sábado, 15 de septiembre de 2018

Del pan al circo

A finales de los 90, los beneficios de la globalización aparecieron en las aulas. La erradicación de la pobreza, la equiparación de los estados, el acercamiento entre los pueblos o la democratización de la cultura eran argumentos que utilizaba una creciente mayoría de profesores, tanto en la escuela como en el instituto o la universidad. 

Hoy, después de habernos instalado en una crisis perpetua, comprendemos que las supuestas bondades de ese proceso, lejos de ser un fenómeno transversal, se cincunscribieron a ciertas capas sociales. Así, facilitó el traslado de multinacionales en busca de mano de obra barata, la imposición de criterios económicos sobre las decisiones de los parlamentos o la aparición de aplicaciones que convirtieron en producto al ser humano. En definitiva: la victoria del mercado sobre los Derechos Humanos.

Tomando la máxima latina panem et circenses (pan y circo), las consecuencias de la globalización alcanzaron primero al pan: despidos, temporalidad, salarios irrisorios, supresión de coberturas sociales... Luego, llegaron al circo en su grado máximo: el fútbol profesional. En esta línea, la última ocurrencia de LaLiga (la asociación que engloba a todos los clubes profesionales en España) es celebrar un partido de Primera División (el Girona-FC Barcelona) en EEUU. En su último comunicado, habla de la "internacionalización" para seguir "creciendo".

La AFE, el sindicato de futbolistas, amenazó en un primer momento con la huelga... hasta que la patronal se comprometió a mejorar las condiciones de sus afiliados y estos rebajaron su postura. Una vez que clubes y jugadores estén de acuerdo, sólo faltaría el consentimiento de la Federación Española (como organizadora del torneo), de la estadounidense (como anfitriona) y de las asociaciones supranacionales de cada continente: UEFA (Europa) y Concacaf (Norteamérica). Nada que no se logre con unos generosos beneficios a repartir.

Resueltas las diferencias, cabe preguntarse por los aficionados del Girona que, después de pagar su abono de temporada, verán cómo uno de los partidos estrella del año se celebra a más de 7.500 kilómetros de sus butacas. LaLiga responde, en un ejercicio de funambulismo léxico-gramatical, ampliando el término aficionado "no sólo a quien paga la entrada en un estadio", sino a quien hace "esfuerzos económicos" para seguir el fútbol "por televisión, comprando una camiseta de su ídolo o viajando a España (..) a vivir un partido". Ahora que el estadio del Rayo amenaza derribo, no descarten que el Gobierno aproveche sus corbetas para trasladar a plantilla y socios rayistas desde Vallecas hasta La Meca para los encuentros como local.

LaLiga proclama una supuesta transmisión de los "valores del fútbol y de España". Habla de una "industria" (sic) que contribuye con "1.300 millones de euros en el pago de impuestos" (no menciona los casi 3.700 millones que ingresa ni la subida salarial a su presidente, Javier Tebas, del 245% en un lustro) y de la que "dependen" (en el término va su cosmovisión) "más de 230.000 familias". De momento, la única asociación de hinchas que se ha mostrado partidaria de la exportación ha sido Afepea: un entramado que dice representar a 1,3 millones de simpatizantes de 14.000 peñas y cuya web oficial, curiosamente, se subsume en LaLiga.

En 1995 (cuando la globalización aún no había tomado las aulas), las protestas reiteradas de los seguidores de Celta y Sevilla lograron que LaLiga readmitiera a esos dos clubes en Primera, después de haber sido descendidos a 2ªB por no afrontar pagos en tiempo y forma. En este caso, la voz del aficionado sí se tuvo en cuenta, y no hubo inconveniente en ampliar de forma artificial la competición a 22 equipos, con los consiguientes perjuicios a todos los niveles.

El mercado, una vez arrebatado el pan, acaba por hacerse con el circo. Es consciente de la sencillez de la empresa: vista la facilidad para robar dócilmente el sustento al ciudadano (en forma de salarios, prestaciones sociales, Sanidad, Educación, derechos...), le sustrae también el juguete en forma de fútbol que aún atesora. La operación le es rentable y sabe que no encontrará una resistencia excesiva. Sólo queda ver si, en esta cuestión, el pueblo tiene ganas de jugar y traslada de nuevo el partido a las calles.

sábado, 1 de septiembre de 2018

Romper la inercia

Despertador. Café. Ducha. Atasco. Trabajo. Comida. Conversaciones insulsas. Trabajo. Atasco. Cena. Tele. Cama. Hay días que se pueden predecir con precisión milimétrica. Como al personaje de Bill Murray en Atrapado en el tiempo, la sucesión de acontecimientos (en su mayoría, anodinos) nos abducen durante largas fases sin apenas advertirlo. Y el único riesgo que se afronta es el de exponerse a una profunda caída en el precipicio del tedio. 

La Física reconoce a la inercia como la propiedad de los cuerpos de permanecer en un estado de reposo o movimiento relativos. En una definición más prosaica, podría referirse como esa capacidad del ser humano para continuar imbuido en sus hábitos durante un prolongado periodo (de hecho, la RAE, en la segunda de sus acepciones, la describe como "rutina" y "desidia").

Septiembre es un mes de inercias. El retorno a la jornada laboral o la renovación de los buenos propósitos (ya sea volver al gimnasio, sufrir menos estrés o retomar el contacto con las viejas amistades) marcan la agenda de millones de personas. Objetivos que, también por inercia, se suelen aparcar en la primera cuneta con forma de excusa.

La magnitud de los proyectos, en ocasiones, acaba hundiéndolos antes de echar a rodar. El tamaño de las aspiraciones va en función de la persona: si el cambio de vida para un sujeto pasa por mudarse de vivienda, para otro puede resolverse con probar una nueva marca de papel higiénico. Sin entrar en las hazañas particulares, quebrar la inercia parece, en cualquiera de los casos, un ejercicio saludable.

Para ello, no es necesario realizar grandes gestas, como enrolarse en una expedición humanitaria o peregrinar a un lugar recóndito en busca de paz espiritual. Basta con mínimas alteraciones en una existencia empapada por la costumbre. Pequeñas huidas de uno mismo, engaños en apariencia insignificantes a esa trampa que el hábito nos coloca enfrente a diario.

Por ejemplo, regresar a casa por calles distintas a las del itinerario habitual, en una suerte de microviaje a zonas tan cercanas como desconocidas. O entrar a una iglesia sin ánimo devoto, sólo para sentarse en un banco a escuchar el silencio. O, por qué no, cambiar los horarios de las prácticas sexuales, perfumando de orgasmo una jornada corriente. Incluso, elegir el secador de manos en lugar de las toallas de papel, aprovechando su zumbido para canturrear en voz alta en cualquier baño público.

Éstas u otras excentricidades, ejecutadas sin caer en la rutina, sirven para escapar de la inercia, frenarla en seco y hacerle un corte de mangas al aburrimiento. Los grandes cambios, dicen, comienzan por modificaciones nimias. Quizás después de un tiempo, cuando queramos darnos cuenta, todo a nuestro alrededor se habrá desprendido de esa capa gris para adquirir un nuevo matiz que ponga luz a nuestros días.