jueves, 15 de noviembre de 2018

Coleccionismo

Hace no tanto, el otoño marcaba el inicio de los coleccionables en los kioscos. Editoriales y periódicos se lanzaban al asalto del ciudadano medio con todo tipo de objetos: libros, cromos, maquetas, vajillas, juguetes, películas, discos compactos, bisutería y demás bagatelas. La prensa acabó por diversificar su negocio, pasándose a la venta directa con robots de cocina y aspiradoras, mientras que las editoriales ampliaron su catálogo hasta ser aplastadas por ellos. 

Coleccionar es algo inherente al ser humano. Según los expertos, la dopamina que actúa en el cerebro cuando vamos completando la compilación de turno es la responsable de ello. Es decir: en el fondo, el coleccionista es un yonqui que necesita su dosis en forma de nueva pieza coleccionada para superar el mono.

Desde la más tierna infancia, los niños se lanzan a este mundo con el deseo de recopilar cosas. Ya sea en forma de cromos, juguetes, aplicaciones, pulseras o cualquier otra suerte de cachivaches, comienzan a andar un camino con la complicidad de sus padres. Una senda que les conduce, ya de adultos, a acumular innumerables utensilios de una forma patológicamente autojustificada (siempre hay un pertinente "lo necesito para...").

En esa edad madura, el poder adquisitivo marca la forma y el fondo de esas colecciones. Si hay quien apuesta por reunir coches de alta gama en su garaje, otros deben conformarse con introducir bolsos de imitación en el cajón de la cómoda o insignias de equipos de fútbol en la vidriera del mueble-bar, entre la botella de Dyc y la de Soberano. 

En mi adolescencia, este trastorno transitorio me llevó a recolectar libros, parafernalia de Héroes del Silencio, películas y, sobre todo, periódicos: empecé por aquellos con los éxitos de mis deportistas favoritos y acabé por recopilar los primeros artículos que llevaban mi firma (ego de juventud). Hoy, bajo mi antigua cama de la casa materna, una decena de cajas llenas de papel ya amarillento acumula incontables capas de polvo (metáfora de mi carrera profesional).

Algunas veces, despierto en mitad de la noche y pienso en esa masa inerte, de la que algún día tendré que ocuparme. Visualizo esos cajones, estanterías y armarios atestados. Aguardan allí, en silencio, sin moverse. Todos esos objetos saben que su legítimo propietario tendrá que volver algún día a recogerlos. Ya sea para venderlos (en el caso de los más aprovechables) o deshacerse de ellos sin piedad. 

Ellos juegan con ventaja: saben, también, que cada vez que los encaro, la nostalgia se rebela y me siento incapaz de arrojarlos al contenedor (sea del color que sea). Pero la realidad que afronta la inmensa mayoría de individuos es más tozuda que cualquier sentimiento: en las casas pequeñas no hay sitio para los recuerdos.

jueves, 1 de noviembre de 2018

El alma de las cosas

Durante siglos, la religión utilizó el concepto de alma para atemorizar a sus fieles. La amenaza del pecado y la noción de condena eterna sirvieron para perpetuar su poder sobre la sociedad. Ya en el siglo XX, la ciencia retomó lo que parecía una abstracción propia de la fe para elucubrar con teorías cuánticas sobre su existencia.

Ambos campos coinciden en que ese alma, forrada de vida, es particular del ser humano. Los actos, pensamientos o emociones de cada uno de nosotros componen, en cierta manera, una fuerza, un ánimo, que aparenta acompañarnos en cada uno de nuestros movimientos o decisiones. Como si una energía fluyera en cada obra de la que tomáramos parte.

Pero determinados objetos o lugares se impregnan, de una forma inexplicable, de la energía que el sujeto imprime sobre ellos. Es común que los utensilios de los difuntos, una vez desprendidos de sus ex propietarios, sean observados por los vivos como una parte cuasi animada que el muerto dejó antes de la partida. Ropas, relojes, herramientas, joyas, menaje de cocina o útiles de escritorio rememoran con su sola presencia la del finado. 

Entre los cuerpos inanimados con cualidades chamánicas destacan las casas. Los espacios donde las personas desarrollan su cotidianidad, estrellan sus frustraciones, construyen sus sueños, desatan su ira o cultivan el amor se empapan de sentimientos. Desgarrando las cortinas, en cada desconchón de los muebles, por cada poro de la pared o entre la juntas de las baldosas se filtra la personalidad del habitante, ya sea circunstancial o perenne. 

Lo más inquietante en toda esta labor de transposición de pasiones se produce cuando esos objetos adquieren la capacidad de influir en sus portadores venideros: de alguna forma, cobran vida propia y acaban por intervenir en la de los otros. Si dentro de una familia sus consecuencias se manifiestan con objetos que pasan de padres a hijos o de abuelos a nietos, más turbador resulta cuando este proceso de transmisión se da entre completos desconocidos. 

No es extraño el caso de inquilinos que han acabado compartiendo la misma suerte del anterior arrendatario: divorcios, cambios de empleo, traslados, constitución de familias... Como si el alquilado dejara retazos de su propia ventura en el interior del hogar, el inmueble se embebiera de ello y lo trasladara al siguiente morador. 

Por eso, nunca está de más interesarse, aunque sea a grandes rasgos, por la vida del anterior inquilino. De la actual casa donde habito, partió hace un año y medio un ítalo-argentino que voló al extranjero dejando una chaqueta en el armario y una convocatoria electoral en el buzón. Este bulín fue su última estancia antes de dejar España. ¿Y cómo ocurrió con vos?