viernes, 15 de septiembre de 2017

De filias y fobias

La realidad impresa y la realidad tangible no suelen ir de la mano. Pongamos por caso el mercado de la vivienda en España. Realidad impresa: los expertos no se cansan de repetir que no asistimos a una burbuja residencial. Realidad tangible: después de anunciarle a mi ex casera que abandonaba su piso, decidió subir el alquiler un 26% al siguiente inquilino, que tardó 48 horas en ocupar la cama que usé durante tres años.

Aunque en este caso se trata de un alquiler "convencional", sólo una planta más arriba se ha colado el fenómeno turístico que tanto juego dio a la prensa este verano. La propietaria de este inmueble, mientras comprueba si la relación con su actual pareja tiene futuro en la costa mediterránea, arrenda su casa en Madrid por 65 euros al día en una conocida plataforma de alquiler. Es decir: en menos de 10 días obtiene lo que su vecina lograba en 30. 

A unos metros de este edificio, un bar regentado por una pareja china también ha sufrido el tsunami del alquiler. No ya en el precio de su local, sino en el despoblamiento progresivo del barrio. Con su español escaso, la camarera relata cómo hace cinco años, cuando arrendaron el local, cada mañana se agolpaban delante de la barra varios grupos de trabajadores de cuello blanco. A los que, si bien no recordaba por su nombre, sí lo hacía por el tipo de café que bebían. Hasta se emociona al recordar el momento de la despedida definitiva, cuando el traslado de las oficinas les dejó sin clientes. "Los dueños de las casas se han vuelto locos", dice.

La España de comienzos del siglo XXI tiene un aire a la del XIX. Si antes las fortunas medianas vivían de sus haciendas en el campo, ahora lo hacen de la unión de cemento y ladrillo en las ciudades. Por eso no es extraño que el sueño de muchos de los llamados emprendedores españoles sea comprar una casa en Ibiza.

Esta ambición, la de especular con la vivienda, no pasaría de los reproches éticos si no estuviera expresamente señalada como práctica a "impedir" en la Constitución. Aquella que tantísimos esgrimen para oponerse a la independencia de una comunidad autónoma, pero que, cuando toca hablar de vivienda, guardan al fondo del cajón.  

El fenómeno de la turismofobia oculta así al de la rentofilia. No ya en su acepción médica (aquella patología que lleva a un individuo a considerar que su enfermedad es consecuencia de una situación por la que debe ser compensado), sino en un término que podría definirse como "la tendencia a querer vivir de las rentas, multiplicando por 3 o por 4 los beneficios sin realizar ninguna actividad productiva, que dé trabajo o impulse la zona en la que se produce".

Esta filia propia (a maximizar las rentas) se convierte en supuesta fobia ajena (hacia el extranjero) para negar la mayor. Además, su defensa puede envolverse de cierto corte cosmopolita y, de paso, acusar al de enfrente de xenófobo. Pero no olviden aquellos que ciertas filias insanas (como la pedofilia) están castigadas en el Código Penal. Y nunca es tarde para ampliar el articulado.

viernes, 1 de septiembre de 2017

Madrid es un pueblo

Un titular en prensa, una conversación de bar o un simple intercambio de miradas puede invocar la contienda pueblo versus capital. Alentada por el complejo de unos o el aire de superioridad de otros (según a qué discurso se atienda), durante siglos la desconfianza, el odio o la chanza se han cruzado como proyectiles entre finolis y paletos

Desde la periferia, la aversión ha tenido a Madrid como diana: chulos, estresados, laístas o fachas componen el catálogo de tópicos, con mayor o menor base real, dedicados a los capitalinos. Pero lo cierto es que la corte del reino borbónico, a pesar de considerarse una de las urbes más cosmopolitas de Europa, esconde en sus adentros un aura de pueblo con estampas propias de pedanía. 

Basta con abrir la ventana a sus calles para contemplar edificios con paredes encaladas, persianas viejas de madera o rejas oxidadas que rememoran lugares vírgenes de hormigón. Como los tejados salpicados de chimeneas menudas, poblados por antenas empotradas entre tejas con refuerzos de aluminio. O esos otros techos de chapa desconchada, bajo los cuales algún todoterreno con los bajos alicatados de barro aguarda la mañana de domingo para salir de caza a la sierra vecina. 

Los patios de barriada madrileña transmiten sonidos que conectan con cualquier aldea. Como el entrechocar de platos de mediodía, de tenedores que baten huevos o el chisporroteo del aceite sobre el fuego. En esos espacios interiores se encuentran los timelines más ardientes, donde las conversaciones entre ancianas pasan del nivel de alerta terrorista a la última andanada de Isabel Pantoja. Son convivencias pacíficas en apariencia; treguas rotas cuando alguna mueve el macetero con rosales de su semejante. 

De esos balcones, suspendidas en cuerdas de nailon verde, penden camisetas de tirantes que un día fueron blancas, calcetines de color indefinido y bragas generosas de tiempos pretéritos. Y más allá de esas confesiones hechas textil, puede otearse sobre la acera a desconocidos compartir banco a ras de bordillo. Un acto que les conecta con sus prójimos de pueblo que, a decenas de kilómetros, forman hileras de sillas de madera y esparto abiertas al relente de las últimas noches de verano.

La ciudad permanece absorta en esas cavilaciones, hasta que la sirena de ambulancia, un acelerón a destiempo o el vuelo de un helicóptero rompen ese halo rústico para devolverla a su realidad alquitranada. Y cuando cae la noche y ya no lucen las ventanas en los patios, las torres de neones intermitentes le recuerdan que el sueño rural hace tiempo que partió, huyendo de una villa esquizofrénica.