sábado, 15 de julio de 2017

Sonidos perdidos

Tres años durmiendo junto a una autopista provocan, entre otros efectos secundarios, un olvido auditivo severo. Cuando el sueño se recibe con un constante rugir de motores nocturnos y se despide con la misma sintonía, como el de una radio con mala señal emisora de ondas perennes de CO2, el cerebro extravía los sonidos que, hasta ese momento, le acompañaron.

Después de la última mudanza, recuperada la calma perdida, que el primer despertar lo produjera el trino de un gorrión me resultó tan extraño que creí encontrarme lejos de la capital del extinto imperio. Antes, el único animal al cual podía identificar por su voz, además de a mi antiguo vecino, era a la chicharra, que cada verano recuerda con su chirrido incesante cómo el calor acabará por sepultarnos.

Pocos días después, acostumbrado de nuevo a los pájaros como portadores del amanecer, el llanto de un bebé me estremeció. No por molesto (para mi sorpresa), sino por evocarme la salvaje humanidad a la cual pertenecemos, y que tan a menudo dejamos malherida en cualquier titular de prensa. 

Cuando ya creía del todo reparada la memoria sonora, el rasgueo de una guitarra proveniente de una ventana quebró el sopor de una plomiza tarde de verano, para devolverme un matiz aparcado en el subconsciente. No era ya el tañido digital salido del altavoz de una computadora, sino el roce de los dedos sobre las cuerdas de un instrumento real. 

Habitar una urbe sin vida impide una profunda cura de silencio, tan necesaria para recuperar el sentido del oído. El olvido de esos murmullos antaño familiares (el agua de una fuente, el zumbido de una mosca o el eco del propio silencio) provoca que nuestra mente sólo albergue onomatopeyas vacías (el pitido de un móvil, el claxon de un auto, la megafonía del metro) que despiertan estímulos condicionados, como el perro de Pavlov y su incómoda campana.

Ya sólo espero que, un domingo cualquiera, la armónica del afilador me devuelva a la infancia, para acabar recobrando por completo esa colección de sonidos olvidados, perdidos en algún lugar de la memoria, y que nos reconcilian con nosotros mismos.

P.D.: Volveremos con los sonidos de septiembre.

sábado, 1 de julio de 2017

Mudanzas

Hacer una mudanza en Madrid se ha convertido en un regalo. El mercado del alquiler provoca que el mero hecho de encontrar un destino donde instalarse sea el premio a toda una vida. Y lo que viene después, en ese tránsito de una casa a un proyecto de nuevo hogar, se afronta con la ilusión de la adolescencia.

Pero eso no evita que trasladar el microcosmos particular de cada uno a otro lugar tenga sus dificultades. Como ocurre con el 99% de las cuestiones de esta sociedad, si se dispone de una billetera bien repleta, todo se convierte en un mero trámite. Pero si no se da el caso, hay pasos que, como los de Semana Santa, se convierten en penitencias.

Encajar el mundo en cartones es una metáfora de nuestra vida: clasificar y poner etiquetas es algo que al ser humano se le da tan bien con sus semejantes que no le genera mayores contratiempos cuando lo hace con objetos. El inconveniente llega cuando uno se ve rodeado por decenas de cajas, con pesos considerables, y se pregunta a qué ha dedicado los últimos años de su existencia. ¿Qué mejor ocasión para hacer una pira como en la noche de San Juan y tomar un nuevo rumbo?

El traslado, esto es, aportar velocidad a ese cúmulo de enseres (en la mayoría de casos inútiles) provoca lo inevitable: roturas, pérdidas, olvidos. En suma: caos. Como el propio universo. Y no pocas discusiones sobre qué tiene mayor importancia: una plancha o un libro firmado por un mal literato; el cuadro de un astro del fútbol o unos zapatos de diseño; un concierto inédito en DVD de una banda ya retirada o un reloj de pared con solera familiar. Y aquí la subjetividad se convierte en un pendón sagrado que no se cede.

Una vez desplazados todos los artículos y convertida la nueva residencia en un campo repleto de minas forradas de cartón, llega el turno de desembalar y poner en equilibrio lo ingobernable. Una tarea de ímprobo esfuerzo, que algunos afrontan con bajas sensibles (un vaso, un jarrón, una pareja, un familiar), y de la que sólo se obtienen resultados visibles a largo plazo.

Si en el nuevo hogar surgen problemas de inicio (electrodomésticos que no funcionan, ruidos cuyo foco no se detecta en un primer momento, batallas interminables con las compañías telefónicas...), puede que el desánimo aparezca. Pero mudanza rima con esperanza y la ilusión de una nueva senda no puede ser eclipsada por el primer escollo que aparezca en este pequeño drama del primer mundo.