Tres años durmiendo junto a una autopista provocan, entre otros efectos secundarios, un olvido auditivo severo. Cuando el sueño se recibe con un constante rugir de motores nocturnos y se despide con la misma sintonía, como el de una radio con mala señal emisora de ondas perennes de CO2, el cerebro extravía los sonidos que, hasta ese momento, le acompañaron.
Después de la última mudanza, recuperada la calma perdida, que el primer despertar lo produjera el trino de un gorrión me resultó tan extraño que creí encontrarme lejos de la capital del extinto imperio. Antes, el único animal al cual podía identificar por su voz, además de a mi antiguo vecino, era a la chicharra, que cada verano recuerda con su chirrido incesante cómo el calor acabará por sepultarnos.
Pocos días después, acostumbrado de nuevo a los pájaros como portadores del amanecer, el llanto de un bebé me estremeció. No por molesto (para mi sorpresa), sino por evocarme la salvaje humanidad a la cual pertenecemos, y que tan a menudo dejamos malherida en cualquier titular de prensa.
Cuando ya creía del todo reparada la memoria sonora, el rasgueo de una guitarra proveniente de una ventana quebró el sopor de una plomiza tarde de verano, para devolverme un matiz aparcado en el subconsciente. No era ya el tañido digital salido del altavoz de una computadora, sino el roce de los dedos sobre las cuerdas de un instrumento real.
Habitar una urbe sin vida impide una profunda cura de silencio, tan necesaria para recuperar el sentido del oído. El olvido de esos murmullos antaño familiares (el agua de una fuente, el zumbido de una mosca o el eco del propio silencio) provoca que nuestra mente sólo albergue onomatopeyas vacías (el pitido de un móvil, el claxon de un auto, la megafonía del metro) que despiertan estímulos condicionados, como el perro de Pavlov y su incómoda campana.
Ya sólo espero que, un domingo cualquiera, la armónica del afilador me devuelva a la infancia, para acabar recobrando por completo esa colección de sonidos olvidados, perdidos en algún lugar de la memoria, y que nos reconcilian con nosotros mismos.
P.D.: Volveremos con los sonidos de septiembre.
Después de la última mudanza, recuperada la calma perdida, que el primer despertar lo produjera el trino de un gorrión me resultó tan extraño que creí encontrarme lejos de la capital del extinto imperio. Antes, el único animal al cual podía identificar por su voz, además de a mi antiguo vecino, era a la chicharra, que cada verano recuerda con su chirrido incesante cómo el calor acabará por sepultarnos.
Pocos días después, acostumbrado de nuevo a los pájaros como portadores del amanecer, el llanto de un bebé me estremeció. No por molesto (para mi sorpresa), sino por evocarme la salvaje humanidad a la cual pertenecemos, y que tan a menudo dejamos malherida en cualquier titular de prensa.
Cuando ya creía del todo reparada la memoria sonora, el rasgueo de una guitarra proveniente de una ventana quebró el sopor de una plomiza tarde de verano, para devolverme un matiz aparcado en el subconsciente. No era ya el tañido digital salido del altavoz de una computadora, sino el roce de los dedos sobre las cuerdas de un instrumento real.
Habitar una urbe sin vida impide una profunda cura de silencio, tan necesaria para recuperar el sentido del oído. El olvido de esos murmullos antaño familiares (el agua de una fuente, el zumbido de una mosca o el eco del propio silencio) provoca que nuestra mente sólo albergue onomatopeyas vacías (el pitido de un móvil, el claxon de un auto, la megafonía del metro) que despiertan estímulos condicionados, como el perro de Pavlov y su incómoda campana.
Ya sólo espero que, un domingo cualquiera, la armónica del afilador me devuelva a la infancia, para acabar recobrando por completo esa colección de sonidos olvidados, perdidos en algún lugar de la memoria, y que nos reconcilian con nosotros mismos.
P.D.: Volveremos con los sonidos de septiembre.