miércoles, 15 de noviembre de 2017

De bares

Disfrutar de la aparente soledad en un bar es una práctica que toda persona debería exigirse. Mirar de frente a la vida en una recinto de escasos metros cuadrados, donde en cualquier momento pueden suceder cosas extraordinarias, está a la altura de las experiencias consideradas más placenteras: conmoverse ante una buena novela, realizar un viaje al lugar más recóndito o gozar del orgasmo más intenso. 

El demiurgo en forma de camarero, desde su privilegiada posición tras la barra, contempla las escenas de un retablo donde el alcohol es alfa y omega. En su rol, puede salir palizas, psicoanalizar al cliente en tan sólo dos botellines y ser capaz de contarte cosas de ti mismo que desconocías. O puede ser silencioso, dedicarse fielmente a la función que le tocó en suerte y quebrar su mutismo únicamente con preguntas rápidas: "¿caña o botellín?", "¿la leche caliente?", "¿me cobro de aquí?". Hasta dispone de la potestad de alegrarte el día cuando es la única persona del mundo que aún te llama "chaval"

Todo bar que se precie de tal catalogación cuenta con su propio grupo de parroquianos, que discuten, ríen fuerte o ahogan sus miradas en el fondo del vaso. Jueces, limpiadoras, profesores, albañiles, policías, parados... Profesiones liberales que fondean a ras de barra, donde establecen guardia desde primera hora hasta el cierre, en turnos rotatorios, como el puesto de un centinela atento a la siguiente acometida de la vida. 

En el decorado del recinto, resultan fundamentales las tapas en la vitrina del mostrador, de una antigüedad totalmente indescifrable. Pero despreciar el piscolabis más rancio, servido por unos dedos que han recorrido durante 12 horas todos los recovecos del local (desde el lavaplatos a los fogones, pasando por la cisterna o el cubo de basura), no resulta del todo elegante. 

Como una mezquita, una escuela o un hospital, el bar dispone de sus propios códigos y se muestra como el punto idóneo en el que seguir eventos que cambian el rumbo de la Historia, ya sea una final de la Champions o la votación de la independencia de Cataluña. Un espacio donde, entre trago y trago, se es capaz de tomar con máxima clarividencia decisiones que otros no ven: desde la consecución del último punto de set hasta la ejecución de los Presupuestos del Estado. Y en el que, cómo no, puede conocerse el amor a través de los besos más apasionados de cualquier amante furtivo al calor del amor en un bar

Cara y Cruz, El Mancheguito, Mabe, El Palentino, Pascual, La Emil, Franva, El Palomar, Juvima, López, El Chaparral... Multitud de nombres para una infinidad de parajes con carácter que comparten la misma magia e idéntica batalla contra la lacra del franquiciado. Lugares donde nadie conoce tu nombre, pero en los que, cuando te despiden con un “hasta mañana”, te sientes parte integrante y fundamental de una comunidad única.

miércoles, 1 de noviembre de 2017

100 octubres después

Hace un siglo, distancias que hoy se perciben cortas tardaban días en salvarse a bordo de un tren de vapor o a lomos de un caballo. Las comunicaciones, sin la instantaneidad de internet, se dejaban en manos del telégrafo o el correo postal. Y la digitalización no era más que una quimera para unas fábricas que comenzaban a desperezarse. Todos aquellos medios, aunque ya muy lejanos, fueron fundamentales para construir el mundo actual.  

Entre las principales transformaciones, por su relevancia social, se encuentra la Revolución de Octubre, de la que el próximo 7 de noviembre se cumplen 100 años. Un cambio que, como el propio del calendario juliano vigente por entonces en Rusia (que calificó a la revolución "de octubre", por suceder el 25 de ese mes, fecha correspondiente al 7 de noviembre del calendario gregoriano), cogió a todo el planeta con el pie cambiado cuando un joven Lenin se puso al frente de los bolcheviques.

Para una gran mayoría de la sociedad occidental, ensalzar hoy las conquistas de ese periodo es sinónimo de hagiografía del totalitarismo estalinista. Como si el elogio de las libertades conseguidas por la Revolución Francesa de 1789 supusiera automáticamente identificarse con las tropelías napoleónicas que vinieron más tarde. Obvian así una cuestión principal: la diferenciación radical existente entre el socialismo real y la revolución que dio pie a él. Algo que mentes preclaras del siglo XX, como la del historiador Eric Hobsbawm, sí supieron ver.

Incluso desde una parte de la izquierda, que despreció (y aún hoy lo hace) a quienes rememoraban Octubre, se desprestigió esa memoria. De hecho, hasta el propio régimen de la URSS en un momento dado quiso sepultar su legado. Como describen Jesús Izquierdo y Jairo Pulpillo en la magnífica obra coral 1917. La Revolución rusa cien años después: "La utopía revolucionaria se transformó en una revolución distópica cuyo resultado fue, paradójicamente, el encubrimiento de un pensamiento antiutópico según el cual 1917 ya no podía ser más que pensado como acontecimiento histórico que, afortunadamente, había sido superado".

El desarrollo de derechos políticos y laborales, unidos a los primeros pasos serios en la emancipación de la mujer, fueron la gran hazaña de ese acontecimiento, que tuvo como consecuencia la concesión de ciertas garantías (sentando las bases del hoy cuestionado Estado del Bienestar) en las sociedades occidentales, cuyos gobiernos temían la propagación del terror rojo. Unos avances que, pasada una centuria, ya sea por las crisis económicas nacidas de la insaciable voracidad o por la connivencia de gobiernos timoratos, se diluyen peligrosamente, acentuando las diferencias sociales que el sistema económico imperante prometía erradicar. 

De forma antitética, hoy el comunismo sigue muy vivo de la mano de sus más acérrimos detractores en una variante perversa: "líneas de crédito en condiciones ventajosas" a bancos en quiebra, pago del mal llamado "déficit tarifario" a compañías energéticas o indemnizaciones a sociedades concesionarias de autopistas no rentables. Esto es: en forma de estatalización de pérdidas de empresas privadas con dinero público.

Cien octubres después, resulta buen momento para recordar a aquellos miles de hombres y mujeres que, en una aparente tarde corriente, fueron capaces de cambiar la concepción del mundo y resquebrajar unas bases que, por injustas, parecían inquebrantables. Para así tener conciencia de que el cambio, en cualquiera de sus variantes, queda siempre en manos de gentes normales capaces de añadir páginas al libro de la Historia de una manera extraordinaria.