sábado, 15 de octubre de 2016

Invertir en la muerte

Las mañanas de sábado de mi infancia se veían interrumpidas de cuando en cuando por un timbrazo, que dejaba la siguiente respuesta de mi padre al inquirirle por la visita: "El de los muertos". Cuatro palabras que me descargaban un escalofrío en el cuerpo al imaginarme a un señor oscuro, sin rostro y con una pila de cadáveres a sus espaldas arrastrándose por las escaleras del portal hasta llegar a nuestra puerta. 

En una de esas mañanas perturbadas por el telefonillo, ya próxima a mi adolescencia, me cargué de valor para asomarme a la puerta y poner cara a ese siniestro personaje. Una simpática sonrisa acompañada de una pronunciada barriga rompieron mis esquemas mentales (del montón de cuerpos sin vida, ni rastro). En ese momento quedó resuelto el enigma: "El de los muertos" no era más que el empleado de la compañía aseguradora que venía a cobrar el recibo. 

La dialéctica ha cambiado tanto en los últimos años que "los muertos" de ayer son hoy "seguros de decesos". La estética también ha hecho lo suyo: ahora se publicitan con señoras sonrientes de avanzada edad que corren por una playa en compañía de sus familiares. Bajo esa denominación, estas pólizas realizan un servicio repetido miles de veces a diario: traslado en féretro al tanatorio, flores, desplazamiento al camposanto e inhumación o incineración del finado.

En España, según la OCU, morirse cuesta, de media, 3.545 euros. Algunos prefieren pagar a plazos su propia muerte (y así no dejar el pufo a sus descendientes), lo que podría estimarse como una especie de plan de pensiones con ataúd acolchado. Toda una consideración, por otra parte, que no ha llegado a mi generación: el síndrome de Peter Pan, azuzado por esos contratos postmileuristas, convierten en un lujo este tipo de seguros.  

La visión de la muerte también ha mutado con el paso del tiempo. En nuestros días, los edulcorantes que nos colocan desde el Gobierno y la factoría Disney hacen que pensar en la caída del telón sea un tabú en Occidente, tan preocupado de la eterna juventud. En cambio, las generaciones más veteranas ven cerca el final sin ningún tipo de drama. Se muestran más humanos que nosotros, atendiendo a una de las principales características que nos diferencia de los animales: la conciencia de nuestro fin. 

Desde que salí del vientre de mi madre comencé a pagar por mi muerte, gracias a la previsión paterna. Una suerte de oxímoron macabro si se piensa con frialdad. Aunque reconozco que, cada vez que sale el tema, no puedo evitar sonreír cuando mi padre me suelta muy sereno: "Cuando te mueras, te va a salir casi gratis". 

sábado, 1 de octubre de 2016

Cerveza sin gas

Si reposa demasiado, la espuma se evapora, las burbujas desaparecen. Se calienta, poco a poco malogra sus propiedades. De lata o de barril, aunque esté bien tirada y se incline el vaso 45 grados para servirla, la cerveza pierde fuerza. Una realidad incontestable que conocen tanto los bebedores de rubia como los que esperan en exceso.

La espera, al igual que la cerveza, puede convertirse en un arte, como sabe muy bien cierto político gallego. Para Camus, era una de las razones para que los tristes lo estuvieran (la otra era que ignoraran; de hecho, en muchos casos, esperar es una forma de ignorar la ausencia de efectividad de la propia espera). 

"(...) Aquí, los afortunados, con dinero, influencias o suerte, obtenían visados para Lisboa, la antesala del Nuevo Mundo. Pero los otros, esperaban en Casablanca. Esperaban... esperaban... esperaban...".

El arranque del clásico de Michael Curtiz, donde resume el destino de los que huían de una Alemania nazi en pleno apogeo, sigue siendo válido para explicar la sociedad actual. Cámbiese Lisboa por una una meta al azar (grande, mediana, pequeña) y resultará la ecuación que nos golpea. Un ascenso laboral, Justicia con mayúsculas, resolver un trámite burocrático, concertar una cita con el especialista, la posibilidad de un cambio social o una palabra de gratitud. Objetivos, ilusiones, deseos, sueños, aspiraciones. Vanos como la espera que los alberga.

Todos aguardamos en Casablanca: ese limbo en el que el tiempo se detiene, nada ocurre, o todo cambia para quedarse igual, con giros continuos de 360 grados. Esa estación donde los trenes pasan y nunca se detienen. Como aquellas nubes de Azorín, "siempre varias y siempre las mismas", que ya miraron otros antes que nosotros, bajo las que el escritor se pregunta: 


"¿Habrá sensación más trágica que aquella de quien sienta el tiempo, la de quien vea ya en el presente el pasado y en el pasado el porvenir?".

La propia RAE entiende que des-esperar ya es quitarse la vida, o al menos intentarlo, cuando se sabe que nada llegará. No se trata de una falta de optimismo patológico, sólo de evidencias, de acceso a la realidad que se cuela por cada grieta, empapando todo de certezas que no dejan resquicio a la esperanza.

No esperen más y apuren su cerveza.