La Semana Santa nos recuerda que, hace no tanto, el domingo era un día diferente al resto. El dominicus latino, o día del Señor, se traducía en misa de 12, paseo por la calle mayor y vermú con sifón. Una jornada atípica, en la que todos debían vestir las mejores galas para dar una buena imagen ante el párroco en la iglesia y después frente a los vecinos (hoy, los feligreses pueden seguir al cura en pijama mientras se cuela por la pantalla).
Esa estampa ya añeja ha mutado en una nueva especie: el dominguero. Aquella persona que espera el último día de la semana como el de redención para dejar paso a sus más bajas pasiones, liberarse del corsé de la ciudad y demostrar al mundo entero su capacidad de supervivencia en un medio hostil.
Ese entorno puede ser la sierra más empinada, el bosque más agreste o el chiringuito más superpoblado junto al lago del término municipal colindante. El único requisito es pasar una penitencia por carretera, en la que poder dar buena cuenta de su pericia al volante. Y como él, otros domingueros compiten para dejar claro quién manda dentro y fuera de la autopista.
Gorra, gafas de sol, camiseta de tirantes, chanclas y aftersun. El kit básico del dominguero puede ampliarse hasta el infinito, en función del poder adquisitivo y del número de personas que le acompañen. Desde nevera portátil a sombrilla, pasando por palas de tenis, hamacas de tela, mesa plegable o tablet, las posibilidades se multiplican si dispone de un 4x4 al que poder hacer rodaje más allá del asfalto diario.
El objetivo del dominguero subyace tras otro más mundano. Ya sea coger setas, bañarse en el río, pasear por el monte o explorar caminos de cabras, la razón aparente oculta sus verdaderas intenciones: exportar el estrés de la oficina a los parajes más recónditos. Un fin que consigue, sobre todo, cuando logra formar manada con otros cofrades de su especie.
El objetivo del dominguero subyace tras otro más mundano. Ya sea coger setas, bañarse en el río, pasear por el monte o explorar caminos de cabras, la razón aparente oculta sus verdaderas intenciones: exportar el estrés de la oficina a los parajes más recónditos. Un fin que consigue, sobre todo, cuando logra formar manada con otros cofrades de su especie.
Tras gozar con la familia o en compañía de amigos y cumplido su cometido, el dominguero regresa orgulloso a la ciudad a través de una vía colapsada por otros domingueros como él. Y su gesta no caerá en el olvido: kilos de CO2, bolsas de plástico, latas, botellas, colillas y clínex son el legado que hará saber a los que por allí pasen que él fue pionero antes que ellos.
Lo más inquietante es que, como asesinos en potencia, todos llevamos un dominguero dentro. Hay quienes lo desarrollan más en alguna de las vertientes expuestas y en determinadas fases de su vida. Otros lo incuban, permaneciendo latente hasta que un día estalla. Y en ese momento, ni un pronóstico de tormenta dominical podrá frenarles.