Disfrutar de la aparente soledad en un bar es una práctica que toda persona debería exigirse. Mirar de frente a la vida en
una recinto de escasos metros cuadrados, donde en cualquier momento pueden suceder cosas
extraordinarias, está a la altura de las experiencias consideradas más placenteras: conmoverse ante una buena novela, realizar un viaje al lugar más recóndito o gozar del orgasmo más intenso.
El demiurgo en forma de camarero, desde su privilegiada posición tras la barra, contempla las escenas de un retablo donde el alcohol es alfa y omega. En su rol, puede salir palizas, psicoanalizar al cliente en tan sólo dos botellines y ser capaz de contarte cosas de ti mismo que desconocías. O puede ser silencioso, dedicarse fielmente a la función que le tocó en suerte y quebrar su mutismo únicamente con preguntas rápidas: "¿caña o botellín?", "¿la leche caliente?", "¿me cobro de aquí?". Hasta dispone de la potestad de alegrarte el día cuando es la única persona del mundo que aún te llama "chaval".
Todo bar que se precie de tal catalogación cuenta con su propio grupo de parroquianos, que discuten, ríen fuerte o ahogan sus miradas en el fondo del vaso. Jueces, limpiadoras, profesores, albañiles, policías, parados... Profesiones liberales que fondean a ras de barra, donde establecen guardia desde primera hora hasta el cierre, en turnos rotatorios, como el puesto de un centinela atento a la siguiente acometida de la vida.
En el decorado del recinto, resultan fundamentales las tapas en la vitrina del mostrador, de una antigüedad totalmente indescifrable. Pero despreciar el piscolabis más rancio, servido por unos dedos que han recorrido durante 12 horas todos los recovecos del local (desde el lavaplatos a los fogones, pasando por la cisterna o el cubo de basura), no resulta del todo elegante.
Como una mezquita, una escuela o un hospital, el bar dispone de sus propios códigos y se muestra como el punto idóneo en el que seguir eventos que cambian el rumbo de la Historia, ya sea una final de la Champions o la votación de la independencia de Cataluña. Un espacio donde, entre trago y trago, se es capaz de tomar con máxima clarividencia decisiones que otros no ven: desde la consecución del último punto de set hasta la ejecución de los Presupuestos del Estado. Y en el que, cómo no, puede conocerse el amor a través de los besos más apasionados de cualquier amante furtivo al calor del amor en un bar.
Cara y Cruz, El Mancheguito, Mabe, El Palentino, Pascual, La Emil, Franva, El Palomar, Juvima, López, El Chaparral... Multitud de nombres para una infinidad de parajes con carácter que comparten la misma magia e idéntica batalla contra la lacra del franquiciado. Lugares donde nadie conoce tu nombre, pero en los que, cuando te despiden con un “hasta mañana”, te sientes parte integrante y fundamental de una comunidad única.
El demiurgo en forma de camarero, desde su privilegiada posición tras la barra, contempla las escenas de un retablo donde el alcohol es alfa y omega. En su rol, puede salir palizas, psicoanalizar al cliente en tan sólo dos botellines y ser capaz de contarte cosas de ti mismo que desconocías. O puede ser silencioso, dedicarse fielmente a la función que le tocó en suerte y quebrar su mutismo únicamente con preguntas rápidas: "¿caña o botellín?", "¿la leche caliente?", "¿me cobro de aquí?". Hasta dispone de la potestad de alegrarte el día cuando es la única persona del mundo que aún te llama "chaval".
Todo bar que se precie de tal catalogación cuenta con su propio grupo de parroquianos, que discuten, ríen fuerte o ahogan sus miradas en el fondo del vaso. Jueces, limpiadoras, profesores, albañiles, policías, parados... Profesiones liberales que fondean a ras de barra, donde establecen guardia desde primera hora hasta el cierre, en turnos rotatorios, como el puesto de un centinela atento a la siguiente acometida de la vida.
En el decorado del recinto, resultan fundamentales las tapas en la vitrina del mostrador, de una antigüedad totalmente indescifrable. Pero despreciar el piscolabis más rancio, servido por unos dedos que han recorrido durante 12 horas todos los recovecos del local (desde el lavaplatos a los fogones, pasando por la cisterna o el cubo de basura), no resulta del todo elegante.
Como una mezquita, una escuela o un hospital, el bar dispone de sus propios códigos y se muestra como el punto idóneo en el que seguir eventos que cambian el rumbo de la Historia, ya sea una final de la Champions o la votación de la independencia de Cataluña. Un espacio donde, entre trago y trago, se es capaz de tomar con máxima clarividencia decisiones que otros no ven: desde la consecución del último punto de set hasta la ejecución de los Presupuestos del Estado. Y en el que, cómo no, puede conocerse el amor a través de los besos más apasionados de cualquier amante furtivo al calor del amor en un bar.
Cara y Cruz, El Mancheguito, Mabe, El Palentino, Pascual, La Emil, Franva, El Palomar, Juvima, López, El Chaparral... Multitud de nombres para una infinidad de parajes con carácter que comparten la misma magia e idéntica batalla contra la lacra del franquiciado. Lugares donde nadie conoce tu nombre, pero en los que, cuando te despiden con un “hasta mañana”, te sientes parte integrante y fundamental de una comunidad única.