada para los que apostaron por este negocio.

El reciente comunicado de Philip Morris, emblema del universo alquitranado a través de Marlboro, sobre su inminente cese en la producción de cigarrillos proclama el fin de una era. Si una compañía con unos ingresos anuales de 11.800 millones de dólares decide virar su modelo de negocio, parece el momento adecuado para que los músicos comiencen a tocar. 

Entre las escasas enseñanzas universitarias, recuerdo la frase lapidaria de aquel profesor de Redacción Periodística una mañana de otoño: "De lo único que me arrepiento en mi vida es de haber fumado durante 30 años. ¿Cómo pude ser tan estúpido?". En su momento, la sentencia despertó la risa de un foro repleto de imberbes que creían saberlo todo sobre todo, pero con el paso del tiempo adquirió la trascendencia que merecía. 

El tabaco mata a más de siete millones de personas al año en todo el mundo. Una realidad que no acabamos de interiorizar los necios que aún vivimos asidos al paquete de rubio. Mientras llega el día en que nos despidamos de esta autodestrucción ilógica, sólo queda acodarse en el balcón, dar una profunda calada, exhalar y contemplar cómo el humo se eleva, como esas aspiraciones que van a no se sabe dónde.

domingo, 1 de abril de 2018

Títulos a granel

Si hace no mucho hablábamos en este mismo foro sobre la meritocracia en el mercado laboral, el máster interruptus de la presidenta de la Comunidad de Madrid ha vuelto a poner el foco en la importancia del esfuerzo a la hora de lograr, en este caso, unos estudios superiores. Situación que en España conoce el 40,8% de la población (en esto, como en la tasa de paro, la Vieja Iberia sí está por encima de la media de la Unión Europea).

Todos los que pasamos por la escuela pública siempre contemplamos con pasmo cómo cualquier estudiante que no desee (o cuya capacidad intelectual no le sea suficiente para) pasar la criba de la Selectividad tiene la opción de recurrir a la universidad privada y conseguir un certificado que le permitirá competir por un empleo de igual a igual. Una alternativa que, en el curso 2015/2016, eligieron un 13,6% de los alumnos de grado. 

El "prestigio" de la enseñanza pública parecía bastar para acoger a los centros privados en el sistema. "Vale, ellos no tienen que preparar Selectividad y van a titularse como tú, pero la estatal tiene más nombre que la privada", repetían los antiguos compañeros de instituto sobre algún afortunado que dio el salto a la carrera sin examen previo. Es decir: aunque el dinero podía equipararse al esfuerzo requerido por la Prueba de Acceso a la Universidad, el bien siempre estaría del lado de la pública, por su reputación labrada a base de décadas de historia. 

El caso de Cristina Cifuentes contiene un agravante: hace saltar por los aires la premisa anterior. En su estrambótica peripecia, ha sido una universidad pública la que se ha encargado de falsificar las notas para beneficiar con un título a una persona de reconocida influencia. Aquí ya no sólo se trata de un problema de desigualdad social (cuando el dinero y la red de influencias pasan por encima de cualquier principio ético y legal), sino que, además, mancha el nombre de una institución que, supuestamente, contaba con su prestigio como mejor arma para contrarrestar la violación de la meritocracia provocada por la universidad de pago. 

Los que pensaban que los centros privados expedían los títulos a sus alumnos a cambio de un buen fajo de billetes, ahora también manejan argumentos para sostener que en la enseñanza pública ocurre lo mismo. La falta de confianza en las instituciones democráticas (poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial) llega ya hasta el mismo epicentro de toda sociedad que se precie: su sistema educativo.

Y, como en toda cuestión sospechosa de corruptela donde un español se vea implicado, el negacionismo, junto al laissez faire, laissez passer tan liberal, es la estrategia a seguir por los responsables de este descrédito. El ejemplo alemán traído por algunos a la hora de hablar de flexibilidad laboral o de reducir la tasa de sustitución de las pensiones no se utiliza, en cambio, para tomar el camino de la dimisión por falseamiento de currículum