Hace no tanto, el otoño marcaba el inicio de los coleccionables en los kioscos. Editoriales y periódicos se lanzaban al asalto del ciudadano medio con todo tipo de objetos: libros, cromos, maquetas, vajillas, juguetes, películas, discos compactos, bisutería y demás bagatelas. La prensa acabó por diversificar su negocio, pasándose a la venta directa con robots de cocina y aspiradoras, mientras que las editoriales ampliaron su catálogo hasta ser aplastadas por ellos.
Coleccionar es algo inherente al ser humano. Según los expertos, la dopamina que actúa en el cerebro cuando vamos completando la compilación de turno es la responsable de ello. Es decir: en el fondo, el coleccionista es un yonqui que necesita su dosis en forma de nueva pieza coleccionada para superar el mono.
Desde la más tierna infancia, los niños se lanzan a este mundo con el deseo de recopilar cosas. Ya sea en forma de cromos, juguetes, aplicaciones, pulseras o cualquier otra suerte de cachivaches, comienzan a andar un camino con la complicidad de sus padres. Una senda que les conduce, ya de adultos, a acumular innumerables utensilios de una forma patológicamente autojustificada (siempre hay un pertinente "lo necesito para...").
En esa edad madura, el poder adquisitivo marca la forma y el fondo de esas colecciones. Si hay quien apuesta por reunir coches de alta gama en su garaje, otros deben conformarse con introducir bolsos de imitación en el cajón de la cómoda o insignias de equipos de fútbol en la vidriera del mueble-bar, entre la botella de Dyc y la de Soberano.
Coleccionar es algo inherente al ser humano. Según los expertos, la dopamina que actúa en el cerebro cuando vamos completando la compilación de turno es la responsable de ello. Es decir: en el fondo, el coleccionista es un yonqui que necesita su dosis en forma de nueva pieza coleccionada para superar el mono.
Desde la más tierna infancia, los niños se lanzan a este mundo con el deseo de recopilar cosas. Ya sea en forma de cromos, juguetes, aplicaciones, pulseras o cualquier otra suerte de cachivaches, comienzan a andar un camino con la complicidad de sus padres. Una senda que les conduce, ya de adultos, a acumular innumerables utensilios de una forma patológicamente autojustificada (siempre hay un pertinente "lo necesito para...").
En esa edad madura, el poder adquisitivo marca la forma y el fondo de esas colecciones. Si hay quien apuesta por reunir coches de alta gama en su garaje, otros deben conformarse con introducir bolsos de imitación en el cajón de la cómoda o insignias de equipos de fútbol en la vidriera del mueble-bar, entre la botella de Dyc y la de Soberano.
En mi adolescencia, este trastorno transitorio me llevó a recolectar libros, parafernalia de Héroes del Silencio, películas y, sobre todo, periódicos: empecé por aquellos con los éxitos de mis deportistas favoritos y acabé por recopilar los primeros artículos que llevaban mi firma (ego de juventud). Hoy, bajo mi antigua cama de la casa materna, una decena de cajas llenas de papel ya amarillento acumula incontables capas de polvo (metáfora de mi carrera profesional).
Algunas veces, despierto en mitad de la noche y pienso en esa masa inerte, de la que algún día tendré que ocuparme. Visualizo esos cajones, estanterías y armarios atestados. Aguardan allí, en silencio, sin moverse. Todos esos objetos saben que su legítimo propietario tendrá que volver algún día a recogerlos. Ya sea para venderlos (en el caso de los más aprovechables) o deshacerse de ellos sin piedad.
Ellos juegan con ventaja: saben, también, que cada vez que los encaro, la nostalgia se rebela y me siento incapaz de arrojarlos al contenedor (sea del color que sea). Pero la realidad que afronta la inmensa mayoría de individuos es más tozuda que cualquier sentimiento: en las casas pequeñas no hay sitio para los recuerdos.