sábado, 15 de abril de 2017

Vestido de doming(uer)o

La Semana Santa nos recuerda que, hace no tanto, el domingo era un día diferente al resto. El dominicus latino, o día del Señor, se traducía en misa de 12, paseo por la calle mayor y vermú con sifón. Una jornada atípica, en la que todos debían vestir las mejores galas para dar una buena imagen ante el párroco en la iglesia y después frente a los vecinos (hoy, los feligreses pueden seguir al cura en pijama mientras se cuela por la pantalla). 

Esa estampa ya añeja ha mutado en una nueva especie: el dominguero. Aquella persona que espera el último día de la semana como el de redención para dejar paso a sus más bajas pasiones, liberarse del corsé de la ciudad y demostrar al mundo entero su capacidad de supervivencia en un medio hostil.

Ese entorno puede ser la sierra más empinada, el bosque más agreste o el chiringuito más superpoblado junto al lago del término municipal colindante. El único requisito es pasar una penitencia por carretera, en la que poder dar buena cuenta de su pericia al volante. Y como él, otros domingueros compiten para dejar claro quién manda dentro y fuera de la autopista.

Gorra, gafas de sol, camiseta de tirantes, chanclas y aftersun. El kit básico del dominguero puede ampliarse hasta el infinito, en función del poder adquisitivo y del número de personas que le acompañen. Desde nevera portátil a sombrilla, pasando por palas de tenis, hamacas de tela, mesa plegable o tablet, las posibilidades se multiplican si dispone de un 4x4 al que poder hacer rodaje más allá del asfalto diario. 

El objetivo del dominguero subyace tras otro más mundano. Ya sea coger setas, bañarse en el río, pasear por el monte o explorar caminos de cabras, la razón aparente oculta sus verdaderas intenciones: exportar el estrés de la oficina a los parajes más recónditos. Un fin que consigue, sobre todo, cuando logra formar manada con otros cofrades de su especie. 

Tras gozar con la familia o en compañía de amigos y cumplido su cometido, el dominguero regresa orgulloso a la ciudad a través de una vía colapsada por otros domingueros como él. Y su gesta no caerá en el olvido: kilos de CO2, bolsas de plástico, latas, botellas, colillas y clínex son el legado que hará saber a los que por allí pasen que él fue pionero antes que ellos.

Lo más inquietante es que, como asesinos en potencia, todos llevamos un dominguero dentro. Hay quienes lo desarrollan más en alguna de las vertientes expuestas y en determinadas fases de su vida. Otros lo incuban, permaneciendo latente hasta que un día estalla. Y en ese momento, ni un pronóstico de tormenta dominical podrá frenarles. 

sábado, 1 de abril de 2017

Conversaciones

Las conversaciones, como las personas, también envejecen. Del caca-culo-pedo-pis infantil se viaja en un suspiro al eterno debate entre el jotabé cola y el ron con limón. Las transiciones son rápidas, apenas se dejan notar. Sólo cuando uno toma conciencia de las palabras que salen de su boca descubre que ha cambiado de nivel.

Los grupos de whatsapp (además de cuestionar el contraste entre la edad física y mental de los participantes) intentan ejercer la resistencia activa: buscan una involución hacia conversaciones más propias de la adolescencia. De tetas a gatitos, pasando por fútbol, motores, alcohol o las últimas tendencias de moda, el repertorio es amplio. Pero fuera de la virtualidad, la evolución es siempre hacia delante. 

Hace unos días, después de bastante tiempo, volví a coincidir con unos buenos amigos, compañeros de profesión. Ahora, las charlas a tres se han multiplicado por dos, con la presencia de las respectivas parejas. Y las cuestiones sociales, periodísticas o de cualquier otra índole, han dejado paso a otras materias con un marcado componente familiar. 

La cena, en un restaurante venezolano de Madrid, estuvo amenizada por los llantos de una niña de unos dos años en la mesa contigua, que se encargó de lanzar al aire el contenido de los platos. Patacón, carne mechada y arroz deconstruidos sobre suelo de gres. Un buen prólogo de lo que vendría más tarde.

Las hipotecas y el precio de la vivienda (en su vertiente de alquiler y compra) representaron el 95% del intercambio de opiniones que allí se vertieron. En un momento indeterminado (esas transiciones desenfrenadas), la conversación desembocó en cómo y quién debe encargarse de cambiar los pañales en el seno de una familia. El giro tan brusco me mareó y salí a la calle a fumar un cigarro.

Mientras tanto, en un grupo de whatsapp en el que ejerzo de voyeur ocasional, compartían noticias sobre condones inteligentes y muñecas sexuales capaces de alcanzar el orgasmo. Una breve involución antes del regreso al futuro que me esperaba dentro del restaurante. En el camino a casa, los llantos de niños retumbaron en mi cabeza, acompañados por visiones de banqueros gordos vestidos con sombreros de copa que amasaban montones de cédulas hipotecarias entre sus manos. 

Al día siguiente, uno de los comensales me pidió disculpas por hablar de "cosas de adultos" durante la velada. No contesté porque aún no sé qué decir. Debió pensar que la transición fue demasiado rápida. O que mi edad física no tiene concordancia con la mental. O que directamente soy gilipollas. Lo hizo a través de un grupo de whatsapp, claro. 

Supongo que el siguiente paso lógico en las conversaciones es compartir con el resto de la humanidad la inteligencia sobrenatural del hijo propio, capaz de atarse los cordones o limpiarse el culo sin ayuda. El salto posterior debe pasar por quejarse de lo malos que son esos mismos hijos y lo poco que se acuerdan de sus padres. Para acabar hablando con las fotos de los muertos y constatar lo solos que estamos.